Utilidad, solidez y deleite
Jesús Eduardo Amaral fue el fundador de Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico y autor de algunos de los mejores edificios del país. Estudio ingeniería en la Universidad de Cornell, pero su verdadera vocación fue siempre la arquitectura, así que continuó sus estudios en esa misma universidad graduándose de arquitectura en 1951, profesión a la que ha dedicado toda su vida.
Comenzó a estudiar en un momento en el que todavía quedaban en Cornell los reductos de la vieja escuela de la arquitectura historicista, pero en el que sin duda se imponía ya de forma contundente la nueva mirada de la arquitectura moderna. La presencia de arquitectos europeos, algunos de ellos alemanes procedentes de la Bauhaus, trajeron el cambio de paradigma a Estados Unidos. Gropius y Le Corbusier en Harvard, van der Rohe en Chicago, Saarinen en Michigan, dejaron una huella profunda que todavía sigue vigente en el lenguaje arquitectónico actual. Amaral bebió convencido y entusiasmado de las fuentes de la modernidad que le ofrecían sus maestros -entre los que se encontraban Thomas Canfield, John Hartell y Philip Johnson- en las que se hacía hincapié en la funcionalidad del edificio como un valor de catadura moral. Esta funcionalidad se unía intrínsecamente al concepto de pureza de formas y a la ausencia de ornamentación.
Aunque estudió en Estados Unidos, siempre pensó en regresar a Puerto Rico, algo de lo que nunca se arrepintió y que le dio muchas oportunidades tanto personales como profesionales.
En 1966 se le encomendó la organización y fundación de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico, primera del país. Una contribución fundamental que se vio truncada de forma abrupta e injusta a los dos años de iniciada. Las tensiones con la nueva administración derivada de los cambios políticos en el país, trajo como consecuencia la sustitución de Amaral al frente de la Escuela. Sin embargo, su huella permaneció indeleble en la memoria y en el trabajo de muchos de sus discípulos y compañeros.
Analicemos una de sus obras más importantes, uno de los edificios más interesantes de la arquitectura moderna en Puerto Rico: la actual sede de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana en Hato Rey. Un edificio en el que de forma inteligente y armoniosa Amaral aunó tradición y modernidad, funcionalidad y estética. Se diseñó teniendo en cuenta las circunstancias topográficas del terreno, se estudió la orientación más adecuada considerando el clima tropical, se utilizaron los materiales más adecuados y se estableció un inteligente equilibrio entre calidad y economía. El arquitecto no hizo concesiones a elementos superfluos, construyendo un edificio limpio de formas sin distracciones decorativas. Sin olvidar la integración con la naturaleza a través del patio con vegetación rica y variada, abrió grandes aperturas para facilitar un espacio fluido. Todos estos elementos son ingredientes que conforman un edificio organizado, funcional, inteligente y muy hermoso.
En 1986 recibió el encargo de construir un edificio de nueva planta en la urbanización Tres Monjitas en Hato Rey. Un edificio de nueva planta siempre es un reto y, por lo tanto, una oportunidad. Amaral lo acepto. El primer escoyo que hubo que superar fue conseguir evadir el nada interesante entorno urbano elegido para su construcción. El arquitecto pensó desde el principio en la necesidad de un edificio volcado hacia el interior en el que se pudiera pensar, estudiar, dialogar y trasmitir conocimiento. Eso explica la organización del proyecto en torno a un patio porticado, es decir, un claustro que articula todas las dependencias del recinto.
El claustro es un elemento tomado de la arquitectura clásica y medieval que nos introduce en un recinto cerrado y abierto a la vez, que nos aísla del exterior pero que nos abre desde el interior un mundo de posibilidades. El claustro propicia el encuentro y el diálogo constante entre todos los miembros de la comunidad universitaria, convirtiéndose en el elemento articulador no sólo desde el punto de vista arquitectónico, sino desde el punto de vista social y educativo. Nos pone en contacto con la naturaleza gracias al jardín y se convierte en una especie de plaza o ágora donde se puede elegir entre la contemplación y el estudio en soledad o el diálogo abierto con los demás. También nos protege de las inclemencias del tiempo, de la lluvia o del fuerte sol gracias a los soportales.
Se trata por lo tanto de un elemento que permite vivir el edifico y, además, sentirlo.
Por otro lado, el patio como elemento articulador no es ajeno a la tradición arquitectónica de Puerto Rico. Son muchos los ejemplos en la isla de construcciones de carácter religioso, civil y doméstico, organizadas alrededor de un patio.
El otro elemento organizador que está inspirado también en la tradición, es la estructura central octogonal que alberga los cuatro anfiteatros y que son el núcleo de la actividad académica. Esta planta central enlaza con el patio mediante cuatro corredores que comunican todas las dependencias de forma armoniosa. Un núcleo de conocimiento que, aunque se genera en el interior de la estructura octogonal, no queda encerrado sino que invita al flujo constante y a la comunicación abierta hacia el exterior. Se trata de un elemento arquitectónico totalmente funcional que no renuncia a las posibilidades metafóricas ni a la belleza. Una especie de útero materno en el que se gesta el conocimiento con la vocación de salir al exterior, de comunicarlo a los otros, de expandirse.
En una institución académica, debía ser protagónico también el espacio dedicado a las oficinas de los profesores, en las que el docente se sintiera cómodo e invitado a trabajar, estudiar, preparar clases y recibir a los estudiantes. Esta necesidad se solucionó con un pabellón claramente diferenciado en forma de ele, que permite que todas las oficinas estén volcadas hacia el patio y tengan una luz diáfana.
El teatro, un auditorio con capacidad para 250 personas, se diseñó con la intención de que no fuera un espacio exclusivo de la Escuela sino un lugar de encuentro y cultura con y para toda la comunidad. Se tuvo en cuenta esta circunstancia, haciéndolo accesible de forma independiente desde el aparcamiento. Se construyó como una enorme caja de resonancia donde la madera y la moqueta facilitan el tratamiento acústico que se hizo con la asesoría del Ingeniero Rocafort.
Los colores del edificio son tres: blanco, verde y gris. El blanco es el color preferido del arquitecto, facilita el contraste con otros colores, refleja el sol y es un color de uso tradicional en los climas cálidos, desde el Mediterráneo al Caribe. Las diferentes gamas de grises se usan como acento, para resaltar ciertos elementos arquitectónicos. El verde de la cubierta metálica enlaza también con la arquitectura tradicional caribeña y armoniza con la vegetación. Se trata de un tono de verde cargado de gris que dialoga muy bien con toda la estructura. Para los pavimentos se eligió el gris y el terracota.
Con el pasar de los años, creció la comunidad y crecieron las necesidades de espacio, así que se proyectó una segunda planta que armonizara con la estructura original. Para ello se contrataron los servicios de Amaral que contó con la colaboración de los Arquitectos García y Landrau para esta segunda intervención.
El edificio coherente, funcional y bello, no se reduce solamente al diseño estructural sino que tiene en cuenta todos y cada uno de los detalles que alcanzan también al mobiliario. Para los muebles, se eligieron los diseños de Eames, un afamado diseñador americano que en los años 50 fue pionero en el uso de materiales novedosos como la fibra de vidrio o la resina plástica. Para sus diseños pensaba en la comodidad, la duración, que no fueran pesados y que su escala fuera ligera, por esos los críticos los consideran diseños sin tiempo. Sus muebles son estilizados, modernos y funcionales. Sus diseños forman parte de la colección permanente de Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), considerados como productos artísticos que pretendían crear un mundo mejor.
La Academia de Artes, Historia y Arqueología de Puerto Rico otorgó en el año 1998 el premio URBE de excelencia arquitectónica a este edificio.