Velatorio en el Seminario Conciliar
Cuando entré a la Capilla vi que los vitrales no estaban restaurados.
Hace muchos años me había citado al pequeño y bello recinto donde alguna vez habitó el Seminario Conciliar de San Ildefonso y en el que Tapia y Rivera, Baldorioty, Hostos y Aponte Martínez habían estudiado.
Me había pedido que invitara a un primo nuestro, artista y vitralista. Parados frente al delicado Altar de madera oscura expresaba que cuando muriera quería que lo velaran allí. Levantando en alto su cabeza nos dirigió hacia una pequeña y bella cúpula con cuatro paños de vitrales y le pidió al primo que los restaurara. No era persona de andarse con rodeos.
Al patio interior del número 56 de la Calle del Cristo, donde hoy habita el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, se accede por unas breves escalinatas guardadas por una íntima bóveda, que dan paso al amplio recinto.
Todo estaba perfectamente concebido. Ujieres compasivos dirigían a las personas a transitar cómodamente por la galería interior que bordea el patio. Al entrar por la puerta principal, se caminaba hacia la izquierda por el pasillo contiguo a la entrada y que conectaba al pasillo este del cuadrángulo, al final del cual, un umbral de madera y unas escaleras permitían ascender al centro más elevado del enclave, donde descansaban sus restos en el centro de la íntima Capilla.
El Pueblo hacía fila en silencio. Esperaba su turno. Rendía tributo y salía del espacio por el lado contrario, esta vez por el pasillo hacia el oeste, nuevamente hacia el patio interior, donde otros cantaban, bailaban, recitaban.
El cuerpo había sido acicalado con meticuloso cariño. Aun sus abundantes y mullidas cejas habían sido despobladas de excesos. El tumultuoso lunar que habitaba en su carnoso labio inferior, ahora parecía un refugio de gratas historias.
El Decano de Estudios, cual guardia del Vaticano miraba hacia el balcón del coro de la Capilla y anunciaba con gran solemnidad los relevos de la guardia de honor.
Cuando entré, ya ella había llegado.
Vestida de negro, con sus herramientas de misión puestas sobre sus hombros, almacenaba en ellas continuamente lo que habrían de ser relatos permanentes de aquellos sucesos históricos.
Quienes practican el trabajo que ella hace suelen –sin querer– ser muy invasivos de la intimidad física. Se acercan demasiado a su objetivo, como tratando de no perder ni un poco de la respiración de los personajes; como si quisieran poner en cada uno de sus intentos, no solo la captura de la imagen, sino la emoción, la sensación, el olor, el sabor, cada uno de los pensamientos de sus cautivos objetivos.
De pie, con acciones y movimientos continuos que le permitieron ejecutar su oficio dentro del radio de la adecuacidad y el rigor de la ocasión, se mantuvo todo el tiempo dentro de la Capilla del Seminario. En la mañana el fresco hacía posible que la respiración fuera noble, mas según avanzó la tarde el calor del verano que recién iniciaba, la ausencia total de rutas por las cuales el viento se pudiera colar adentro, la obstinada humedad de la Vieja Ciudad y la decimonónica-construcción-colonial-no-apta-para-el-trópico, convirtieron al recinto en un verdadero horno de ladrillos.
Cuando su dedo índice hubo de estar fatigado y el obturador extenuado de tanta presión emocional; cuando la luz estaba agotada de tanta exposición a su instrumento; cuando era inevitable el cierre de aquel espacio por ese día, ya habían pasado doce horas de absoluta disciplina. Recogió todas sus armas y las guardó en una de sus maletas.
Salió de aquel espacio.
Entonces se colocó en la fila de todos, la fila del Pueblo para entrar a la Capilla, la misma que había observado y retratado por tantas horas. Se pasó las manos por sobre su ropa y se acomodó alguno que otro rizo que pizpireto se le escapaba hacia el rostro; su rostro, que ahora era otro. En el Libro de Visitas donde quienes venían firmaban su nombre, escribió el suyo. En la misma procesión que antes ella hurgó por horas, con la misma actitud reverente con que otros lo habían hecho, entró a la Capilla.
De pie frente al féretro, junto a los restos de Ricardo Alegría Gallardo, lo miraba igual que los otros lo habían mirado; pero ahora no había nada que se interpusiera entre aquel cuerpo y su cuerpo, entre aquellos ojos y sus ojos; no había puentes, ni edecanes mecánicos que la ayudaran a mirar, solo sus ojos plenos y desnudos. Su tristeza y su dolor eran los del Pueblo. Y entonces, tras unos segundos, se retiró solemne.
Al otro día, por el mismo umbral por el que había entrado, el ataúd salió en brazos de los maestros, que antes fueron sus discípulos. Primero, un silencio casi espiritual se apoderó del Seminario, luego vinieron los aplausos; en instantes los cánticos inundarían el Patio del Seminario, la Calle del Cristo, la Catedral, el Cementerio.
Disfrazada de oficiante, ahora entre vejigantes y cabezudos, volvía a su ocupación. Esta vez en la caminata a la Catedral; en el subir y descender las cuestas que lo llevarían hasta su último destino: las mismas tierras de tufo exquisito que anduvo despacio y urgente por años, frente al imponente Atlántico.
Llegó el momento de pedirles a todos privacidad.
Justo en el panteón de la familia y a punto de depositar allí el ataúd, vi que estaba sentada hacia una esquina al pie de una columna, casi aguantando con su espalda la muralla de la Vieja Ciudad. A lo lejos, le pedí por señas que se retirara. Me devolvió el gesto humilde, señalándome la bolsa donde había guardado sus instrumentos.
Cuando todo terminó me acerqué a ella, que representaba al Pueblo reverente dispuesto a hacer un alto en su cotidianeidad, y despedir al artesano de nuestra nacionalidad, que cual tallador que descubre a un santo dentro de una pieza de madera, nos la había vuelto a presentar para que nos sintiéramos profundamente orgullosos de ella.
Salí abrazando a mi hijo. Cuando iba por la rotonda del cementerio miré hacia atrás; todos se habían ido.