Viveca Vázquez: el cuerpo de todos nosotros
Hola. Mi nombre es Viveca Vázquez y soy de Puerto Rico. Al hablar de mi trabajo me interesan principalmente la invención y la improvisación de movimiento para llevarlo al escenario y, de ahí, a la coreografía. Estoy muy interesada en la energía cruda y en los ritmos crudos, en su poder, en su manifestación en el silencio. También trabajo en la elaboración de pistas de sonido para mis bailes, (para aquellos que no se hacen en silencio), sonidos y manifestaciones musicales distintas, que usualmente provienen de mi ambiente en el San Juan urbano y en el Caribe urbano. Mi trabajo manifiesta la urgencia de la identificación, pero también la urgencia de resistir los estereotipos, comenta las contradicciones históricas de mi país y la situación de vida en el Caribe de los ochenta. Creo que mi trabajo forma parte de un arte todavía joven en mi país, que ha estado desarrollándose consistentemente por los últimos 8 o 10 años.
La joven, sin dejar de mirar la cámara, se dispone a dejar el escenario, en silencio. El entrevistador le pregunta, “Do you want to say it in Spanish?” y ella contesta, con una sonrisa reticente, “No.”
Esos 8 o 10 años anteriores al 1988, año de la grabación, marcan el desarrollo dancístico que va desde Taller de Histriones, de Gilda Navarra, hasta Pisotón, de Petra Bravo, años clave para la formación de una tradición de danza moderna en el país. La irrupción de Viveca Vázquez en la escena dancística definitivamente marca un quiebre entre un modo de danzar que guarda todavía, aun en esos proyectos vanguardistas de finales de los setenta y principios de los ochenta, fuertes lazos con la danza clásica, un quiebre que en ella se manifiesta de una manera decididamente suelta, incluso desgarbada, casi insolente, del otro lado de la poderosa tradición.
La tradición de la danza clásica pervive en la danza moderna de Taller de histriones, que todavía sigue emparentando el baile con la belleza de la forma, con el movimiento entendido desde el heroísmo o la proeza que reta a la fuerza gravitacional, desde el virtuosismo de las sincronías, las simetrías y los contrastes y, sobre todo, desde la identificación entre la armonía del cuerpo y la primacía de la música. Al llamar a su arte “movimiento”, a secas, en vez de danza, Viveca emparenta su proyecto con un modo más elemental del ser del cuerpo, el cuerpo que se yergue, que se proyecta en el espacio movilizando sus extremidades y se dispone a caminar. La propuesta es, al mismo tiempo, más modesta, pero a la vez más ambiciosa. Su fuente de exploración será, nada más y nada menos, que el cuerpo de todos nosotros.
Mara Negrón, en el documental del programa Prohibido Olvidar dedicado a Viveca Vázquez, propone dos coordenadas centrales para una lectura del acercamiento a la danza como movimiento en Vázquez. En primer lugar, nos dice, bailar es una forma de pensar, el cuerpo piensa. En segundo lugar, la propuesta de Vázquez funda toda una mitología de las pasiones para el cuerpo en Puerto Rico, una mitología sin precedentes, que procede del contacto con las pulsiones, las que, nos recuerda Mara, eran vistas por Freud como nuestros seres míticos. Es un modo preciso y productivo, me parece, de aquilatar la fuerza de un ambicioso proyecto.
Han pasado 25 años y Viveca Vázquez es hoy la figura central de toda una zona de significación de lo que podríamos llamar el performance en Puerto Rico. Es un testimonio de la coherencia de su proyecto y de su formidable capacidad de gestión que podamos identificar en su trabajo de casi tres décadas los mismos resortes que la sustentan desde el comienzo, como si toda su carrera fuese una calibrada expansión de aquella originaria declaración de principios tan serenamente dictada frente a la cámara. Hoy día, Viveca Vázquez no es solo una artista, es también el nombre propio de una estética y de una ética del movimiento, (ella llama a sus bailarines movedores, con la misma parsimonia con que la Academia de la lengua llama a sus miembros académicos) que está en la coyuntura clave de una poderosa sinergía en la que gravitan otros artistas imprescindibles que han sido y siguen siendo colaboradores, estudiantes o co-creadores, en distintos niveles de autonomía e interdependencia. De cierto modo, la estela irradiante de Taller de otra cosa -su grupo de trabajo- resplandece en la Esquina periferia de Eduardo Alegría, el You don’t look like de Javier Cardona, el Nada que ver o el Coraje de Teresa Hernández, el Artista del patio, de Yamil Collazo, o el Tipo A de Pepe Álvarez. Con todos ellos, esta est/ética del movimiento ha producido una nueva política de representación de los cuerpos desde las órbitas concurrentes del género, la raza y la sexualidad. Ninguna otra manifestación artística en Puerto Rico ha sacado, como Taller de otra cosa, del clóset al cuerpo queer, que es decir, el cuerpo singular, y que no es otra cosa que ese cuerpo que piensa del que nos habla Mara Negrón.
Inventar e improvisar movimiento. Llevarlo al escenario. Fijarlo en una coreografía. El proceso no es tan distinto del que se propone la escritura, la de un poeta, por ejemplo. Un poema puede entenderse como la coreografía de una red de imágenes, de una constelación metafórica que se fija allí donde la improvisación, a medida que va mudando ese primer pellejo de su mera aparición, muda o muta en la piel más dura de su depurada invención. La invención es eso: la depuración de una improvisación, el descubrimiento, en el interior de las movidas menos pensadas, de una fuerza de proporciones míticas. El cuerpo piensa. Piensa de un modo parecido a como la imaginación construye una ficción. La pasión de Viveca no es distinta de la que ha movido, desde los comienzos de la modernidad, a todas las vanguardias. Las vanguardias, desde Flaubert, se rebelan contra el poder de persuasión de las ideas recibidas y los lugares comunes, contra su desmedida autoridad para domesticar mente y cuerpo, y se dirigen al territorio primitivo de lo impensado. El cuerpo piensa lo impensado, o más bien lo impensable. Las pulsiones son lo impensable porque son inconscientes. Por eso el movimiento, para asir la fuerza de las pulsiones, se vale de las representaciones, para no perder contacto con la energía cruda, con el ritmo crudo, de la pulsión. Al igual que el sicoanálisis, la danza como movimiento es un teatro donde la pulsión encuentra un escenario. Hay un pensar de la palabra, un pensar del lenguaje dirigido a la conceptualización, y hay otro pensar de la pulsión, un pensar del cuerpo, asido a la circularidad del objeto del goce, adherido a las ventosas de las fantasías, en contacto con la sabiduría de la ansiedad.
Parte de la dificultad de aprehender un proyecto de esta índole reside en la renuencia a caer en la mera ilustración didáctica. Porque no piensa con conceptos, el cuerpo no tiene nada que enseñarnos, su forma de hacer no se traduce en una didáctica, pero sí produce una práctica, lo que podría llamarse una práctica de la carne, para aludir al título de la estupenda colección de ensayos de Félix Jiménez.
No sin cierta ironía, vale la pena remarcar que hace años que Viveca es, además de artista, nada menos que profesora de Humanidades en el recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Esto ha significado una gradual disminución de sus apariciones como bailarina. Más aferrada a su rol de coreógrafa, ha encontrado hace ya bastante tiempo una dedicada vocación como maestra, como humanista del cuerpo, si se me permite esta descripción de su rol, un rol que ella en gran medida improvisó y del que ahora es la flamante inventora. El departamento de Humanidades de la Facultad de Estudios Generales, en un arranque inusitado de inspiración, decidió remozar la enseñanza de sus cursos clásicos de primer y segundo año de Humanidades trayendo a Viveca para que le descubriera una dimensión performativa a los clásicos. El resultado ha sido una serie de proyectos experimentales, como mAroma o Plagio, en los que la artista trabaja respectivamente con La Eneida de Virgilio y Las confesiones de Agustín, entre otros textos.
En estas piezas producidas por la coreógrafa-profesora, hay que decir que los momentos de mayor intensidad suelen ser los menos ilustrativos, los que se ocupan menos de trasladar directamente las narraciones a los planos secuenciales de la pieza. Un buen ejemplo es La Eneida. Viveca suele recurrir a secuencias de video que aparecen insertadas en la serie de estampas de muchas de sus piezas. Estos videos se trabajan en colaboración con otros artistas. Eduardo Alegría es un colaborador asiduo de muchos de ellos. Durante la pieza sobre La Eneida, titulada mAroma, aparece repentinamente una de estas inserciones: un fílmico muy breve con el siguiente plano secuencia: un balcón de casa de urbanización con rejas, una pila de bloques de construcción, una hoguera encendida, una mujer vestida con ropa de burguesa tratando de subir por las rejas, que se han convertido en una cárcel, pero también en un escenario de baile.
¿Y qué tiene que ver esto con La Eneida? Mucho. Para Virgilio, la responsabilidad cívica es responsabilidad de los hombres. Los hombres son los fundadores. La gesta de Eneas consiste en proteger los refugiados de la guerra de Troya, una ciudad perdida, y asegurarse de que sean los nuevos ciudadanos de una nueva ciudad, la Roma de los césares. El título de la pieza de Viveca es un magnífico anagrama. mAroma enlaza dos palabras clave de Virgilio: amor y Roma. El amor para Virgilio es el amor a Roma, el amor a la ciudad fundacional de todo un imperio. De hecho, en español, roma es amor al revés. Pero Viveca convierte esa supuesta alianza en una “maroma”, es decir, en un salto impensado o impensable que nos revela otra historia de amor, distinta al amor cívico, un amor, si se quiere, maromero. Ese amor es el amor entre Dido y Eneas, y es el amor que en la pieza se escribe con una A impertinentemente mayúscula, la A que sobresale en mAroma.
Durante el periplo de sus viajes, Eneas es huésped de la reina de Cartago, Dido, con quien vive una intensa historia de amor. Dido está convencida de que este amor será más poderoso que los deberes de Eneas, pero, ante la insistencia de los dioses, Eneas recupera su sentido de propósito y decide abandonar a Dido. En su prisa, Eneas deja abandonadas sus pertenencias. Enfurecida, con un odio que es el reverso del amor frustrado, Dido arma con las pertenencias de Eneas una inmensa pira funeraria, sobre la cual se suicida lanzándose sobre la espada de Eneas.
Volvamos a la breve secuencia fílmica. Los bloques rudimentarios son las ruinas de Cartago. La hoguera es la pira funeraria. Dido es ahora una angustiada ama de casa de urbanización que trepa por las rejas de su balcón, oteando desde su encierro, las naves en las que se aleja el objeto de su amor y las ruinas de su propia ciudad. Un elemento central de la obra de Viveca es cómo el cuerpo de la mujer es confinado en el espacio doméstico, mientras los hombres ocupan el espacio público, el afuera de la ciudad. De cierto modo, Dido traiciona con su amor privado su deber como reina de Cartago. Eneas controla sus pasiones para cumplir su deber de fundador. Pero Viveca celebra la traición de Dido y su victoria pírrica sobre la pira funeraria. Desde esa altura es que Dido construye su maroma, su salto al vacío, y Viveca reconoce en esa maroma un modo de describir lo que la mueve a ser artista.
Ese confinamiento al espacio doméstico como castigo por el exceso de pasión es uno de los temas recurrentes de la obra de Viveca. No es para sorprenderse. En la plenitud de su comodidad burguesa, madre de dos hijos, casada con un médico, en el seno de una progresista familia de izquierda residente en el glamoroso Village de los ochenta, Viveca Vázquez de cierta forma lo tenía todo; todo lo que la sociedad está dispuesta a concederle a una mujer que aspira a ser feliz. De muchos modos su decisión de hacerse bailarina experimental y dedicarse de lleno a la vida de una artista era vista por muchos como una especie de traición. De tantas formas las piezas que constituyen su repertorio pueden ser leídas, a lo largo de estos veinticinco años, como el legado de su liberación, como la obra de alguien que decidió traicionar al reino de Cartago para pegarse fuego ante un atónito Eneas.
En una pieza posterior, del 2003, ¡Uy!, una ópera del terror, se regresa al escenario del interior doméstico con una propuesta renovada. En este caso las cuatro bailarinas se mueven sobre el plano abstracto de un apartamento urbano dibujado en blanco sobre un suelo negro. El plano se extiende como un esbozo en la pared de fondo, como si el interior fuese un marco de referencia inescapable. El vestuario tiene un aire de los cincuenta, en tonos verdes y ocres, lo que le da a la puesta en escena una atmósfera minimalista, con algo de Matisse en la paleta y de Modigliani en la angularidad y la sencillez geométrica de las superficies. Awilda Sterling ha notado, con perspicacia, que es la obra más clasicista de Viveca. La alusión al modernismo de la pintura francesa de principios de siglo como un trasfondo clásico para una pieza coreografiada con sincronizaciones, secuencias de pareja, todo en diálogo con una banda sonora ambientada con disonancias de Penderecki, entre otros, marca de cierto modo el cierre de un periplo. En su madurez, Viveca parece estar más dispuesta al sincretismo, a la intensidad de ciertas contradicciones.
Al comienzo de ¡Uy!, una bailarina solitaria se despierta sobre una banqueta en un ángulo de la escena. Despertarse significa hacerse consciente de la fuerza de gravedad. La bailarina ensaya diversos modos de asumir una relación con la banqueta, arriesgando en todo momento la seguridad del equilibrio. En un segundo momento dos bailarinas ensayan sincronías mientras se deslizan sobre la superficie del plano doméstico sobre el suelo. Luego hace su entrada otra bailarina, la estupenda Karen Langevin, que intenta desarrollar una relación con su código vestimentario, tratando de negociar el espacio entre un gancho de ropa y un abrigo verde, el mismo que lleva puesto la bailarina que despierta al principio (Viveca). Entre el gancho, el abrigo y la bailarina se desarrolla una tensión, como si la atmósfera ominosa que acompaña a las bailarinas de la sincronía por el plano del suelo se hubiese trasladado ahora al interior mismo del cuerpo de la bailarina del solo, que baila sola consigo y con su ropa. Una secuencia fílmica aparece en pantalla. Una muñeca de madera, o de porcelana, en forma de bailarina, se desliza por los muebles del interior de un apartamento, con un aire desconfiado y desconcertante, produciéndose una especie de incorporación de los muebles y los objetos de la casa. Todo, de repente, parece haber cobrado una vida siniestra. Al final, la bailarina de porcelana logra abrir el portón de rejas de la casa y sale afuera, a la intemperie, en un arranque libertario. De regreso a escena encontramos de nuevo a Karen Langevin, cuyo cuerpo parece haber sido arrojado desde un ángulo hacia el centro del escenario. El cuerpo de la bailarina pudiera pensarse como el mismo cuerpo de la bailarina de porcelana que, luego de escapar, es lanzada nuevamente al interior doméstico, un interior que ahora cobra todas las características de una cárcel. Al final, otro solo. Esta vez la bailarina (distinta, ya no es la Viveca del principio) vuelve a aparecer sobre la banqueta, en juego repetido contra la fuerza de gravedad, luchando por su equilibrio. Ahora la banqueta ha perdido el soporte de las patas delanteras y se ha convertido en una chorrera. La bailarina se desliza por ella y se esconde debajo. Encuentra refugio en ese interior debajo de la banqueta. Allí dentro, descubre que su cuerpo puede ser un soporte para la banqueta, que puede ser también las patas que le faltan.
Brian Massumi, el teórico social canadiense, ha dicho (en Navigating Moments, brianmassumi.com) que moverse es una caída controlada, que no se trata de escapar de las constricciones de la gravedad, sino de aprender a negociarlas. Hay en ¡Uy!, me parece, un aprendizaje que da la madurez, una especie de reconciliación con las formas clásicas, aun las del modernismo, que ahora colaboran con ella para ayudar a la artista a construir su mitología de la pulsión del miedo. ¿Qué es el miedo? ¿El miedo a la opresión de los interiores, a la domesticidad como ese interior por excelencia que la cultura falogocéntrica le impone a lo femenino, o el miedo a la fuerza de gravedad como tal, a la incertidumbre con que un cuerpo aprende a entablar una relación temblorosa con el suelo? Digamos que todos estos han sido retos posibles y concretos para la bailarina, la fuente de variadas ominosidades, la jerarquía de su propio repertorio de miedos. Massumi ha definido la ética como un modo de compartir la incertidumbre, y estas piezas de Viveca aspiran a contagiar al espectador con su particular sabiduría de lo incierto. En un país definido por un estatus que es una metafísica de lo incierto, un país sediento y fantasioso de certezas, de contundencias, de positividades absolutas, Viveca Vázquez nos propone un aprendizaje de lo incierto, una ética de malabarista. En vez de apostar por el futuro donde todas las preguntas aparecen contestadas como cristalizaciones de un estatus estable, ella apuesta por ocupar el espacio actual, su ahora, con convicción e intensidad.
Este ensayo forma parte del catálogo publicado por el MAC con motivo de la exhibición/retrospectiva de Viveca Vázquez, titulado Coreografía del error: CONDUCTA de Viveca Vázquez, el cual estará a la venta en el MAC a partir del 19 de septiembre. Como parte de los eventos de clausura de la exhibición/retrospectiva se presentará el performance Esto no es una pieza de Viveca Vázquez, dirigido por Pepe Álvarez, del 19-21 de septiembre. Para más información sobre las actividades de clausura y la venta del catálogo puede llamar al: 787-977-4030.