Volver a Empezar
La vida de Arturo siempre estuvo marcada por momentos como ese. Cuando vivía en la Calle 7 del Barrio Obrero nunca supo que su vecina era Marta Romero y un día vio a Felipe Rodríguez, quien era su amante, esperando por ella en la acera sin saber que él era un cantante famoso. Desde que nació hasta que se fue a Estados Unidos a estudiar, su vida transcurrió como si nada nunca hubiese pasado. Fue allá, en la metrópolis, donde finalmente supo quíen era y hasta dónde había llegado. Para lograr acercarse a algo uno primero tiene que alejarse.
En la casa de la abuela de Arturo no habían libros. Todos iban a la escuela y de eso él tuvo prueba documental por una foto en que tres de sus tías posaban frente a la cámara con sus uniformes blancos. Allí estaban alineadas y sonrientes Palmira, Rosa Julia, y Elsie, con trenzas y moñitos atados por cintas blancas, con medias blancas, y zapatos negros de charol. En su casa tampoco habían libros y en las paredes no habían cuadros. En cuestiones de literatura y arte, Arturo no tenía referencias domésticas; así que, cómo fue que vino a interesarse por esas cosas no le quedaba claro.
De la escuela, él recordaba poco pero sabía que había cursado estudios porque tenía fotos que lo evidenciaban. En el tercer grado una vez vio un piojo caminando lentamente por la cabeza de una compañera de clase. El piojo era diminuto y parecía un juey sin palancas. En el sexto, se peleó con un estudiante. Fue una pelea breve que se acabó cuando el otro le metió un puño en el estómago que lo dejó sin aire. En el séptimo grado no paraba de mirarle las nalgas a la maestra de biología y por eso pensó que estaba enamorado. En la escuela superior se la pasaba tirando aviones de papel en las clases de física y geometría y el verano antes de graduarse tomó una clase de español avanzado. Esa clase fue importante, pero eso él lo supo sólo años más tarde.
Su conciencia política floreció, de repente, sin ningún tipo de preparación, pues en su casa nadie nunca se interesó por cuestiones de gobierno o electorales, el año antes de graduarse de la Einstein. Ferré había escindido al Partido Estadista Republicano al fundar el Partido Nuevo Progresista y en el 1968 había salido electo gobernador en lo que fue la primera sorpresa electoral que ocurrió en Puerto Rico en veinte años. Del proceso sólo recordaba a Ferré haciendo campaña por televisión, dándo su famoso puñetazo sobre una mesa y diciendo, «Así lo haré.» Lo que Ferré iba a hacer nunca le quedó claro a Arturo pero sí supo que ese año fue importante. Tres años más tarde se metió de lleno a la política como activista revolucionario.
De todos los sitios donde había vivido, del que más se acordaba era del sótano en la Calle 7 en Barrio Obrero, aunque aún esa memoria era fragmentaria y vaga. No se acordaba si había compartido una habitación con su hermano pero tenía una imagen vívida de sus aventuras percusivas usando el sofá forrado de plástico como un tom tom y la carátula de un disco colocada entre una silla y el sofá como un snare drum, para tocar batería al son de sus discos de rock. Así fue como se enseñó a sí mismo a tocar ese instrumento para luego pasar al bongó. Su primer bongó lo compró en una tienda de instrumentos musicales en la Avenida Fernández Juncos y aún lo conservaba–ese bongó fue de los primeros hechos por la compañía LP y pesaba más que un matrimonio mal llevao.
No había duda que la memoria de Arturo era deficiente. Pero no todos sus deslices mentales podían explicarse a base de eso pues también era cierto que habían cosas que él no quería recordar. Bueno, más bien no quería compartirlas, no quería que nadie las supiera porque se avergonzaba de como alguna vez había actuado.
A nadie le había dicho cómo se sentía cada vez que recordaba que le había dado de codo a su hermano por meterse a los niños escuchas pensando que al hacerlo traicionaba a la patria. Ese comportamiento y actitud absurda que era típica de los militantes de su época, ahora le parecía una monstruosidad y a veces se preguntaba si con su desprecio y rechazo había traumatizado fatalmente a su hermano. Por eso no se quería recordar de lo que había hecho ni de lo que había pasado, aunque a todas luces, dada la admiración que su hermano siempre sintió por él, su comportamiento no le había hecho ningún daño. Excepto que su hermano terminó matándose sin dejar constancia clara de la razón de su acto.
El suicidio de su hermano era un trauma del que no se quería recordar. Cuando sucedió, tuvo que coger prestado el dinero del pasaje para viajar a Puerto Rico para el entierro. Al llegar a la Isla su ex-amigo Pedro lo recibió en el aeropuerto después de sobreponerse al resentimiento que sentía hacia Arturo porque éste, a pesar de ser feo, había logrado seducir a la mujer de quien Pedro estaba enamorado. Arturo no supo más de Pedro después de ese encuentro pero recordaba su acto de solidaridad sin nunca tener ganas de hacer algo para reanudar la amistad que los celos habían truncado.
Irse para Estados Unidos fue una complicación. No recordaba del año en que lo hizo pero sabía que la decisión marcaba otro momento importante. Ahora se daba cuenta que se había ido para olvidar. Quería dejar atrás todas las cosas de las que ahora ya no se acordaba aunque al principio no podía dejar de pensar en su esposa, en su hijo, en sus compañeros, en su familia, y todo el mundo estaba bajo la impresión de que su estadía iba a ser temporera. Al cabo de treinta años empezó a cuestionarse esa idea. Sí, todo ese tiempo estuvo pensando que en cualquier momento iba a regresar y cuando finalmente lo consideró ya era muy tarde: se había enamorado, se divorció por segunda vez, tuvo dos hijos, compró casa, y consiguió un trabajo del que nunca pudo renunciar. Ese trabajo resultó ser una cadena perpetua, pero como la sarna con gusto, que no pica, fue harto placentero, el mejor de los mejores trabajos que tuvo.
En ese trabajo fue que por fin se dio cuenta de quíen era. Según Freud, lo único que uno necesita en la vida es amor y trabajo, liebe und arbeit, por si acaso necesitas que lo diga en alemán para que te suene más creíble, autoritativo, o erudito. Peru claro, no podía ser cualquier amor o cualquier trabajo pero sobre eso, que yo sepa, Freud no dijo nada.
Para Arturo el amor siempre fue una apuesta, una lotería en la cual muchos jugaban y pocos ganaban, pero el trabajo fue distinto. Otra vez, no cualquier trabajo pues no se sentía particularmente nostálgico por los trabajos de camarero, dependiente de un laundry, vendedor de filtros de agua, superintendente de un edificio de apartamentos, o escritor de cartas a los asegurados de la Triple S, de donde lo botaron como bolsa por llegar tarde todos los días por estar distribuyendo Claridad por todo Santurce y San Juan de las cuatro hasta las siete de la mañana. No, el trabajo que liberó su mente y le abrió caminos fue el que le hizo conocerse a sí mismo, el que le ayudó a sentirse completo, auténtico, apasionado.
Ahí fue que conoció a Sofía, quien vino a ser el mayor premio de todas sus apuestas amorosas, pero al cabo de poco tiempo el premio se hizo una tortura horrenda y terminó como su mayor desilusión. El amor siempre es así. Es el mejor de los engaños. Es como los boleros de Tite Curet, donde no hay término medio, donde uno pasa directo del idilio a la desilusión. Eso era una pena pues fue una manera muy accidentada y triste de obtener el conocimiento que había perdido a través de los años, la identidad que había recuperado temporeramente a través de su trabajo y que el amor de Sofía le había solidificado. Ahora se pasaba las noches sin dormir pensando en todas las cosas de su vida que había olvidado.
Entonces vino el viaje a la Isla, la lectura fatídica que le reveló su condición, y luego un maratón de insomnio durante el cual descubrió que había nacido en otra parte, que las cosas de las que se acordaba no tenían referencia geográfica, que Puerto Rico era un vacío de tres mil quinientas millas cuadradas, en donde vivía gente que una vez habían sido parte de su vida, donde habían sitios que fueron importantes en su desarrollo y de los ya había perdido cuenta y de los que por más que tratara no les encontraba sentido. Lugares de los que no se acordaba excepto para darse cuenta que no eran ya parte de su vida y que no eran reales.
Conversando con su amigo Juan Esteban por fin pudo articular lo que había pensado. Juan Esteban reaccionó como de costumbre. Él era un buen interlocutor pues nunca aceptaba nada de lo que Arturo le decía sin antes cuestionarlo, siempre forzando a Arturo a ir más allá de la mera afirmación. A Juan Esteban había que demostrarle las cosas con evidencia o argumentos lógicos.
—La verdad que no sé de qué me estás hablando, dijo Juan Esteban cuando Arturo compartió que había nacido en otra parte.
—¡Me consta que naciste en San Juan!
Eso era cierto pero el hospital donde Arturo había nacido ahora era una escuela de arte. La casa donde una vez vivió en la Calle Sol estaba abandonada, arruinada por dentro y pálida por fuera, el amarillo vibrante de su fachada ahora mustio por los años. La escuela donde cursó su primer grado ya no existía. Rafael Cortijo, que vivía en la casa frente a la escuela, estaba muerto hacía años. De Ismael Rivera y de tantos otros artistas de su niñez y adolescencia sólo quedaban los discos. El Fanguito, donde se había criado, había sido arrasado para dar paso a una carretera y el Barrio Obrero, donde vivió hasta que se graduó de la Einstein, ahora era un barrio dominicano. De la farmacia de los Acarón, la Joyería Ofra, El Cotorrito, el Charneco, y el hospital de la Calle Tapia no había rastro, excepto quizá las estructuras que les habían dado el espacio que necesitaban para que la gente entrara y saliera en el transcurso de sus transacciones cotidianas, espacios que como los teatros Apolo e Imperial ahora sólo rellenaban un hueco, con paredes y puertas pero inertes, clausurados.
—Por eso es que digo que yo nací en otra parte, dijo Arturo después de presentar su caso.
Juan Esteban lo miró y se encogió de hombros. Desvió la mirada por un instante y pidió otro trago. Sí, se me olvidó decir que estaban en el bar El Punto, donde siempre conversaban.
Al cabo de un rato, como siempre sucedía con él, se marchó con un gesto, sin decir una palabra. Lo de abrupto no le quitaba lo de buen interlocutor. Ahora solo, Arturo pagó la cuenta después de terminar su trago y se dirigió a su casa. Allí, entre paredes llenas de cuadros y fotos, al amparo de los libros y los discos que le orientaban, sacó una botella de vino para seguir bebiendo. En voz baja se puso a cantar y mirando las fotos que le llevaban a otras partes, siguió pensando en la vida que había perdido y en la vida que llevaba. Así, estuvo sin dormir por casi una semana.
Durante esos días y noches hizo un recorrido por todos los sitios que una vez había frecuentado en la Isla, por todas las experiencias de familia, escolares y políticas que le habían ocupado. Tuvo momentos en que confundido no reconocía imágenes que antes habían sido íntimas. Maldijo a la gente que por ache o por erre le habían tratado mal. Se echó a reir a carcajadas pensando en las veces en que había metido la pata o había actuado como un malvado –tomando decisiones descabelladas, juntándose con tecatos y maleantes, diciéndole te amo nada más que para poder metérselo a mujeres a las que no amaba– o en las veces en que había confesado haber cometido actos impuros (solo y acompañado) nada más que para repetirlos poco después de salir del confesionario.
Al final del (re)cuento que había efectuado durante cuatro días y cinco noches de desvelo, después de su conversación con Juan Esteban, una vez se sobrepuso al insomnio y cayó achocao, la memoria se le desbocó en una carrera de recuerdos que no supo manejar. Si eso era un sueño, lo había vivido sin quitarse la ropa, con los ojos abiertos y tomando. O al menos así fue como se vio durante el tiempo en que estuvo dormido y recordando. Quizás en algún momento había prendido el televisor o puesto un disco pero de eso no se acordaba y no era como la vez que horneó un bizcocho después de tomarse una Ambien, de lo cual se enteró sólo porque en la mañana encontró el bizcocho como prueba de su hazaña sonámbula.
Durante el (re)cuento pensó en el local del PSP en Villa Palmeras que ahora era un colmado, en el apartamentito donde una vez creyó que iba a ser padre, en la casa de Villa Prades donde una noche de fiesta, al oír la canción Puerto Rico de Eddie Palmieri, sacó a su mujer y misteriosamente pues hasta ese momento nunca lo había hecho, salió bailando como si fuera Aníbal Vázquez.
Recordó las pasquinadas, las marchas, las reuniones sin fin, los viernes socialistas, los cafeces en el Bigote del Abuelo, los bailes en el Normandie y el Miramar Center, los días de playa en el Escambrón, zambulléndose para pescar carrucho sin saber nadar, los campings en El Verde bebiendo brandy durante toda la noche para matar el frío, y todo le apuntaba en una dirección que ni con Google Maps iba a encontrar.
Ahora, otra vez tenía la mente en blanco, tal y como el día en que leyó los cuentos que le hicieron comprender que no sabía nada de su alegado país y muy poco de sí mismo, pues nada en su vida era lo mismo que recordaba. Comprendió que la vida a veces le había pasado por encima sin que supiera lo que estaba pasando, tal y como la vez que vio a Felipe Rodríguez en la acera enfrente de su casa sin saber que era un cantante.
Él ya no era el mismo, el país había cambiado. Puerto Rico ya no era suyo, era de los que lo vivían y lo trabajaban. Él se había ido hacía muchos años y esa ausencia le impedía hacer reclamos. No sentía ninguna obligación hacia el país y el país no le debía ni un centavo. Hacía tiempo que no sentía en carne propia las vicisitudes del lugar que en su momento había considerado su patria y que ahora era nada, excepto un sitio para visitar de vez en cuando.
Pensando en estas cosas de repente sintió como si alguien le hubiese clavado un puñal en el pecho y dos segundos más tarde sintió que estaba cayendo en un vacío donde era imposible terminar reventado. Ese vacío infinito lo liberó. La sensación de estar flotando sin rumbo le abrió una puerta llena de posibilidades. Al levantarse al otro día, que pudieron haber sido más de uno, comprendió –quizás de modo optimista pero tal vez arrebatado por una ilusión– que si estaba libre de su pasado, que si ya no tenía patria, podía volver a nacer en cualquier sitio y era libre para volver a empezar.