“Me gustas democracia, pero estás como ausente”
Hace poco leía las reflexiones de un colega francés sobre las condiciones urbanas para la democracia y la ciudadanía. Se preguntaba si la democracia griega no era tanto hija de una serie antiquísima de debates políticos, como del dispositivo espacial que era el ágora, la plaza en la polis griega. En estos días la plaza, sea Sol o Tahir, se ha resignificado globalmente como el soporte evidente de la democracia. No es, sin embargo, según Etienne Helmer, la única manera que lo urbano incide en lo político. Experimentar la interdependencia de los barrios citadinos es una de las maneras en la que queda plasmada la débil impresión de la igualdad ciudadana. Sin una ciudad articulada por sus mutuas dependencias, transitable y transitada por todos, es muy difícil creer en la universalidad de algún derecho. Encerrada en mi barrio, las únicas reglas de juego que conozco son las de mi calle. En cualquier otro sitio de la misma ciudad soy extranjera. El poder traspasar fluidamente las fronteras de cualquier barrio ensimismado nos ayuda a pensarnos ciudadanos, del mismo modo que tener donde encontrarnos en pacífica asamblea es la condición material mínima de la democracia.
Margaret Thatcher alguna vez dijo que “la economía era el método” de su gobierno neoliberal “pero el objetivo era cambiar el alma” de sus ciudadanos (citado en David Harvey, Spaces of Global Capitalism. Londres: Verso, 2006. pág. 17). Thatcher tenía muy claro que para abrirle oportunidades de enriquecimiento al capital había que generar cierto nivel de consenso con el cual desmantelar el estado benefactor que le costó al pueblo británico sangre, sudor y lágrimas. Además de matar de hambre, literalmente, a la oposición y ganarse el mote de “la dama de hierro”, Thatcher intentó convencer a los ciudadanos ingleses de que la sociedad británica no existía, que se trataba del remanente de un espejismo ilustrado. El horizonte político de Thatcher estaba poblado solamente por individuos aislados, vinculados entre sí únicamente por lazos de sangre. A lo lejos, el Estado indiferente; para todo lo demás, la libertad del capital. ¿La plaza?, para las palomas. ¿La ciudad?, fractalizada en una serie aparentemente interminable de residenciales, walk-ups y urbanizaciones de acceso controlado. La liberté, egalité, fraternité a la que no llegamos ni ellos ni nosotros, debían ser desplazadas por el miedo, la soledad y la indefensión.
Nada me preocupa tanto del legado del gobierno de Fortuño como los efectos que tendrá sobre nuestras asediadas formas de sociabilidad la profundización de la política neoliberal comenzada ya por otros. Desmantelar instituciones, bien sea haciéndolas desaparecer, como está planteado para los colegios profesionales; criminalizando ciertas formas de expresión y reunión en su seno, como ha sido Inflatable Water Slide el caso durante el conflicto universitario; o haciendo redundante el diálogo, como en el Tribunal Supremo de las mayorías garantizadas o en los amañados procesos de consulta para nombrar al Presidente de la Universidad de Puerto Rico; es privarnos de las poquísimas experiencias públicas del ágora. Estamos reduciendo la democracia –la real, como la llaman los españoles– a una experiencia privada, redimensionada para que quepa en los pocos espacios donde soy alguien para los otros: la mesa en las que se toman las decisiones familiares, la sala de clases en donde se conduce la discusión animada y respetuosa, o la asamblea de residentes o cooperativistas. Fuera de ahí vivimos con la nostalgia de lo que no alcanzamos. Como decía uno de los cientos de carteles en Plaza Sol, “me gustas democracia, pero estás como ausente.”
Los intentos de construir ciudad, o al menos comunidades, como un dispositivo para hacer germinar ciudadanía no han pasado tampoco desapercibidos para el fortuñato. Ahí están los vecinos de la Península de Cantera luchando contra el Estado al que le estorba su sentido de pertenencia y las formas jurídicas que lo expresaron. Ni hablar de la virtual desaparición de los proyectos para las Comunidades Especiales. A la hora de aislarnos unos de otros al gobierno le parece que ni la tierra, ni el paisaje colectivo deben provocarnos apegos. Aquello que decía Muñoz en contra del nacionalismo de Albizu, que “la patria es el paisaje”, resulta medio siglo después demasiado subversivo. Para el fortuñismo, la naturaleza es la vista desde un hotel. Para el ciudadano de a pie la naturaleza que le es permitida, si tiene suerte, es la gramita que poda al frente. Las tierras por donde proyectan pasar la Vía Verde no deben merecernos más consideración que la centavería que nos ahorraremos mensualmente en la factura de electricidad. Del Corredor Ecológico o de la idea setentosa de las Playas pa’l Pueblo, mejor ni hablar. De ciudadanos de segunda, ahora apenas llegamos a residentes. Vivir bajo este gobierno es estar permanentemente de visita: sonriendo al borde de la silla y sin opinar demasiado.
Ante este embate sistemático en el cual la economía es el método, pero el objetivo es el alma, hay que practicar la solidaridad como si fuera una religión (para Leonardo Boff es la única que existe). Hay que volver de cualquier descampado una plaza y de cualquier reunión una asamblea. Tenemos también que aprender a vivir con lo que decidamos, sabiendo que sólo manda legítimamente el que obedece la voluntad de todos y no quien apaga los micrófonos o resulte más astuto en la asamblea. Pero sobre todo, hay que echar a andar sin otra insignia y sin otra fuerza que la disposición sin cortapisas al encuentro genuino, al descubrimiento de los consensos mínimos y al ejercicio de la solidaridad máxima. Ya nos armaremos de valor para cruzar muchas calles, para transitar y transitarnos, aunque sea cargando con el sabio temor que nos infundieron de pequeños: mirar antes para todos lados.
* Este artículo también fue publicado en CLARIDAD.