Calicles
—Bernard Williams, «Ethics and the limits of philosophy»
I
La aparente insaciabilidad de diálogo en medio de un horizonte de apatías fue uno de los destellos más luminosos del movimiento estudiantil. Ese afán interminable, incansable, sostenido pública y privadamente, de comunicar, de argumentar, de presentar prueba, de volver palabra y lógica en una fuerza, cumplió múltiples motivos y les sirvió bien a los estudiantes en las primeras etapas de su resistencia. Fue a través de la palabra que constantemente se revitalizó la legitimidad de aquel liderato polifónico en sus ya legendarios plenos. Fue a través de la palabra, en las reiteradas asambleas ahora sustituidas de jure por la soledad del voto electrónico, que se procuró consolidar sus mayorías. Fue a través de los puntuales diálogos coreografiados cual actualizados coros griegos, que se dirigieron al país en momentos coyunturales para convencerlos de la razonabilidad de sus argumentos y de la naturaleza misma de sus reclamos, incomprensibles para muchos ajenos a la dinámica universitaria. Fue a través de los diálogos sostenidos con decenas de funcionarios que probaron, vez tras vez, que como buenos estudiantes habían hecho su asignación y que no faltaban lasexigidas propuestas que avalaran su protesta; porque en este país para protestar no basta con que la necesidad expresada sea legítima, hay que poder desmontar en pedacitos la posición del adversario que te ningunea.
Todo este poder de la palabra, en el cual algunos queremos ver aún la semilla de la que germinarán nuevas exigencias de participación y reformulación de prácticas y políticas institucionales y nacionales –eso que la Policía y la Junta de Síndicos denuncian como anarquía– ha sido sistemáticamente disminuido por los cuerpos directivos universitarios, la Legislatura del país y la mal llamada Corte Suprema. Como aval a las moratorias en el Recinto de Río Piedras a prácticamente todo tipo de actividad colectiva, tenemos la decisión del desprestigiado foro judicial en Puerta de Tierra que define la «huelga» como un modo de expresión estudiantil ilegítimo. Aún sin estrenar tenemos nuevos delitos por entorpecer actividades educativas, definidas como las que ocurren paradigmáticamente dentro de un salón de clases. Toda esta madeja judicial nos sorprende por malévola y también por confiada. Es sorprendente el grado de confianza que tiene la clase gobernante del país en la eficacia punitiva del Derecho cuando de limitar la expresión y la asociación ciudadana se trata. Resulta sorprendente si se toman en consideración, por un lado, la desconfianza de la población general en la eficacia de las estrategias legales y, por el otro, la ineficiencia excusada del mismo aparato judicial para esclarecer y enjuiciar delitos comunes. Amordazar parece ser muchísimo más sencillo que investigar el asesinato de un niño que duerme en su cama. Y, también, de un modo muy perverso más rentable políticamente.
Sin embargo, no son sólo los invisibles hilos del Derecho y los reglamentos la única estrategia con la que se ha neutralizado la eficacia de la palabra como fuerza. La parodia, la condescendencia, la superficialidad de aquellos llamados a ser interlocutores del movimiento estudiantil –esas mismas cualidades que Bernard Williams le atribuye a Calicles como interlocutor de Sócrates en el Gorgias– han diezmado la capacidad de seducción racional que el movimiento estudiantil desplegó durante la primera etapa de este conflicto. Si algo aprendió el liderato estudiantil tras concluir la «primera» huelga es que sólo ellos(as) querían hablar en serio. Por consiguiente, en esta segunda ronda y a pesar de todos los nuevos obstáculos, había que comenzar por interesar al otro en hablar con ellos o con cualquier otro intermediario de fiar. Pocas cosas han resultado más difíciles.
Los interlocutores del movimiento estudiantil no son el Calicles de Platón. Son muchísimo peores. Ni han demostrado su sofisticación argumentativa, ni su capacidad para mantener la conversación, ni tampoco un mínimo de coherencia retórica, a juzgar por las expresiones con las que el Gobernador ha despachado su decisión de ordenar la salida de la Policía: «su lugar es la calle». Ese destello de sentido común se torna incomprensible en sus labios. Más de una idea tendrán en común estos personajes incoherentes con el célebre Calicles, ese anti-Sócrates ficticio imaginado por Platón. Por ejemplo, es Calicles quien argumenta contra Sócrates una posición que bien podría atribuírsele al filósofo de «such is life»: que la justicia debe basarse en la fuerza y que ésta confiere a los fuertes derechos de los que deben carecer los más débiles. Sin embargo, es penoso además de inútil dignificar con las referencias clásicas a interlocutores tan mediocres. Prefiero circunscribirme a los gestos públicos ignorando sus poquísimos contenidos, llamar la atención a la parodia de conversación que tanto irrita a la filosofía porque la emascula, porque la lleva a situaciones de enervante inutilidad como la que nos ha traído hasta aquí, colocándonos a todos a merced de otras fuerzas llamadas brutas. Ese gesto mínimo, una explicación incoherente, una mirada perdida en el medio de un encuentro, un labio apretado o fruncido, cualquier minucia que trasluzca la inutilidad a priori del diálogo fija infranqueables límites a la filosofía. Inutiliza la fuerza de las palabras. Desmonta, con su displicencia, cualquier argumento. Nos descubre vulnerables a un otro que no va a arriesgar susceptibilidad alguna. Nos muestra el inquietante rostro de algún Calicles.
No nos faltan gestos tenues o contundentes que revelen ese contumaz hermetismo del espíritu que se ha resistido a oír ciertas razones aunque luego se las apropie, o que abiertamente reniega del diálogo que fuera consecuente con la decisión tomada. No hacen falta testimonios ni memorias, pero por si acaso, repasemos algunos brevísimos pasos tragicómicos. Y me salto, por justificadísimas presiones del editor, los más recientes e inexplicables.
II
El secretario de Estado, Kenneth McClintock, con algo más que una pizca de picardía y condescendencia nos intentó engatusar a todos con la expectativa de una negociación navideña, una especie de gesto de buena voluntad en medio del malogrado invento publicitario de las Navifest 2010. La condescendencia del Secretario, sus buenas intenciones, si se quiere, pronto pareció convertirse en mal disimulado miedo cuando tras un par de reuniones salió tartamudeando que se veían mal aspectadas todas las propuestas estudiantiles, que las comunicaría (fútilmente) al Gobernador y que dejaría en manos del Presidente y los presidentes de los Consejos Estudiantiles cualquier otro esfuerzo comunicativo. Por su parte, el presidente del Comité de Hacienda del Senado, Toñito Silva, mostró más diversión que condescendencia con aquellos jóvenes estudiantes que, según palabras reseñadas en la prensa, habían traído a su oficina más destrezas y documentos sobre las finanzas universitarias que los altos funcionarios de la presidencia. La admiración no bastó para que, al igual que el Secretario de Estado, se apresurara a dejarlos solos y se los encomendase a un asesor de marras que los entretuvo como pudo un ratito y que, a diferencia del Secretario de Estado, seguro olvidó ofrecerles café o galletitas.
El presidente José Ramón de la Torre, excluido de un importante diálogo en La Fortaleza sobre el futuro de la Universidad, decide acoger por «variadas» razones la petición que le hiciera personalmente la Presidenta Nacional de la APPU y el Presidente de la HEEND para que solicite al Superintendente de la Policía la salida de dicho cuerpo del Recinto de Río Piedras. Este es el mismo desconcertante señor que en trece meses en su cargo pasó de simpático abuelito que firmaba acuerdos en servilletas manchadas de pizza y que amenazaba con que le daba «algo» cada vez que le cambiaban los números del déficit, a enemigo acérrimo e incansable de la comunidad universitaria, dispuesto a cambiar la amenaza del síncope senil por otra cuyo fantasma no nos abandona: la de cerrar el Recinto lo mismo «tres semanas que tres meses». De cualquier modo, ahora resulta que esa petición no fue acogida en el seno de un diálogo íntimo, como tampoco tuvo en el tiempo previsto la consecuencia estipulada según los poderes del solicitante. Produjo, a lo sumo, un incesante balbuceo en los medios sobre si, en efecto, el Presidente había renunciado o fue despedido y si contestaba las llamadas o conservaba los afectos de su lugarteniente político, la señora Presidenta de la Junta de Síndicos.
Hasta ahí mi recuento del Calicles venido a menos. Invito al lector(a) a enriquecer la lista y expresar libremente otras exasperaciones. Ahora bien, si sorprende la credulidad de los gobernantes en la eficacia del Derecho como estrategia efectiva de gobernabilidad a través de la amenaza constante y la ejecutoria errática del castigo, sorprende igualmente el afán de la comunidad universitaria en seguir hablando con tales seres. Hablar entre nosotros nos hace una falta enorme: para fortalecer lazos, construir solidaridades, cultivar confianzas, catar caracteres y afinar estrategias ante amenazas crecientes y comunes. ¿Pero por qué insistir en hablar con quienes tantas veces han revelado con sus gestos la inutilidad del diálogo?
El amoral, el que no comparte los entendidos básicos de la comunidad a la que pertenece y descarta sin más las normas de presentación de prueba y de convivencia que la rigen, es una figura que siempre ha perturbado a la filosofía. La pobre cree que tiene que convencerle, que su poder de seducción se mide contra aquél que se declara ajeno a sus estrategias. La filosofía termina por ser víctima de sus desproporcionadas aspiraciones universalistas y redentoras de las que a estas alturas tan bien advertida se encuentra. Parlanchina, parece no darse cuenta de cuánta dignidad encierra a veces el silencio, de cuánta determinación puede cimentarse en el que decide no gastar sus energías en palabras devaluadas por los acontecimientos.
Mientras resulten indescifrables las palabras, contundentes los gestos e impredecibles las acciones hablemos mucho sí, pero por lo bajo. Construyamos con el silencio una complicidad nuestra que nos impida otras complicidades, que por un momento siquiera desconcierte, que nos permita escuchar de antemano el más leve rumor sobre la hierba.