Cuando un amigo se va…
….empieza el alma a vibrar…
Cuando la conciencia se aviva en el ser, el entretejido de las palabras cobra un cariz de estrellas y providencias, de esas que continúan alumbrando las noches bien oscuras, de esas que tintinan hasta en la espuma del mar, de esas que se prenden del pecho interno cuando nos des-cubrimos ante el ojo y la mirada amiga.
Así es, y ¿qué mayor conciencia aquella que sienta su presencia cuando nos percatamos de quiénes y por qué son nuestros amigos? Ocurre, a veces, cuando ya no están, ocurre cuando echamos mano de los recuerdos, de las evocaciones, y los transmutamos en el crisol del sentir-palabra, cuando nuestras vasijas se llenan de esa luz interna que disipa la duda y nos brinda la certeza; ocurre, casi siempre, cuando una voz amiga nos extiende su mano, nos hace parir (alumbrar) lo que llevamos adentro y nos punza el alma mayéuticamente, como buen Sócrates, para dejar salir esa palabra que se convierte en nueva en la propia fragua interna; ocurre cuando otra voz amiga nos bendice el trayecto del proyecto. Ocurre, a veces, cuando descubrimos algo y nos descubrimos.
Hablo aquí, luego hablo de otros dos, de dos amigos, tiernos y queridos, a quienes hoy luego de 32 años y de 30 años los reconozco como tales: mi madre, Julieta Leonor Alvarado Lozano (Caracas, Venezuela 1980) y mi padre, Roberto Muñoz MacCormick (Santurce, Puerto Rico 1978). Escribiendo estas memorias, organizando trazos y trechos de mi vida, reviviendo sus alcores y llanuras, emerge de la propia escritura la generosidad de estos dos seres que supieron ser “mi otro yo” (Aristóteles y Cicerón), que me dieron sin esperar nada a cambio, que dijeron siempre presente en los momentos en que más lo necesitaba, en los momentos en que los “compañeros” de los ’70 estaban haciendo y resolviendo sus vidas, en los momentos en que creía que ya las fuerzas se habían ido y no podía continuar en el espectáculo del diario vivir, en los momentos en que me creí que ya había dejado el mundo de los vivos, en los momentos en que no me reconocía.
Mis dos progenitores, no me cabe duda, tuvieron una misión inmensa, un compromiso contraído entre almas, quizás, en los tiempos atemporales, una tarea que requirió de ellos olvidarse de ¡tanto! para entregarse a quererme, cuidarme, protegerme, desde una distancia muy lejana para que mi terquedad, mi contumacia egoísta, no los alejara de mis pasos y pudieran, al menos, estar cerca. Igual compromiso tuvo la hermana de mi madre, Rosario Alvarado Lozano (QEPD), mi madrina de bautismo, hace algunos años cuando pasé “la salsa y el guayacán” (vamos a decirlo así y vamos a dejarlo ahí); los angelitos guardianes siempre han estado cerca. Quizás reúna en un libro las memorias de los ’80, los ’90, y de la primera década del siglo XXI, y allí el lector conocerá por qué esa expresión de “la salsa y el guayacán”.
El 20 de diciembre de 1974 tuve un accidente de carro, “el accidente”: en el cual murió el director de Claridad de ese entonces, Raúl González Cruz (QEPD), miembro de la Comisión Política de esa colectividad. Literalmente morí en el Hospital Metropolitano y del estado de inconciencia (coma) en que me había sumido pasé a un nuevo estado: me despegué de mi cuerpo para volver a entrar con un grito y ver a mi madre velando mi inconciencia. Así desperté. “Me despegué” de mi cuerpo, en una traslación astral, vi mi cuerpo desde arriba, desde el techo, lo vi yaciendo en la cama y entré a él; estas palabras indican que desde ese momento supe que lo que soy no es mi cuerpo, habito en él, es útil, es lo que me permite hacer y moverme, mas no soy ello. Mi madre estuvo conmigo ese momento que entendió sin mucha explicación. Así como estuvo conmigo cuando las investigaciones difíciles que me asignaban en el periódico, -y que yo gustosa y a veces ingenua e inconscientemente aceptaba-, comenzaban a coger un vuelo en el cual yo me podía convertir en un blanco de alguien, -hacía periodismo investigativo-, estaba allí esperando en casa a que yo llegara, me tendiera a su lado sin decir palabra, y ella, imagino, a susurrar con su voz interior las peticiones de mi bienestar y de mi vuelta a mí misma, a reconocerme, a quererme, a darme valía.
Siempre dijo presente y, además, se movió, con la fuerza y firmeza que siempre la caracterizaron, a las esferas políticas para conversar con ellos, conversaciones que nunca supe, ni ella me lo dijo, ni nadie en el PSP o en Claridad, pero sí sé que ocurrieron por trocitos de información que fueron saliendo por las ranuras del lenguaje de ella y otros. El día del accidente, -despertada en la sima por el trinar de un pajarito-, subí más de 400 pies a pesar del retumbe del látigo de las malezas, de los hundimientos a cada paso en el lodo y el fango de la ladera, del recuerdo de las imágenes de despertarme y de ver el carro FIAT al revés, y de levantarme y caminar un trecho para asistir al director de Claridad en su proceso de transición, lo mejor que pude y sin saber; al llegar al tope, y mientras llegaba, estaba llena de ramalazos de golpes en el cuerpo y azotes en el alma, y con mucho miedo, mas con valor, y viva, no como Raúl cuyo cuerpo permaneció en el precipicio hasta que lo subieron; luego de esperar en la carretera a que pasara alguien, pasó un trabajador de la finca de mi padre quien milagrosamente me reconoció (no me veía hacía más de 20 años), y a quien le pedí que me llevara a mi casa, donde mi madre, llorando, me esperaba en la puerta de entrada con las llaves en la mano: sabía, pues en la noche me había pedido, con las lágrimas en los ojos, que no saliera. Y la terquedad, la contumacia que en esos tiempos me caracterizaban, pudo más. No entendía, no entendí, y la vida me ha hecho entender, como en su momento nos hace entender a cada uno; los efectos de mis causas me han hecho entender a fuerza de porrazos pero también de versos y con amigos. Y, hoy sé que tenía que vivir esa instancia, fui “galopando mi destino” esa noche cuando salí de casa. Me tenía que enfrentar a esa instancia que me bordó el mapa de Puerto Rico, con ácido de batería en mi espalda, que me rajó la cabeza, que me mantuvo ciega por algunos días, que me quitó el movimiento de las piernas por otros, que me signó por un tiempo, pero que a la misma vez me dio la oportunidad de recibir tanta generosidad y cariño de tanta gente buena, de tantos lugares y regiones de esta Isla, quienes supieron desbrozar la maleza del significante de una experiencia e ir por los entresijos para ver. El rostro y las lágrimas de mi padre, sentado en una butaca al lado de mi cama, y las lágrimas de mi madre al recibirme después del accidente, son lágrimas que hoy han logrado que me haya dado cuenta de su amistad, tan fervorosamente estudiada por mí en los libros para mi tesis doctoral, tan cuidadosamente cultivada con algunos seres humanos que hoy son mis amigos, pero nunca pude verla en mis padres, a quienes hoy, viviendo en mi corazón, honro con otras lágrimas de fina congoja y de alegría. ¡La escritura! ¡Los amigos!
¿Cómo sobreviví? La presencia de mis padres junto a mí en el Hospital Metropolitano, la presencia de los compañeros de la colectividad que se mantenían en los pasillos, algunos amores de siempre, y las afectuosas llamadas casi diarias de monseñor Antulio Parrilla Bonilla (QEPD) para darme ánimo para vivir con su voz, con su palabra, con su razón y con su sentir, todo ello matizado de un gigante corazón; y, ¡claro!, mi sobrevivencia también tuvo que ver con el código genético (algo de estoicismo hay por allí) que me legaron mis progenitores y parte de la disciplina y voluntad con que me educaron las monjas y cuyos ejemplos siempre vi en las mujeres de mi familia materna. El accidente fue un 20 de diciembre (1974), sin terminar las terapias quise salir del Hospital antes de tiempo para ir a la actividad de Eugenio María de Hostos en Mayagüez el 11 de enero; al entrar a la cafetería a tomarme una pastilla explota una bomba y me vuelvo a herir, esta vez con cristales y en las piernas. Quedé aturdida pero seguí caminando, salí entre los cristales a pedir ayuda y creo que levantarme a tomar la pastilla me salvó de un ramalazo más grave. Luego de esas dos instancias, ¿qué hice?: regresé a trabajar al periódico que dirigía Ramón Arbona (QEPD) y quien me recibió haciendo gala de sus conocimientos de psicólogo: me recibió bien, y comencé un tramo de vida y de trabajo que culminó el día de las elecciones de 1976 cuando renuncié a Claridad y al PSP, a pesar de que “nadie renuncia a un partido revolucionario”, según me dijo un dirigente político, a lo cual le respondía, sin cuestionar lo que decía: “pues seré la primera”.
Gracias Luce, gracias Héctor; la primera me adelantó la experiencia “curativa y profunda” de este proyecto, -y este segmento es su puntal-, y Héctor, hoy lunes 6 de septiembre (hace casi 4 meses, pues “hoy” es lunes 3 de enero, y martes 4 y miércoles 5, y domingo 16), me punzó el alma mayéuticamente. Ambas, voces amigas que me extienden sus manos y aunque Luce y Héctor aparecen en otras canciones de este tararear en clave, su presencia aquí, junto a mis padres, alegrará a los amigos que también me guían hoy desde el corazón: mi madre y mi padre.
Gracias, amigos todos, por leerme, aquí inscrita.
* Última de las 18 viñetas que componen Tarareando en clave el son de los 70