Demoliciones
Los padres de mi abuela paterna vivían en Punta Brava, en un rancho de cuartitos arrimados a un espacio común en forma de tren. El arrabal colindaba con el fuerte Henry Barracks. La prostitución tuvo que ser uno de los oficios del barrio, razón suficiente para que en asuntos de moral me sienta poco inclinada a tirar piedras al tejado ajeno. Cerca había una fábrica de cigarros donde trabajaban despalilladoras, oficio del que es posible extraer cierta distinción. Pero en Cayey, mi pueblo, hay bochorno de esos orígenes. Se evoca el pasado por las ramas de sus tipos pintorescos e inofensivos –Sombrillita, Mariano– como si la oscuridad pudiera blanquearse con el silencio.
Mis abuelos subieron unos peldaños. Él era chofer de un oficial de la base militar. Ella alquilaba partes de casa en un inmueble de la Avenida Industrial. La casita donde vivían tenía un jardín polvoriento sembrado de begonias y hortensias y le daba la espalda a otra barriada, Vieques. De Vieques quedan en pie unas pocas casas y alguna fachada, como en los sets de Hollywood o las ruinas bombardeadas de Dresden. También hay estructuras vacías, expropiadas por el Gobierno Municipal, tanto en Vieques como en la otrora pretenciosa Avenida Industrial. Son moradas marcadas, entre ellas la casa donde viví mis primeros años (la clínica donde nací desapareció antes, en uno de tantos momentos de arrasa y vámonos).
El barrio de Vieques azuzaba nuestra peor parte -la arrogancia de quien ha subido unos peldaños- sin dejar de ser una comarca fascinante, con sus laberintos resbalosos de musgo, el puentecito “veneciano” sobre la quebrada y en los bajos de casa la residencia de la espiritista Josefa. El eco de las radionovelas se confundía con el hervor de las habichuelas mientras las planchadoras sudaban la gota gorda. Cuando atajábamos por la barriada para llegar a un descampado donde había un parquecito con columpios, no faltaban los saludos amables, ni la visión de una manera propia de practicar la jardinería en brotes de yerba bruja y geranios sembrados en latas. Después supe de un viequense ilustre, el director de orquesta César Concepción, pero entonces el ilustre era abuelo. Cuando la quebrada crecía arrastraba de todo. Bajadas las aguas dulces el viejo se metía en la corriente armado con botas de goma y una escoba y barría la resaca como san Martín de Porres los pisos de su convento.
Don Federico y doña Chita vivían en una de las “casas nobles” del pueblo, encumbrada frente a la nuestra. Me regalaron El guardián de la salud, un libro con láminas horrendas a todo color, de senos cancerosos y piernas llagadas.
San Cristóbal fue otra barriada cayeyana arrasada por las expropiaciones. Ahí vivió una tía llamada Carmen Alsina, de mesa generosa e imagen de san Agapito con vaso de agua sobre el dintel.
Hace unos años trabajé en un proyecto del municipio de Cayey: la preparación de un plan para una casa del cuento y de la historia cayeyana. Mientras acumulaba archivos se derrumbaban barrios. Desconfío de la visión salubrista del arrabal. Los estudios serios de planificación del pasado medio siglo consignan los desatinos del “urban renewal” urdido por planificadores de escritorio y empresarios sin peso, pero con muchos pesos. Sin embargo, no le presté demasiada atención al asunto y entregué mi proyecto mientras se derrumbaban “los arrabales” cuyo origen documentábamos.
La demolición de los centros urbanos ha pasado sin pena ni gloria impulsada por los intereses económicos de unos pocos en complicidad con el desinterés o la impotencia de los más. Sin pensar en la automutilación, en lo que se deja atrás; algo que no viaja bien, una obsesión profunda del animal desarraigado que somos.
Pero no todos se van, no siempre.
Resistencias
Algo resistente tienen esas parcelas con sus cuarenta casas dispuestas en hilera en la calle Benigno Fernández García, frente al residencial público Luis Muñoz Morales. Figuran en el plan de expropiaciones del municipio. En lugar de las parcelas se pretende construir un boulevard de media milla de largo entre la carretera 1 y la calle Lucía Vázquez. Según los vecinos, cada día se incluyen más casas, al punto de que se verán afectadas más de 200.
Don Luis Rodríguez cuenta que la comunidad se fundó en 1943, -él tenía once años- cuando varios vecinos recibieron parcelas de hasta 1,000 metros cuadrados en usufructo para que “hicieran sus casitas y sembraran frutos menores”. Entonces el sector se llamaba Parcelas Nueva Guinea. Había un camino de tierra que formaba parte del paseo diario de Ramón Frade, quien pintaba al aire libre en los alrededores del pueblo, no muy lejos del descampado de los columpios. Los vecinos sembraban café y frutos menores para suplementar la escasez del racionamiento impuesto durante la Segunda Guerra Mundial y vender el excedente. Después de la guerra siguió progresando la comunidad, empezaron a mejorar las casas, “con unas tablitas más y un poquito de cemento armado” tan resistente que todavía hoy da trabajo colgar un cuadro en esas paredes. Los vecinos tienen títulos de propiedad. Se los otorgó el gobernador Ferré por un dólar en 1972.
Ricardo Burgos ha vivido 58 años en la comunidad, desde el día de su nacimiento. Carmen Nogueras vivía, en su niñez, en una casa de madera que compartían 18 personas y que poco a poco fueron ampliando. Empezaron a construir la cocina, la sala, los cuartos y los baños, porque al principio había letrinas y duchas exteriores. Así fueron creciendo con el país, reflejando en el espacio de su barrio la historia del país.
Edna Vázquez y su esposo le han hecho mejoras a la casa que era de sus padres; mejoras pensadas para vivir hasta que se mueran. “Y de pronto venir a decirnos que serán destruidas, así porque sí, con los árboles frutales, un verdadero bosque que van a tumbar para sembrar cemento”.
Alguien comenta que quienes piensan que derrumbando comunidades se mejora la calidad de vida no valoran la familia extendida que significa la comunidad. Para Aixa León, la lucha de la comunidad Fernández García y Carrasquillo se enfrenta a un huracán que pretende arrasarlo todo. Recogiendo el sentir de los vecinos, afirma que es carencia de visión creer que una comunidad es un grupo de casas: “Lo que se pierde cuando desmiembran estos lugares es lo que aporta una comunidad dándole vida al pueblo. El centro del pueblo ya es un desierto. Tendrá muchas carreteras y entradas, pero no comunidades. Ahora mismo el comercio está hundido. La continuidad arquitectónica se ha perdido. Nuestro proyecto es mantener esta comunidad, porque la comunidad le sirve a Puerto Rico. Esto es un bien común”.
Qué es un lugar histórico
Quien silencia sus traumas acabará olvidando lo que pasó hace unas horas. Aplicará tecnologías inadecuadas, escalas descabelladas y estéticas disparatadas. Soñará proyectos faraónicos. Levantará molinos de viento donde no sopla el viento, devastará llanos agrícolas para edificar las cien moradas de Walmart y urbanizaciones con campos de golf deshabitados. Aniquilará vecindarios para construir una vía de cuatro carriles que desembocarán de inmediato, como quien despierta de una corta pesadilla futurista, en las calles estrechas de un pueblito de antes.
Pero la memoria es resistente a los expolios. Sobrevive en el oído y en la piel, en el desasosiego del animal desorientado que somos. La designación de sitios históricos valora los lugares apreciados por sus habitantes. A juzgar por ese singular criterio, las parcelas de la avenida Fernández García tienen valor histórico, es decir, actual, o lo que es igual: perdurable.
Por lo pronto, los vecinos organizarán una serie de vigilias en manifestación de protesta. Las mismas comenzarán el 24 de mayo, en la plaza pública de Cayey, de la que se decía que bastaba pisarla para no olvidarla. La página en Facebook del grupo es: Comunidad Fernández García de Cayey.