Espacios públicos: los grandes ausentes
De alguna manera, esta conversación anticipó uno de mis intereses dentro de la planificación territorial: la provisión de parques y otros espacios públicos en el entorno urbano. Sin embargo, gran parte de la población (incluido mi amigo) no le da gran importancia a los efectos de la planificación en la vida cotidiana y, en el caso que aquí me ocupa, a la existencia de espacios públicos y de elementos de la naturaleza en las urbes. Tampoco se toma en cuenta cómo la presencia o ausencia de este tipo de lugar influye en la calidad de vida de los ciudadanos a nivel individual y colectivo, así como en las esferas de lo público y lo privado. Me temo que esta falta de entendimiento no es totalmente responsabilidad de la población. A los entes gubernamentales concernidos y a los profesionales que ejercen esta disciplina les corresponde un mea culpa por los errores, las omisiones y los incumplimientos.
Desde que comenzaron a congregarse grandes cantidades de personas en torno a un espacio común y definido, hasta el concepto de ciudad que conocemos hoy, se han desarrollado diversas propuestas urbanísticas. Entre ellas, ha habido altas y bajas en cuanto a la integración de espacios públicos. Por ejemplo, éstos fueron particularmente rezagados entre los años 30 y 70 del siglo XX, tendencia que según muchos urbanistas y planificadores está directamente atada a la ubicuidad del carro y al desparrame hacia la periferia1. Afortunadamente, desde el último cuarto del siglo XX, muchas ciudades consideradas vanguardistas han dirigido esfuerzos y recursos para preservar, recuperar y crear espacios públicos como parte del conjunto de dotaciones que contribuye a que aquellas sean entornos más humanos, habitables y funcionales para sus pobladores.
Es lamentable que nuestras zonas urbanas —salvo contadas y honrosas excepciones— sufran de una tremenda carencia de estos bienes públicos. Sin embargo, algunas de estas maravillosas excepciones plantean una serie de cuestionamientos de tipo social debido a que están ubicadas en zonas turísticas y de clase económicamente privilegiadas, como sucede con los espacios públicos ubicados en la zona de Condado. Por otro lado, también existen espacios ubicados en áreas encapsuladas, delimitados por verjas o expresos, y cuyos accesos están prácticamente restringidos a la llegada en carro. ¿Se puede pensar en un lugar más aislado y autocontenido que el Parque Central de San Juan? Sólo pensemos en su homónimo (no necesariamente homólogo) de la Gran Manzana.
En un país como el nuestro, de recursos económicos y territoriales limitados, la provisión de espacios públicos podría verse apenas como un lujo, del cual hemos prescindido sin aspavientos en nuestra historia moderna. Más aún, en una época de grandes dificultades económicas, la insuficiencia de espacios públicos en la urbe es un asunto que pierde importancia ante otros problemas apremiantes. No obstante, esta escasez contribuye al rezago social, cultural y económico de las ciudades, los entes que llevan el peso de la competitividad y de la globalización en el siglo XXI. Aquí recordamos a Jane Jacobs quien hace más de cuatro décadas ya había planteado la tesis de que las ciudades —no las naciones— eran la fuerza detrás del desarrollo económico2. Por otra parte, esta fragilidad urbana se suma a otras que desfavorecen la inversión extranjera y que socavan la actividad comercial y turística. En el ámbito social, esta ausencia contribuye al deterioro de la calidad de vida de los individuos, al aumento de ambientes urbanos hostiles y poco atractivos, y al menoscabo de las relaciones sociales que contribuyen a crear consensos, sentido de pertenencia a un colectivo y desarrollo comunitario.
Colocar en su justa perspectiva la relevancia del espacio de encuentro social en la ciudad para el bienestar y la calidad de vida de sus habitantes y del colectivo es un fin en sí mismo. Legitimar la integración de los espacios públicos como parte de la planificación integral del suelo (cuando esta finalmente exista en nuestro país) es el ideal. Establecer la valía de estos espacios en términos sociales, ambientales, económicos y urbanísticos es el primer obstáculo a superar.
Un poco de historia
A finales del siglo XIX, comenzaron a surgir en Estados Unidos —nuestro más cercano referente— movimientos urbanistas que han influido en la provisión de espacios públicos y verdes dentro del modelo de la ciudad actual. Hay que salvaguardar el hecho de que en el Viejo Mundo, ya varios siglos antes, existían grandes extensiones de terreno utilizadas para el retiro y la contemplación de las clases privilegiadas, que posteriormente pasaron a ser lugares públicos.
De vuelta a América, precursores como Frederick Law Olmsted, y otros inspirados por él, tuvieron la oportunidad de diseñar lugares como el Central Park de Nueva York y el Golden Gate Park de San Francisco, hoy por hoy joyas invaluables de esas ciudades. Para los visionarios que impulsaron la creación de los parques, éstos no eran simplemente un lujo. Serían oasis de descanso y recreo, no sólo para las clases pudientes, sino para todos los residentes, particularmente para aquellos que no tenían los recursos necesarios para escapar de vez en cuando del bullicio de la ciudad. Además, sabían que de esta manera estarían contribuyendo a la calidad de vida de generaciones de estadounidenses.
Pero había que hablar de dólares y centavos. Era necesario justificar y obtener la aprobación para la adquisición de las tierras. Así, Olmsted arguyó que el aumento en el valor de las propiedades adyacentes produciría las contribuciones suficientes para pagar el parque. Y no se equivocó: para 1864 (cinco años después de la apertura oficial del parque), Olmsted documentó un ingreso neto en contribuciones de $55,880 sobre lo que la ciudad pagaba en intereses por la tierra y las mejoras al parque. Para 1873, el parque (cuyo costo ya rondaba los $14 millones) ya era responsable por la recaudación de $5.24 millones en impuestos anuales3. ¿Cuánto se recaudará en estos tiempos en que los bienes inmuebles de la ciudad neoyorquina son de los más caros del mundo? Entonces, no es de extrañar que el Central Park haya establecido los estándares de otros parques en Estados Unidos. La visión de Olmsted —quien tiene a su haber el diseñado de múltiples parques y espacios públicos— sobrepasaba la existencia de un gran parque. Defendió la misión de crear un sistema de espacios libres y verdes como un elemento básico en la ordenación de la ciudad.
Mientras tanto, en Europa se gestaban movimientos similares. El concepto de «ciudad verde» del francés Federico Le Play; el Plan de Ensanche de Barcelona, de Ildefonso Cerdá, que abogaba por la provisión de espacios públicos; la «ciudad lineal» del español Arturio Soria y Mata, que proponía una trama verde lineal, un sistema de espacios libres peatonales y ciudades-jardín en zonas residenciales; y los sanitary greens del austriaco Camillo Sitte eran algunas de las propuestas del movimiento urbanista del siglo XIX que privilegiaban los espacios públicos y las áreas verdes como elementos esenciales que debían formar parte de la ciudad.
Ya en el siglo XX, aunque se siguió reconociendo la relevancia de los espacios públicos en los modelos urbanos, éstos no se incorporaban en el planeamiento integral de la ciudad. Hubo que esperar a que el mismo proceso de urbanización mostrara la necesidad de conservar y proveer este tipo de lugar como parte de la planificación del uso del suelo. El primer paradigma clásico del siglo, y uno de los más conocidos, fue la ciudad-jardín o Garden City del
inglés Ebenezer Howard. Aunque este modelo supuso un tipo de desparrame urbano (entidades urbanas satélites conectadas a un centro), lo que concierne aquí es que dio especial énfasis a los espacios abiertos, jardines y parques públicos. Este concepto evolucionó hasta llegar a los Greenbelt Towns, del estadounidense Clarence Stein, quien por primera vez utilizó el concepto de «trama verde» para referirse a la necesidad de crear un continuo de espacios libres y una red de senderos peatonales extendidos por la ciudad y segregados del tráfico de vehículos. La siguiente propuesta notable, que influyó grandemente en el diseño urbano estadounidense a lo largo del siglo XX, fue el Radiant City de Le Corbusier. Este arquitecto propuso concentrar edificaciones en grandes bloques geométricos para dejar disponible una gran reserva de zonas verdes y espacios de recreo.4 Aunque este modelo ha recibido numerosas críticas, nos refiere nuevamente al papel vital que se le asignó a los espacios públicos y abiertos dentro de la planificación urbana. Ya a partir de mediados del siglo XX, la historia nos plantea un escenario que nos es más familiar: el aumento de desarrollos suburbanos que se reservaron para sí grandes cantidades de terreno, lo que comenzó un marcado énfasis en el espacio privado y la consecuente indiferencia por el espacio público.
Y aterrizamos en Puerto Rico
Si bien para las épocas descritas en este breve repaso histórico, Puerto Rico contaba con algunas zonas verdes y espacios públicos en la zona de San Juan y otras regiones urbanas, estos esfuerzos no eran parte de una planeación sistemática de espacios abiertos ni de la implantación de teorías urbanas como sucedía en ciudades de Europa y Estados Unidos. Sin embargo, es precisamente para 1956 —época en que se desencadena el desarrollo suburbano desorganizado— que sale a la luz el Plan Regional del Área Metropolitana de San Juan del arquitecto y urbanista Eduardo Barañano, diseñado para la Junta de Planificación de Puerto Rico. Este documento aludía a que «el hombre necesita diferentes clases de espacios abiertos para su recreación física, su equilibrio mental y las necesidades de una vida social y espiritual bien balanceada». Barañano añade: «Las áreas de parques, que son tan necesarias para balancear las altas densidades de las zonas residenciales y que proveen con espacios libres tan necesarios en la masa urbana no sólo para propósitos recreativos sino para dar a su población un contacto íntimo con la naturaleza, son muy escasas en el Área. En efecto, parques y áreas usadas como parques alcanzan solamente a 540 acres o sea 1.08% del área total».5
Para atajar la «situación de una casi absoluta inexistencia de áreas recreativas», Barañano recomendó la creación de un Sistema Comprensivo de Espacios Abiertos que incluiría un sistema metropolitano y un sistema local de parques, franjas verdes y otras áreas de recreación pasiva. Este sistema proponía aumentar de 540 acres (1.08% del área total) del espacio recreativo inventariado entonces a 5,200 acres (10% del área total). Esto representaba un índice de 10 acres por cada 1,000 personas, anticipando que en dos décadas disminuiría a 5.2 acres por cada 1,000 personas debido al aumento poblacional proyectado. Más específicamente, el Plan recomendaba 12 parques de ciudad, de aproximadamente 30 acres cada uno que, igualmente, debían cubrir las necesidades de la población creciente por al menos dos décadas, hasta 1975.6 Precisamente de esto se trata la planificación, de plantearse el futuro deseado y de llevar a cabo los procesos necesarios para alcanzarlo.
Posiblemente, Barañano se enfrentó a la disyuntiva de establecer la cantidad adecuada de espacio público para el área metropolitana de San Juan. Aunque parece haber tomado en cuenta datos de otras zonas —como Washington y Montevideo— evidentemente fue necesario ajustar la cantidad y la localización de los espacios recreativos pues cada ciudad tiene sus particularidades físicas (topografía, extensión, clima), poblacionales y económicas. La intención de establecer esa cantidad idónea ha llevado a estudiosos del urbanismo a hacer diversas propuestas. Por ejemplo, el planificador urbano Alexander Garvin comenta que los defensores de los parques abogan por un estándar de 10 acres/1000 personas, lo que equivale a 40 metros cuadrados por habitante.7 Por su parte, el arquitecto urbanista Luis Rodríguez-Avial ha recomendado recopilar estadísticas sobre la cantidad de espacio verde en diversas ciudades. Así menciona que, a partir de los datos recogidos en 16 ciudades, se puede establecer que el promedio es de 15% de zonas verdes en superficies urbanas.8 Sin embargo, al igual que sucede en otros asuntos, el principio de la calidad puede ser más importante que el de la cantidad.
Siempre habrá quien arguya que el Plan Regional de Barañano tenía sus fallas o una buena dosis de idealismo. También se podrían presentar argumentos que intenten justificar la escasez de espacios públicos y recreativos en nuestros entornos urbanos. No obstante, la tentación de culpar al idealismo o a la limitación territorial se esfuma ante la apabullante apatía en torno a nuestra carencia de este tipo de bien público necesario para el bienestar individual y el desarrollo del civismo. En este punto, tal vez muchos nos hacemos la misma pregunta: a casi seis décadas de haberse planteado esta necesidad y de haberse presentado esta y otras propuestas, ¿por qué insistimos en la indiferencia?
La historia y las experiencias de otras ciudades revelan el verdadero valor del espacio público como un componente central de la vida de los individuos y de la sociedad. Tanto es así que la presencia de estos espacios se ha convertido en un importante indicador para evaluar la calidad de vida en las urbes. Por el contrario, en la Isla no hemos comprendido el significado del espacio público como el escenario que le da sentido a la vida urbana y en el que el ser humano es el actor principal.
- Gehl, J. (2002). Nuevos espacios urbanos. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, SA. [↩]
- Jacobs, J. (1969). The Economy of Cities. New York: Vintage. [↩]
- Lerner, S. y Poole, W. (1999). The Economic Benefits of Parks and Open Space. San Francisco, CA: The Trust for Public Land. [↩]
- Trancik, R. (1986). Finding Lost Space, Theories of Urban Design. New York: Van Nostrand Reinhold Company. [↩]
- Barañano, E. (1956). Plan regional del Área Metropolitana de San Juan. PR: Junta de Planificación (pp. 22-23) [↩]
- Barañano, E. (1956). Plan regional del Área Metropolitana de San Juan. PR: Junta de Planificación (pp. 29,32, 54-55). [↩]
- Garvin, A. (1996). The American City: What Works, What Doesn’t. New York: McGraw-Hill. [↩]
- Rodríguez-Avial, L. (1982). Zonas verdes y espacios libres en la ciudad. Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local. [↩]