Ir por todas
La sangre llueve siempre boca arriba,
hacia el cielo.
Y las heridas suenan, igual que caracolas.
–Miguel Hernández
I
Lo esencial de la política es poder establecer claramente la distinción entre los amigos y los enemigos. Lo decía Carl Schmitt, un jurista nazi del que desconfiaba la misma GESTAPO. Establecer esta diferencia, argumentaba Schmitt, es lo que distingue la política de cualquier otra empresa humana. En el mercado hay competidores y clientes. En la vida moral hay individuos inmorales, algunos amorales y mucha gente de buena fe que se esfuerza como una en darle al otro lo que merecen. En el arte hay de todo —artistas, críticos, curadores, coleccionistas— con diferentes gustos y estilos. En la religión fieles e infieles. En la política, insiste Schmitt, solo amigos y enemigos.Distinguir los unos de los otros parecería cosa sencilla, pero no lo es. Schmitt no está hablando de la amistad como un fenómeno personal, de simpatías mutuas y un mínimo de chispa lúdica. El amigo político puede resultarnos personalmente desagradable, pero quiere y se esfuerza por la misma vida colectiva que una ansía. El amigo personal puede querer algo diametralmente opuesto para todos y estar, desgarradoramente, del lado de los enemigos. Las conveniencias que se tratan de obtener manteniendo el mayor grado de ambigüedad sobre lo que se desea para todos o lo que se cree nos dificulta el saber quién es quién y dónde está cada cual. Quizás por ello sea tan difícil identificar a los amigos. Se aligera la tarea si se hace como los nazis y se traza una frontera que resulta visible, entre los blancos arios y todos los demás; o como Trump, entre los rubios nórdicos y los que venimos de países de mierda; o como hacemos por aquí y nos quedamos siempre en el mismo sitio: entre populares y penepés. Es más difícil que mirar el tono de piel, que pedir un pasaporte o que preguntar cómo se votó en unas elecciones lo que hace falta para dar con la gente que quiere lo que una, o para dar, al menos, con la que no tiene objeción en querer junto a una lo que ellos puedan querer.
Chantal Mouffe, junto a Ernesto Laclau, trató de resolver este problema de cómo demarcar políticamente entre amigos y enemigos. Recogieron el guante que les lanzó Schmitt desde su lado de la historia sabiendo que era inmoral e improcedente políticamente distinguir a cada bando por una cualidad sustantiva. Las demarcaciones políticas, para que lo sean y no repliquen las sinuosas líneas del prejuicio y el discrimen, no pueden depender de una característica para validar el lugar político de alguien en el mundo. Ni ser blanco, negros, mujer, hombre, rico o pobre, bueno o malo marca el lugar que ha de ocuparse en el espectro político. Con esto rompen con el marxismo al no hacer del antagonismo entre el capital y el proletariado el antagonismo base. No por ello reniegan del análisis de clases que desarrolló Marx —quién podría—ni rechazan lo que resulta evidente: las relaciones económicas son el lugar de múltiples antagonismos. Solo reconocen que no son las únicas y que no tiene privilegio alguno en las demarcaciones antagónicas que requiere lo político. Para Mouffe y Laclau tampoco bastan las ideas que alguien crea tener o cuan claras las tenga. Mouffe parte de la premisa que en las sociedades pluralistas, como aspiran a ser todas las sociedades modernas, cada persona alberga múltiples identidades, tanto en el ámbito público como en el privado. No tengo que repasar la lista, siempre inconclusa, de todo lo que somos, pero si hiciera falta se refieren a que somos vecinas de alguna comarca, funcionarias de alguna oficina, trabajadoras de alguna empresa, cuentapropistas, cisgénero o trans, heteronormativas o queer, con tal o cual preferencia sexual, de algún color, sin dinero o sin preocupación alguna por la bolsa o el banco. En fin, que cada uno de nosotros es una legión. Laclau y Mouffe propusieron que no partiéramos de un credo, ni de una cualidad, sino de aquello que nos falta para entender la naturaleza del antagonismo político. Esto es, hay que reconfigurar el bando de los amigos en función de lo que no está y se demanda, y no de lo que ya muy bien tengamos o podamos ser. No sé si fue a Mouffe o a Laclau, o a ambos en su conversación, pero el hecho es que se les ocurrió que no hay nada más potente para demarcar el espacio político de lo común —o el bando de los amigos—que lo que no tenemos, que lo que no está, que lo que cada cual experimenta como falta. Desde esa carencia, que es distinta en cada una, pero es igual en tanto hueco, ausencia o necesidad, podemos encontrar la amistad política.
II
Hace unos días me encontré a una amiga trotando en el lugar que solemos ir a ejercitarnos, a respirar aire fresco, a ver el atardecer. Ella trota. Yo camino. Compartimos nuestra condición de exiliadas de una magnífica pista que tiene nuestro pequeño municipio. La pista está todavía allí, más o menos intacta, pero el alcalde decidió cerrarla algunas semanas después de María. El papelito que nos entregaron una tarde decía así:
Departamento de Recreación y Deporte
Estimado/a caminante:
El Cuerpo de Ingenieros de FEMA nos notifica que dos torres de la pista […] representan peligro de caerse en cualquier momento. Por su seguridad, estaremos cerrando las facilidades de la pista […], hasta nuevo aviso.
Le exhortamos a que utilice los predios del complejo para ejercitarse.
Gracias.
La Administración Municipal
La amiga que trota se mudó a una calle contigua, los equipos de fútbol que practicaban en el campo que conformaba el centro de la pista desaparecieron, y una docena de caminantes ahora nos conformamos con circunvalar la pista cerrada con sus dos postes en peligro. Al alcalde no parece habérsele ocurrido que los postes pueden caerse hacia fuera de la pista, representando igual peligro para los transeúntes en los alrededores. Le basta con haber dado una orden. Lo veo satisfecho con la solución, listo para pensar en otra cosa. Mi amiga no circunvala. Solo sube y baja repetidamente una calle. Cansada de subir y bajar por la misma calle decidió escribirle una carta al alcalde clausurante en un estilo propio de un educado viejito japonés. Así de comedida, respetuosa y formal era para los estándares caribeños y para la frustración que contenía. La firmamos todas las almas que aún deambulamos por allí. Mi amiga iba a entregarla personalmente en el municipio. Por supuesto, que el alcalde la recibió, contestó inmediatamente su carta y llamó a una asamblea a la comunidad de caminantes desterrados y a todos los vecinos interesados en las instalaciones deportivas del municipio con el único fin de encontrar una pronta solución a la demanda de todos. Nada que ver. El alcalde de nuestro municipio no está para el problema de dos postes. Aunque es uno de dos alcaldes que puede agradecer que sus pueblos estén cien por ciento energizados, no le ha dado el ánimo, o el dinero o la imaginación para el piccolo problema de dos postes que ni se tambalean ni se caen. Tampoco está para contestar una carta suscrita por varias páginas de firmas.
A mí, más que el exilio a caminar en los predios llenos de árboles caídos, ramas amontonadas, yerbas sin cortar y caca de caballos, lo que me ofende es la huevonería plañidera de la administración. Ahora resulta que la ubicua FEMA se añade a sí misma como otra capa de gobierno entre el inoperante que siempre conocimos, y la muy cruel y despilfarradora novedosa instancia que constituye la Junta de Control Fiscal. Y todavía hay quien habla por aquí de ¡democracia! Un ingeniero desconocido de esta nueva instrumentalidad invisible advierte de un peligro que parecería les toca remediar y como remedio provisional se cierra un espacio del mundo. Como dice la canción “¡Afuera! ¡Pa’la calle! ¡Tíralos pa’ bajo que son un peligro arriba!” No necesitamos, me digo, esta lección constante que nos da el alcalde en indefensión introyectada. Ni hay necesidad alguna de abrazar otro duelo sin que alguien dé explicaciones, rindiéndonos al criterio de un experto que no se compromete con nada. El cerrar una facilidad deportiva por dos torres de luminarias es como clausurar un consultorio médico por dos butacas. Bastaría con sacarlas, ¿no? ¿Qué no hay grúas? Pues todos sabemos dónde guardan las de las brigadas que trabajan restaurando la electricidad de los pueblos vecinos. ¿Qué no están para eso? Pues averigüemos entre todos quién sí está. Un amigo ocurrente que también camina por esos predios cavilaba en voz alta el otro día que si los postes estaban tan y tan frágiles para representar un peligro inminente a la vida, quizás lo único que precisábamos es de sogas largas para tirar en la misma dirección. Nos reunimos con su ocurrencia y le celebramos su voluntad.
La última vez que vi a mi amiga trotando me aseguró jadeante que iba a entrar, que la última vuelta ese día la daba en la pista. Le gritó a todo el mundo que por allí se ejercitaba, que se uniesen a su gesto de reclamo. Se nos unieron unas señoras que no conocemos. Entramos. Mi amiga, sin saberlo, había seguido el orden de los acontecimientos en los ejemplos que Laclau gustaba dar para explicar cómo podía demarcarse la frontera entre los amigos y los enemigos. Alguien articula una carencia como demanda, la expresa y la gestiona públicamente con el respaldo de otros que la hacen suya. La demanda yace ahí desentendida. En la medida en que mi amiga persista en su demanda y otros se le sumen a sus reclamos, a su gestión y a su desafío, nos haremos amigos en un sentido político. En la medida en que nos encontremos con algunos de los muchos que están solos con sus demandas, podremos construir una amistad hecha de deseos. Del lado opuesto están los desentendidos. Los que no es con ellos. Los del NO a flor de labios.
III
Mis amigas, aunque no lo sepan, son todas las sin techo, las sin paredes, las sin agua, las sin luz, las sin suficiente comida para el día o para el mes, las sin aire limpio, las sin seguridad, las sin trabajo remunerado, las sin garantías en su pensión, las sin pensión, las que no tienen o tendrán acceso a escuelas o universidades, las sin parques, las sin playas, las sin tiempo para sí, las sin un futuro en el que en envejecer junto a sus hijas. Me falta encontrarme con muchas de ellas en los lugares que ellas se encuentran con las otras. De unas pocas que gestionan alguna falta compartida sé casi a diario. Aunque todavía tenga alguna de las cosas que a otras les falta nos une a todas el sin: sin apoyo, sin respuestas, sin un presente reconocible, sin el futuro que vislumbramos. Cuando coincidamos todas, como ya ellas lo vienen haciendo, juntando lo que no tienen con lo que las demás tampoco encuentran, podremos demandarlo todo de una sola vez con fuerza. Ese encuentro demarcará una amistad política que considero, de antemano, invencible. No se tratará de encontrarnos para gestionar con mayor diligencia —eso ya lo hacemos— sino de un encuentro para decidir que hay que hacerse de cada cuota de poder que quede por ahí repartida de modo que no vayamos sin tanto de lo que nos hace falta.
Esa amistad que está construyéndose, la que se hilvana a base de las múltiples carencias y las gestiones para subsanarlas, tiene que irse contando aunque sea en voz bien baja. Algún día se escuchará por todas las emisoras de radio de nuestro país algo más que la avalancha de números rojos con los que la Junta nos agrede seguida de la letanía de números negros que nunca se materializan y con los que intenta justificarse el Estado. Acallando a tanto número que nos lanzan se oirán las voces de mis amigas. Una multitud llenas de deseos. El único país que aspiro es al que ellas claman. El único país capaz de ajustar cuentas con cualquier Estado, sin importar su tamaño o su sordera, es ese que saldrá de sus mismísimas entrañas.
No hace falta otra propuesta ni otra proclama, ni otra mesa de sesudos señores que buscan ponernos a todos de acuerdo con otra carta de buenos deseos y mejores intenciones. Lo que exige este modo de política ante tantos desahucios, grandes y chiquititos, es comenzar una amistad desde lo que el otro no tiene. Y asegurarle que no debe ser tal, que en efecto la desidia de la institucionalidad que lo ignora es injustificada, cuando no ha llegado a ser claramente criminal. Si además de ese reconocimiento básico estamos disponibles para poner del lado del desamparo el cuerpo, los recursos personales y el tiempo que nunca sobra, entonces iremos construyendo algo más que una amistad en el sentido que Mouffe valora. Iremos construyendo un bien político que nos hace una falta enorme. Iremos construyendo confianza. Sin ese ejercicio de encontrarse con el otro y reconocer lo que precisa, lo que añora, lo que le duele y compartir con él lo que precisamos, lo que también nos duele y añoramos, no hay consenso que valga. De la confianza que nace de la vulnerabilidad compartida saldrán, sin embargo, todos los acuerdos que podamos ir necesitando. Decían hoy en la radio los compañeros del Barrio Mariana de Humacao que en el país hay que hacer una política con más corazón. Tienen toda la razón del mundo.
No sé tampoco si Mouffe o Laclau reconocieron alguna vez que su propuesta de construir el bando de los amigos desde la carencia es un modo muy femenino de ver y hacer política. Parte del reconocimiento mutuo de la vulnerabilidad. No constituye un llamado a los fuertes para que agarren un fusil, si no el encuentro entre los que arriman un hombro en qué apoyarse porque reconocen que aquí cojeamos todos.
IV
Si una da con los amigos, no es tan difícil identificar a los enemigos. Son todos los que nos desvalijan o hicieron muy poco por protegernos. Añada usted a la lista los que seguro falten. Encabezan la mía en estos tiempos pos María los sinvergüenzas que se refugiaron en el COE y dejaron a los demás al descampado, los que vendieron nuestra necesidad al mejor postor, los que llegaron a husmear qué oportunidades conseguían, los que les abrieron las puertas, los que al día de hoy los siguen encubriendo sin denunciarlos en alguna plaza pública. Están también los que se negaban a abrir las escuelas que otras acondicionaron, los que se pusieron a improvisar el modo de atender una catástrofe, fracasaron estrepitosamente y no han sido quiénes para ofrecer siquiera disculpas. Los que piensan que los valores se enseñan con comiquitas caras y no con sencillos actos cotidianos, como el de asegurarse de que cada niño y niña a su cargo institucional tenga todo lo que necesita para aprender en medio de circunstancias tan difíciles; lo que incluye, por supuesto, a un adulto atento y comprensivo. Coloco en el bando de los enemigos a todos los que no nos ven aunque no paran de mostrarnos en sus presentaciones de negocios; los que silban ante el miedo de los viejos que ven amenazadas sus pensiones porque una partida de desgraciados hipotecó al país y también les exilió a los hijos; los que no ven la angustia de las 90,000 familias que tienen su hipoteca en atraso o la de los que aún miran desolados las ruinas de sus hogares o negocios. Los enemigos son los que se desentienden del reclamo colectivo de auditar una deuda cada vez más odiosa para que podamos salir de toda duda sobre quiénes más son nuestros enemigos; los que proponen dejar fuera de sus salones a miles de universitarios bien fuera porque les aumentan la matrícula o le cierran sus recintos; los que miran el mapa del país como una amplia oportunidad de negocios, un predio verde que colinda con dos mares, lleno de cuerpos dóciles acostumbrados a cobrar barato por cada esfuerzo y a pagar caro cualquier servicio. Los enemigos son todos los que no vieron el dolor ni pudieron siquiera sumar nuestros muertos.
A mis amigas les falta algo (sí, además de algún tornillo), pero desde antes del huracán no paran, y desde entonces duermen menos. Desde el lugar que cada cual ocupa, el debate entre qué favorecer —la escala modesta, pero efectiva de la autogestión comunitaria o las defensas institucionales versus la necesidad de plantarse en la zona yerma de los proyectos de país— es un falso dilema. Muchas de ellas saben que están pivoteando un nuevo país desde todos los lugares en los que atienden una falta. Atienden todos los días una herida abierta. Si ha de resurgir un país será de sus destrozos. No es un proyecto futuro el que construyen. Son nuevos brazos y nuevas piernas en la carne talada, en el decir de Miguel Hernández. Han colocado todos los dedos de sus manos en los huecos de los diques que sostenían nuestra sociedad. Desde allí nos lanzan a todos los carentes un llamado urgente de amistad. No es caridad lo que gestionan. Es justicia en su mínima expresión. Y van por todas. Estamos advertidos.