La señora ciega o la dama de la antorcha
¿Por qué un escrito de hace treinta años me provoca publicarlo ahora? Le debo a la amiga Vivian Auffant el rescate del texto “La señora ciega o la dama de la antorcha” que apareció en la desaparecida revista Puerto Rico Ilustrado del periódico El Mundo que ella recuerda y me solicita copiar para una de sus clases.
No lo había leído desde entonces y al releerlo me pareció pertinente a estos tiempos cuando se legisla a puerta cerrada y lejos de nuestra mirada algo tan importante como el Código Civil. No es que considere lo escrito una visión profética de nuestro aciago presente, más bien es otra confirmación de que, aunque el tiempo pasa, nuestros males siguen siendo los mismos, cuando no, peores.
Tengo el gusto de presentarles a nuestros lectores estas dos emblemáticas féminas que todavía luchan con espada y antorcha contra toda desesperanza.
a Nilita Vientos Gastón, mujer letrada
No sé por qué siempre he confundido la Libertad con la Justicia. En los libros que ojeaba de niño, en las enciclopedias, en mitos y leyendas ambas mujeres de granito o mármol de algún modo se mezclaban en una sola imagen memorable.Son los atributos de ambas los que se me confunden. Nunca sé bien cuál de ellas porta la antorcha o blande la espada. La balanza, ¿en qué mano está? ¿Será la izquierda o la derecha? ¿Y cómo sabe dónde descargar la espada, encender el fuego, iluminar las tinieblas o dar testimonio del balance exacto, si está ciega? O lo que es igual, mirando pa’lejos.
Entendía, sí, que ambas eran hermosas y griegas, de una sola pieza descolorida, duras, frías e inconmovibles. La verticalidad les restaba movimiento; la autoridad, ternura. El semblante heroico tiene algo de inapelable. El perfil helénico, una eternidad difícil de casar con lo errante de nuestro paso, los múltiples escorzos de una humanidad asaltada por la duda, guiada por la búsqueda. Las vislumbraba lejos; justamente las distinguía en la olímpica altura de su origen, en el inaccesible nicho que le destinaran los hombres. Todavía veo a la Libertad ciega y a la Justicia incendiaria.
Es posible que sean hermanas que jugando intercambiaron sus peligrosos juguetes. Recuerdo oír cuando niño los nombres de las hijas de Santiago Iglesias y llegué a conocer algunas de ellas que portaban del mejor modo posible nombres tan ponderados como Libertad, Fraternidad, Igualdad, Justicia, Victoria, América, Paz y Luz. No eran muy comunes esos nombres en ese tiempo y mucho menos ahora. Quizás por eso quedé tan impresionado por los nombres y las señoras que a ellos respondían.
Fue para esos días que vi y oí por primera vez a esos señores, y ahora señoras también, llamados abogados, tan enterados de lo que dicen unos libros que parecen enciclopedias de letras y números de nunca acabar como guías telefónicas de todas las ciudades del mundo en un solo idioma indescifrable.
Entonces estos señores muy serios vestían de blanco y negro como si ya en el atuendo comenzaran a discriminar lo bueno de lo malo, lo justo de lo arbitrario, la inocencia del crimen, la esclavitud de la libertad. Muchos de ellos eran poetas y no pocos políticos. Licenciado y letrado, vate y líder eran términos tan intercambiables como la antorcha y la espada en nuestras damas tutelares.
Llevaban corbata o lazo y muchos de ellos pañuelos doblados en cinco puntas salidas del bolsillo de la chaqueta como una estrella asomada. Los había elegantes, de clavel en el ojal de la solapa y bastón de ébano con empuñadura de plata. Ninguno caminaba sin sombrero, y si bien la Justicia permanecía con los ojos vendados, los más de ellos usaban espejuelos, no sé si por miopía o astigmatismo.
Gustaban los letrados de las letras, acariciando el verbo con acentuado sabor, dándole continuidad al pensamiento con el gesto grandilocuente, la pisada firme, el porte teatral. Cuando la mirada de un abogado se perdía en el espacio, sabíamos que andaba o más bien sobrevolaba el celeste imperio a la caza de la palabra esquiva, la imagen profética, el numen preciso.
En aquellos tiempos ser abogado estaba en boga, siendo las otras dos alternativas ilustres el ser médico o ingeniero. Las demás profesiones u oficios eran opciones secundarias por honrosas que fueran, pues la santísima Trinidad constituida en Trío Los Panchos cantaba como nadie el bolero nacional. De ellos la primera voz sin duda siempre fue el licenciado del Trío. Paladín de la justicia, defensor de los menesterosos, adalid de la libertad, sus títulos le reclamaban dar el brindis de la bendición desde el bautismo del primogénito al baile de quinceañera, desde el himeneo en catedral al adiós postrero en el antiguo Cementerio de San Juan.
Si el médico cuidaba del cuerpo mortal y el ingeniero construía un cuerpo mayor para que éste lo habitara, era el jurista el que mantenía erecta le Torre de Babel del derecho isleño, maridaje nada sencillo de herencias de Nabucodonozor, Códigos Romanos y Napoleónicos, Cartas Magnas y Leyes Comunes nada comunes en nuestros lares.
El ojo por ojo y el diente por diente sufrían adaptaciones congénitas al habeas corpus. A certiorari se fue el ipso facto dejando de lado el ad hominem. El corpus delicti se viste de galas bilingües para mejor ostentar sus partes en cortes terrenales y celestiales. Las de tierra, limitadas por ser isla, rodeada mare nostrum largamente enajenado. Las del cielo, por señalar hacia arriba los magistrados con dedo índice de autoridad y deferencia al ente superior que rige la corte federada et pluribus unum cual cola de cometa en raudo vuelo con dirección norte.
En el principio todos los notarios eran notorios. También los había tenorios, costumbre que sobrevive en nuestros tiempos. La báscula Judicial en oro de ley observaba la regla dorada que era detectada inmediatamente por su brillo a pesar de oscuras jurisprudencias y objeciones denegadas. Vuestro Honor y el de todos nosotros se defendía con luto riguroso y puño puntilloso. Las arengas unían en el ejercicio del verbo barroco los tres poderes gubernamentales con filibusterismos en ambas cámaras legislativas, severas instrucciones e informes finales al jurado y memoranda inmemorial del más alto ejecutivo del territorio isleño.
Reinaba la palabra bajo la ley del imperio. El derecho a la libertad bajo palabra era celosamente custodiado antes, mucho antes del advenimiento del grillete electrónico y el hacinamiento carcelario. Se daba la palabra como quien otorga un bien, el más preciado y las más veces el único.
La señora ciega velaba por los desamparados. La dama de la antorcha encendía sus reclamos. De los testigos e veces tan sólo queda el testamento. De los jueces su enjuiciamiento. Del jurado su juramento. Mociones y alegatos llueven a la inversa como si la tierra fuera el cielo y los legajos antes caligrafiados y ahora «faxeados» ascienden e los celestiales confines de le justicia superior en busca del juicio final.
Veredictos veredes. Vericuetos y veredas del camino real nos llevan por proceso largo y oscuro de consultas en cámara, apartes “off the record”, arreglos fuera de corte, aplazamientos, emplazamientos y financiamientos. Los finados y confinados conservan su derecho inalienable de apelación cuando ye queda muy poco por pelar. El templo de las leyes es también mausoleo de la justicia.
La Libertad tiene apellidos. Ora es Libertad Condicionada, Asociada o Federada. Se me olvidaba: la Libertad carga el libro sagrado abrazado a su pecho de amazona. Lo guarda para sí lejos de las llamas amenazantes, escudo letrado que a su vez la defiende.
Creo que bajo su larga túnica la Libertad anda descalza. Debía decir más bien que está descalza y detenida por orden judicial y arresto domiciliario en Ferris Island. Lleva un siglo allí parada y su mirada velada en una ocasión por la bandera boricua, ha sido testigo de cargo del cruce allende los mares de más de millón de nuestros compatriotas, primero en vapor y luego a todo vapor, en enormes pájaros de acero. De Puerto Rico a Manhattan los botamos y ahora pretendemos impedirles votar por el destino de su país de origen como castigo inmerecido a nuestro pecado original.
La Libertad es monumental y hueca. Regalo de los franceses con motivo del centenario de la Independencia de la nación norteamericana, la estatua de bronce se fundió utilizando la técnica de cera perdida y sus gigantescas proporciones encubren un esqueleto cavernoso por donde los turistas ascienden a contemplar las estrellas. La mirada de la Libertad es verde por la pátina del tiempo y su bronceado corazón late acampanado contra el peplo cuidadosamente plisado. No se ha movido un ápice en un siglo; su alta dignidad no se lo permite.
En cambio la Justicia anda errante y a tropezones sin siquiera un lazarillo que se apiade de ella. Tiene vocación peregrina la Justicia y memoria elegíaca. Recuerda todos sus fracasos con obsesivo dolor. Conoce el nombre y apellido de cada inocente encarcelado, cada criminal exonerado, cada apelación pendiente de su túnica raída. Se quita la venda de vez en cuando y entonces su mirada es enceguecedora; caen fulminados alguaciles y magistrados, fiscales y jurados provocando nuevos proyectos de ley en proceso acelerado, enmiendas constitucionales, sesiones legislativas extraordinarias, “referéndums”, plebiscitos y asambleas reconstituyentes.
La vendan nuevamente y entonces desciende la espada justiciera y corta por lo sano, que lo podrido es ya carroña de guaraguaos y auras tiñosas. El prado reverdece. La Libertad y la Justicia se yerguen en el monte Olimpo. Es difícil distinguir una de la otra, ambas tan serias y decididas. Las dos señoras no se pueden ver. Como dije antes, una está ciega y la otra mira pa’ lejos.