Lecciones sobre el teatro de los niños de Brooklyn
Hace dos años trabajo en Brooklyn enseñando talleres híbridos de teatro y artes visuales. Mis estudiantes tienen entre cuatro y ocho años. Dado el alto nivel de creatividad y propensión acelerada a la imaginación, el trabajo consiste en establecerles un canal por el cual puedan dejarse ir creativamente. Se les facilita unos materiales, se les da unos pies forzados y se les hace partícipes de una estructura flexible de trabajo concreto.
Casos difíciles he tenido: una niña que se negó a hablar por tres meses, un niño que no entendía nada de inglés o español salvo la palabra “tren”, una niña que se creía gato, un niño que temía al ruido de las aspiradoras, una niña obsesionada con ponys que oía voces en su cabeza, niños que sangran por la nariz, niños con niveles de autismo que ven fantasmas, niños excesivamente tímidos, niños excesivamente hiperactivos.
A pesar de estos casos complicados que requieren una atención peculiar (¿terapia?) puedo afirmar que la tarea resulta placentera y que más que enseñarles sobre el teatro –práctica artística que a esa edad temprana parece serles nata– ellos han sido un laboratorio increíble para entender nociones sustanciales de las artes escénicas.
Aquí resumo unas cuantas a manera de observación personal y sin pretensión de ser exhaustivo:
La ficción es parte integral de la realidad
La ficción no es la mentira ni un mundo separado. La ficción es omnipresente. Responde a la vida, a los sucesos cotidianos y extraordinarios. Toda dinámica humana tiene unas capas necesarias de ficción aunque luego le pongamos velos a la fantasía como sugiere Slavoj Sizek. Lo que ocurre en la “realidad” y aquello que sucede en la ficción esta íntimamente ligado. Es un diálogo constante de asimilación y transferencia. Los niños borran la frontera entre estos dominios. No la necesitan porque hay un entendimiento inconsciente de los puentes que unen ambos mundos. Ellos son delirantes porque adquirir lenguaje es adquirir ficción. El juego es la expresión más pura de ello, es un ejercicio de dramaturgia: se escogen unos personajes, unas acciones a ejecutar y muchas veces unos diálogos a decir. Se procesan traumas y alegrías. Siempre es un “estar” en el mundo, una de miles de posibilidades. Jugar es el verbo que más les gusta y el que los mantiene saludables. El teatro foro de Augusto Boal proponía de la misma forma el juego y la creación de ficciones insertadas en la vida cotidiana para elaborar una realidad distinta para el oprimido.
El distanciamiento es importante y necesario
Significa romper momentáneamente el juego o la fantasía con tal de suplir unas necesidades básicas: comer, ir al baño, beber agua, trasladarse a otro espacio o reunirse con los padres nuevamente. Esta ruptura no es dolorosa porque solo es temporera. Representa una pausa con la cual se adquiere energía para los productos mentales subsiguientes, se reflexiona de manera ligera sobre lo vivido y se elaboran nuevos materiales imaginativos. Bertolt Brecht propone lo mismo salvo, que en vez de comerse la merienda, los actores se detienen para hacer preguntas críticas a la audiencia y demarcar una agenda política.
Búsqueda de estados extáticos, caos y catarsis
No importa en qué sociedad, las raíces del teatro surgieron de ceremonias religiosas en las cuales el clan se unía para entrar juntos a unos estados extáticos o de comunión con la divinidad. Ya inmersos, la colectividad pasa por un periodo de desenfreno gozoso o caos hasta llegar a un punto cúspide o catarsis que lleva inevitablemente al descanso. No hay nada que adoren más los niños que una aventura imaginativa intensa en la cual se puedan abandonar y de ahí generar un caos juntos. En estos estados suelen encarnar personajes y alucinar juntos todo tipo de cosas (monstruos, dinosaurios, archi-enemigos y robots). Re-descubrir esa propensión al caos delicioso que tienen los niños es conectar la práctica a las antiguas ceremonias rituales, al cabaret Dadá, a las propuestas de Antonin Artaud o a los “happenings”. Con estos juegos de alta emoción exorcizan sus miedos, vencen sus paranoias, corren, gritan y ríen. Por lo general el juego termina por agotamiento, seguido de un período de silencio y tranquilidad que los sobrecoge.
Regreso al mundo natural
Aunque estos niños están criados en un ambiente urbano, al momento de ofrecerles encarnar algún ser viviente, no pueden evitar decidirse por animales, insectos e incluso plantas. En estas primeras etapas de sociabilidad la otredad no es humana sino natural (no les interesan las diferencias raciales, culturales o de género, son inclusivos). Al hacer de perros, leones o mariposas van generando un conocimiento de la naturaleza y van controlando sus instintos más básicos. Para el niño de ciudad, recrear el mundo natural es una necesidad que le suple mentalmente un espacio de relación con el planeta. Muchas poses de la yoga y de algunos estilos de danza repiten y asumen posturas animales con la misma intención de conexión. Según crecen, los niños van perdiendo este interés y empiezan a imitar a los personajes de la cultura popular, a definir quién es el “otro humano” y bajo qué reglas y vicios se vive en sociedad.
No hay necesidad de “type cast”
Como son inclusivos y la imaginación los desborda, no hay consideraciones de dar un “tipo”. Todo el mundo puede hacer el personaje que se le antoje. El deseo de encarnar el personaje es suficiente. La coherencia es interna. No tienen que explicar nada. Existe entre ellos un respeto grande a esta libertad. New York y sus crueles castings son el opuesto a esta manera de ser en el arte.
El héroe soy yo en la ficción
Luego de un período de animales, dinosaurios y flores se empiezan a colar otras figuras en su imaginario: superhéroes, magos y princesas. De acuerdo con la información pop que estén recibiendo (televisión, cine, Internet, videojuegos), se identifican con un personaje y se deciden a convertirse en él en los constantes momentos de ficción/juego. A veces logran que los vistan de acuerdo a esa figura o ellos mismos crean su propia versión del disfraz con la primera prenda de ropa que encuentran. No importa cual hayan elegido Batman, Superman, Harry Potter, Sleeping Beauty, Princesa Kiki, Lily Frambuesa o Stormy Pony todos responden al mismo arquetipo de héroe o heroína. Son personajes con aventureros, superdotados y en control. Se convierten en alter-egos de los niños. Sin embargo, la fascinación es por la fachada ya que en realidad no se adentran demasiado en las complejidades sicológicas de estos héroes o en las narrativas que los acompañan. Ser el héroe significa tener un nuevo nombre que a todos gusta y la llave para la representación exitosa de sí mismos. Quieren encajar en el mundo y a lo grande. La construcción del ego es de evidente corte épico.
La ciudad de Nueva York se vanagloria de ser la capital teatral del mundo. Aunque es motivo de otro análisis, puedo afirmar que predomina una práctica mercantilista del teatro. Con esto no niego que se hayan encontrado formas rápidas y eficientes de generar producciones. Pero sin duda, la inmediatez a ritmo de fábrica es la norma incluso dentro de los ámbitos off, off, off Broadway. Es difícil reflexionar con esta concepción del tiempo. Dentro de estas formas de creación se pueden perder de perspectiva aspectos y dinámicas intrínsecas que el teatro ha permitido gestar durante toda su larga historia y que el corillo infantil agraciadamente permite acceder.
No me gusta pensar la educación como una relación jerárquica. Se trata, después de todo, de un compartir humano; en la medida en que permitamos una relación de intercambio, el aprendizaje ocurre tanto en el estudiante como en el maestro. De la misma manera en que impartimos unos ejercicios y parámetros, me parece importante identificar e incorporar el conocimiento que subrepticiamente nos pasan.