March for Our Lives y el derecho a defender la alegría
March for Our Lives se celebró en tiempo relámpago, desde el último episodio en el que un adolescente, criatura de una sociedad violenta, sin razón alguna, entró a la escuela Parkland en Florida, con la intención de matar a la mayor cantidad posible de sus excompañeros, llevándose prematuramente la vida de 17 jóvenes. Desde la tragedia en la elemental Sandy Hook en el año 2013, han ocurrido sobre 60 ataques en escuelas estadounidenses en los que han muerto estudiantes a causa de disparos.
Enseguida, la prensa estadounidense – a pesar del hambre de los ratings – pausó su cobertura del escándalo del presidente con una artista porno y volcó su atención frágil para discutir la necesidad de una reforma de armas de fuego.
Como resultado, los estudiantes han comenzado a consolidar poderosamente el discurso de la regulación de armas en Estados Unidos, con la frase “el derecho a la vida antes que las armas”. Es una contra-narrativa coherente para enfrentar la idea de que armarse hasta los dientes es un derecho constitucional intocable. En especial desde la determinación en District of Columbia v. Heller, donde el Tribunal Supremo Federal determinó que, bajo la conocida Segunda Enmienda de su Constitución, existe un derecho fundamental individual a poseer armas de fuego.
Además de haber llegado a la portada de la revista TIME, los estudiantes lograron abrir la puerta – usualmente cerrada en los medios tradicionales – para dar a conocer la historia de jóvenes negras y negros que como resultado de la violencia armada mueren a diario, sin causar titulares, ni marchas. Naomi Wadler, una niña de 11 años, en una oración resumió contundentemente el asunto de la invisibilización de las muertes de minorías en Estados Unidos:
“For far too long, these names, these black girls and women have been just numbers. I am here to say never again for those girls too. I am here to say that everyone should value those girls too.”
Al igual que sucede con los sectores de minoría en Estados Unidos, Puerto Rico no está exento de la invisibilización de las muertes violentas a causa de las armas. Sobre todo, porque la mayoría de los que mueren a balazos son los más pobres del país. Recuerdo la historia de una niña que murió a metrallazos en el residencial Luis Lloréns Torres. Su historia no llegó ni a una portada, su muerte fue tratada como cualquier titular, a centímetros de algún anuncio de calentadores solares o de una tienda de ropa por departamento. Nunca supe su nombre. Con un: “se informó que la menor de 14 años murió de un balazo en la cabeza”, quedó la noticia. Nunca nos comunicaron si era estudiante de honor o había abandonado la escuela, si sus padres eran empleados o desempleados, si tenía padre o madre, o si quería ser astronauta.
Cuando se asesina a una persona que pertenece a los sectores más vulnerables del país, nada nos dice la prensa de su perfil, prefieren informarnos si tenía récord criminal con la frase lapidaria “tenía antecedentes penales”, como para hacernos pensar que tal vez la víctima merecía el balazo. A esos se refería Wadler, a los marginados del país cuyas muertes solo son estadísticas (los que llegan) y no la pérdida de una futura líder del mundo. Muy distinto es el trato mediático cuando jóvenes de círculos más privilegiados son víctimas de la violencia armada.
Nuestra juventud, tan talentosa como la que participó en esa marcha, se está matando entre sí con la facilidad con la que se prende un fósforo. Son niños con ametralladoras los que se ordenan a velar cientos de puntos de drogas del país, a cambio, en ocasiones, de un par de zapatos Nike. Según ha reportado el Centro de Periodismo Investigativo, los jóvenes del país son los más vulnerables a morir por un tiro, y entre otras cosas, hay incluso más varones que mujeres en la isla, imaginen.
Pero la cultura violenta a la que se expone nuestra juventud no es solamente una callejera, si no el producto de políticas públicas. A modo de ejemplo, los salarios más bajos y el atentado contra los derechos laborales siguen siendo dirigidos especialmente a los que dedican sus vidas a los niños como: las maestras – que son, en fin, el antídoto de la violencia – terapistas de niños, pediatras, cuidadores de niños, y así por el estilo. Usted menciónelos y los encontrará. El atentado contra ellos es un atentado contra los jóvenes del país.
Aunque la violencia institucional y personal ha llegado a niveles insostenibles, pocas veces se trata el asunto como uno de salud pública. Mejor pedimos más patrullas, más chalecos antibalas, más tasers. Si la criminalidad se eliminara con tanques de guerra ¿cómo puede ser que los delitos violentos en Puerto Rico continúan en aumento a pesar del destaque de policías de diversos estados y hasta militares que se han visto rondar por la isla? Porque más chalecos antibalas no cesan las ganas de las balas.
La respuesta gubernamental ha ido desde la nefasta “mano dura” a limpiarse las manos. Ahora la Administración colonial ha querido importar el seudo-derecho de matar a quien cruza nuestro patio. Esto en un país en donde casi un 80% de las muertes violentas son a causa de armas de fuego. Es más preocupante el discurso que ha acompañado la propuesta, teñido con la desvalorización de la vida, que el juicio sobre las minucias burocráticas para armarse. El remanente de Estado, es decir, lo que queda del país en quiebra y en vías de ser desmantelado propone la entrega del monopolio de la violencia, como lo describiría Max Weber, pero para esgrimirla entre nosotros. Es como decirnos “resuelvan ustedes”.
Entretanto, la violencia institucional queda impune. No hay esfuerzos para detener la venta de influencia, el otorgar contratos a los amigos de partido o la manía de robarnos en general. La obstinación es llevarnos a atender los problemas por nosotros mismos. ¿Cómo más les explicamos a los administradores coloniales que escalarán más nuestras casas para robarnos si no hay trabajo, si continúa la impunidad para los corruptos, si falta tratamiento para los adictos y si nos siguen empobreciendo o amenazando con hacerlo? Los residuos de Estado en proceso de desmantelamiento, siguen empujando con clara violencia institucional a sus ciudadanos a la desesperanza. A cambio contestamos con apatía, con ganas de reírnos o náuseas que amenazan con desembocar en el inmovilismo.
El desmantelamiento, la desorganización institucional, la falta de liderato, la corrupción y la impunidad con la que opera el gobierno en Puerto Rico, es un acto violento también y ha resultado en un aumento en la violencia personal e incluso física entre nosotros. Las políticas gubernamentales son capaces de hacer tanto daño como cualquier arma con gatillo. La solución no es matar a quien cruza nuestro patio, cerrar más escuelas, ni regalárselas a los allegados del partido en turno; tampoco es dejarle el país a los infaustos que administran el país con impunidad. Nos falta un discurso tan coherente como aquel de las vidas antes que las armas, capaz de desembocar en un frente común. Imagino un reclamo a nuestro derecho a la alegría. En palabras del poeta Mario Benedetti, para defenderla “de los ingenuos y los canallas.” Y – añado yo – que desde sus posiciones electas, tanto mal nos van haciendo.