A 51 años de la Revolución de Abril: De claveles en Portugal a la guerra en Angola

Era un día brillante de primavera, el cielo despejado y fresco bendecía el comicio do povo convocado por el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) que ejercía el poder.
En la lejanía se divisaron unos puntos negros en el cielo que fueron agrandándose mientras se escuchaba cada vez más fuerte el cacofónico chás-chás-chás de cinco helicópteros camuflados enfilando vuelo, sin duda, hacia la manifestación.
La placentera brisa primaveral lusitana se interrumpió con heladas ráfagas de viento, la bulla de los helicópteros militares silenció a la multitud que no sabía cómo reaccionar, pero nadie se movió, no cundió el pánico, más bien se apoderó de todos una tensa expectación.
Los amenazantes aparatos descendieron justo a la altura en la que todos pudieron ver cómo se abrían sus compuertas laterales y del interior lanzaban mazos de pequeñas sombritas que empujadas por la ventisca aterrizaban en las gradas.
Un ronco grito colectivo fue descendiendo como una ola desde las alturas del estadio. La multitud recogía las sombritas, las agitaba y deliraba… ¡eran claveles, claveles rojos, miles de claveles rojos que llovían del cielo! La gente se abrazaba y lloraba de alegría… ¡Viva a Revolução Dos Cravos, gritaban frenéticos!
Yo no estuve allí. Esto me lo contó Alejandro Rojas, el chileno con quien compartía oficina en la Unión Internacional de Estudiantes, como preludio a mi reclutamiento para integrar una delegación juvenil que visitaría la aún colonia portuguesa de Angola donde se vivía una situación política confusa y delicada.
A fines del mes de mayo viajamos a Lisboa junto a Patrick Buckley, delegado irlandés quien, más allá de su folclórico nombre, era la negación del estereotipo de esos isleños europeos. Pat era bajito, flaco, de escaso pelo obscuro y no bebía, ni le atraía la joda… Eso sí, era pecoso, muy, muy blanco y demasiado serio para mi gusto.
En la capital portuguesa nos encontramos con nuestro contacto, un dirigente estudiantil angolano barbudo y –para mi sorpresa– casi tan blanco como Pat, cuyo nombre, luego de 30 años, no recuerdo.
Nuestros anfitriones de la resistencia angolana y sus aliados portugueses –comunistas, socialistas y militares de izquierda— nos pusieron al tanto de la muy volátil situación, tanto en la metrópoli, como en sus cada vez menos controlables colonias africanas.
Las guerras en Guinea Bissau/Cabo Verde, Mozambique y Angola estaban detenidas. Oficialmente, el gobierno del MFA se había comprometido a ponerle fin al conflicto armado y al retiro, antes de finalizar el año, de la ocupación colonial portuguesa.
Lisboa en esos días, sudaba revolución. El gobierno militar, apoyado por las fuerzas políticas democráticas, sorteaba todo tipo de amenazas y hacía solo unas semanas habían sofocado un intento de golpe militar de la derecha salazarista que aún permanecía agazapada.
Los jóvenes soldados lusitanos lucían desgarbados, y medio anárquicos, un poco ¨al garete¨ diríamos hoy. La actividad febril en los locales militares me recordaba las crónicas rusas de John Reed y el hormiguero revolucionario que se movía inquieto por Petrogrado en 1917.
Pero esta era una revolución distinta. Comenzó con un movimiento castrense secreto, casi masónico, y se masificó de inmediato en las calles. La señal para iniciar la revolución no fue una furiosa marcha militar sino la transmisión radial de Grandola Vila Morena, un fado melancólico y hermoso que da ganas de llorar.
Los momentos más álgidos de la derrota de la dictadura fueron los asaltos a los cuarteles de la policía secreta, protagonizados por los soldados alzados acompañados por miles de civiles que se rehusaron a permitir que los militares hicieran solos el ajuste de cuentas con los personeros de la dictadura.
Las bocas de los fusiles, tanques y cañones sirvieron de floreros a miles de claveles rojos que la gente espontáneamente colocaba en las armas de las tropas amotinadas, y así quedó para la historia su improvisado y poético nombre, la Revolución de los Claveles.
Luego de un par de días de visitas y reuniones, el contacto angolano, nos dio la noticia de que estaban listos para recibirnos en Luanda, y que participaríamos en las actividades conmemorativas de la fundación de la Juventud del Movimiento Para la Liberación de Angola (J-MPLA).
El aeropuerto de Lisboa era un enjambre de pasajeros que regresaban, tanto del exilio en Europa y América como de las colonias africanas, por lo que las filas de ingreso al país superaban por mucho la de los que íbamos en sentido contrario.
El Boeing 707 de Transportes Aéreos Portugueses con destino a Luanda iba retrasado y casi vacío, algo aparentemente ordinario en esos tiempos. Según un sobrecargo (asistente de vuelo), la tardanza era una característica de TAP y la escasez de pasajeros, en un avión tan grande, obedecía a que ya estaba confirmado su retorno con una ocupación total.
Ya anocheciendo hicimos una breve parada técnica en el aeropuerto de la isla de Cabo Verde por lo que volamos a Luanda ya entrada la noche. Al comenzar las maniobras de aterrizaje, el capitán de la aeronave ordenó que todas las ventanillas fueran cerradas y anunció que apagaría las luces del avión “por razones de seguridad”.
Con candidez le comenté al amigo angolano que “por razones de seguridad”, las luces se deberían prender, no apagar, a lo que respondió que era para evitar ser blanco de un posible ataque de las baterías antiaéreas emplazadas en las cercanías del aeropuerto y que podían estar en manos de fuerzas que se oponían a la declaración de independencia de Angola.
– ¡Qué mejor provocación que derribar un avión de TAP para crear el caos y retrasar la independencia!, continuó especulando, y me sentí mejor informado pero mucho menos tranquilo.
El Boeing continuaría su descenso a oscuras guiándose por las luces de la pista de aterrizaje y prendería sus reflectores una vez las gomas chillaran en tierra angolana en un aterrizaje mucho más placentero de lo que anticipé.
Al cruzar la aduana, todavía custodiada por tropas portuguesas del Gobierno Provisional, nos recibió un grupo de muchachos y muchachas de la JMPLA. Al igual que en Ghana y en nuestro Caribe, los saludos en Angola son sonoros, ¡alborotosos! y siempre van acompañados por risas y carcajadas.
–Ben-vindos como va, o viagem bon, tudo ben?, preguntaban entre apretones de manos, palmadas y presentaciones protocolarias en portugués, que nos traducían al inglés, y no entendía en ninguno de los anteriores.
El que lucía más veterano de los muchachos –y que efectivamente resultaría ser un veterano de la guerrilla del MPLA— se presentó formalmente como presidente de la organización y nos apresuró a dejar los pasillos del aeropuerto para abordar una guaguita pisicorre donde nos apretamos todos y arrancamos escoltados por dos jeeps abarrotados de soldados mal uniformados pero muy bien armados.
Cruzamos Luanda, que estaba a oscuras, con poca iluminación pública y muy poco tránsito. Las carreteras se notaban amplias y bien hechas, las edificaciones lucían robustas y modernas aunque con la tristeza de la penumbra y no sabía por qué, pero se respiraba tensión, tirantez urbana. Parafraseando a Bob Dylan, no había que ser meteorólogo para saber que soplaban tiempos de cambio.
Contrario a Portugal, donde las transformaciones revolucionarias anunciaban el fin de la guerra colonial y tiempos más felices de democracia y libertad, en Angola se vislumbraba con alegría la conquista de la independencia, pero se presagiaba un futuro incierto, cargado de amenazas de guerra civil, divisiones tribales y la temida invasión surafricana.
Con eso en mente y el acompañamiento de esporádicas y lejanas ráfagas de fusil pasamos la primera noche en un parador suburbano de Luanda, territorio donde nos reiteraron que estaríamos seguros.
Como quiera, dormimos con la ropa puesta y el equipaje listo… ¡por si acaso!
(continúa en la próxima edición de 80grados.net)