A propósito de la voluble escalera
«Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a éste plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables».
–Julio CortázarHistorias de Cronopios y de Famas, fragmento de Instrucciones para subir una escalera.
Puede sonar extraño que alguien duerma en una cama que cuelga con cadenas del techo de su piso, y a la cual se accede por una escalera sobre ruedas. Pero el espíritu de pájaro la trajo a instalar su atípico nido en un típico loft newyorkino del bajo Manhattan, donde los espacios habitables son tan reducidos que la gente hace milagros para acomodar su existencia en apartamentos minúsculos de maneras sumamente ingeniosas. Imagino que en Japón ocurre lo mismo. Me parece por su físico que vino del altiplano andino y gusta de las alturas. ¿Tendrá espíritu de cóndor?
El caso es que la observo desde hace siete meses con mi catalejo porque de todas las vidas a las que tengo acceso desde donde vivo, es la de esta mujer la que despierta la curiosidad en mí. Sube y baja dos veces la misma escalera todos los días. Se desplaza por los cinco peldaños con cautela y sin prisas, ya que la escalera es poco corriente e inestable: un objeto mobiliario muy curioso que debiera llamarse «escalerarmario» porque en un costado, que sirve de lomo, tiene la forma escalonada de una pirámide, con pliegues son apenas lo suficientemente anchos para soportar su pie de unos 39 centímetros de largo. En el frente tiene puertas con compartimientos donde guarda su ropa interior, los sombreros y guantes, blusas y faldas dobladas en un rollo; todo muy prolijo, como tiene que ser en un microcosmos de 7 por 4 metros cuadrados. La “escalerarmario” tiene ruedas, porque el apartamento es pequeño pero de techos muy altos y en el lado opuesto de la cama colgante -en la pared de fondo, sobre el fogón y la repisa para cortar- están dispuestos consecutivamente seis cajones que llegan hasta el techo, en los que mi observada guarda otras cosas. Para acceder a ellos, es preciso mover la escalera armario hasta el otro lado de la morada. Pero eso no ocurre a menudo, ya que las cosas que no se usan a diario son guardadas en los gabinetes de más arriba y se nota que tiene todo muy bien dispuesto en su particular empeño por el orden y el diseño funcional.
En una mañana corriente la mujer se levanta a las ocho, desciende los cinco peldaños con cautela, me pregunto si repite un mantra en cada uno, porque se regodea en cada escalón; prepara el café, lo toma asomada al ventanal, examina la movida mañanera, hace el saludo al sol, se ducha, (es lamentable, pero hay una pared que me impide verla mientras lo hace), se viste frente al espejo, toma un sombrero del armario y se sienta a escribir o se marcha a la calle. Nunca realiza su rutina de la misma manera y sería imposible que lo hiciera. Una persona que se levanta de su sueño y desciende la escalera que sostiene la cama/columpio de dónde cuelga su humanidad todas las noches para abandonarse a la aventura onírica, no puede bajar la misma escalera todos los días. Es definitivo que ella cambia tan vertiginosa como la ciudad en éstos tiempos a juzgar por la ropa que usa, los libros que lleva a la cama y los movimientos que realiza durante sus juegos sexuales nocturnos. Lo que sí puede es bajar esa escalera utilizando de manera automática los movimientos aprendidos que se almacenan en la memoria mientras piensa en otra cosa. En ese sentido, sí puede bajar la misma escalera todos los días. Aunque claro, la misma un poco más gastada, pero su circunstancia existencial, que se me antoja escalera, definitivamente no, si es cierto que se expande el universo, y lo es.
El caso que es hace como un mes la noté muy rara una noche, circulaba por su apartamento como angustiada y estuvo mirando por horas el pedazo de cielo sin estrellas que le ofrecía su ventana. Cuando despuntó la madrugada se animó a subir, pero justo a punto de llegar al quinto peldaño tropezó y se giró de súbito como en un reflejo involuntario de su cuerpo, amagó un salto fallido y se vino de bruces al suelo.
Desde entonces, mientras cuido en secreto a la paciente desde la distancia y velo su sueño cuando se acomoda en un camastro que improvisó en el limitado espacio del suelo de su estudio, ya que no puede subir la escalera porque le inmovilizaron la pierna, se me ocurre –a propósito de pliegues temporales y las trampas de la memoria- que en algún momento del trayecto de la voluble escalera que ascendemos y descendemos en este carapacho que es preciso llevar a todas partes, resulta imprescindible aprender a volar, de alguna manera.
En su defecto, releer de vez en cuando las Instrucciones para subir una escalera.