Amores que matan
A mí, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, a mí, Juan León de Médicis, circuncidado por la mano de un barbero y bautizado por la mano de un Papa, me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy. [N]o procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía. […] Por boca mía oirás el árabe, el turco, el castellano, el beréber, el hebreo, el latín y el italiano vulgar, pues todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna. No soy sino de Dios y de la tierra, y a ellos retornaré un día no lejano.
León, el africano –Amin MaaloufI
Una mano abierta y tensa se extiende hacia el lector. La sostiene un brazo cubierto con una manga holgada y blanca, como la de una chilaba árabe de grueso algodón. Los dedos, ligeramente crispados, están impregnados de tintas que ponen al relieve las huellas. La palma tiene una mancha blanca salpicada de rastros dactilares rojos. En 1999 Amin Maalouf, premio Príncipe de Asturias 2010, escribió un largo ensayo titulado Identidades asesinas. El título es tan amenazante como la portada de la edición de Alianza. La sugerencia del conjunto es terrible: ¿los árabes matan?, ¿los inmigrantes claman por ayuda? Los hechos, desde entonces, lo son aun más.
Cuando salió el ensayo de Maalouf, todavía ni Angela Merkel ni Francois Sarkozy habían renegado del multiculturalismo europeo. En sus polémicas declaraciones no se refieren, claro está, al amenazado experimento político, económico y cultural que es hoy la Europa de las 27 naciones, sino al fallido ¿intento? de reconocer a las minorías no europeas dentro de esa complejísima configuración cultural que ha sido siempre el viejo continente. El periódico danés Jyllands-Posten no había publicado aún la caricatura de Mahoma con el turbante que escondía una bomba. Ni habían asesinado en Holanda al político y profesor de sociología Pim Fortuyn por sus expresiones contra los inmigrantes musulmanes. Tampoco habían dejado clavada una carta en el cadáver del director de cine Theo Van Gogh, quien filmaba un documental sobre el polémico Fortyn, enfant terrible de la derecha holandesa.
No habían muerto electrocutados en Clichy-sous-Bois los dos jóvenes árabes que se escondían de la policía francesa. Ni se había desatado la jornada de violencia urbana conocida como la revolución de los banlieues en la que ardieron 30,000 vehículos, comercios y edificios Bouncy Castle For Sale públicos por toda Francia. Los 69 jóvenes laboristas noruegos, cazados como conejos por un joven granjero nórdico que se identificó como un cristiano preocupado por la islamización de Europa, eran aún niños. Y no se habían producido los recientes motines en Inglaterra, suscitados por la muerte de otro joven musulmán a manos de la policía británica. Ni había ocurrido en Birmingham el asesinato de otros tres, a los que un auto embistió mientras intentaban proteger, en medio de los tumultos, los negocios de su comunidad. Cuando la mano ominosa de Identidades asesinas apareció para el público europeo todo esto era aún parte de un futuro posible.
II
A pesar de la ambigüedad de la portada de su ensayo, Amin Maalouf no cree que los «árabes matan». Sabe muy bien que matan y mueren como víctimas y que esas muertes van trazando un futuro incierto.
Por haber vivido en un país en guerra, en un barrio bombardeado desde el barrio contiguo, por haber pasado una o dos noches en un sótano transformado en refugio, con mi joven esposa embarazada y con mi hijo de corta edad –fuera el ruido de las explosiones, dentro mil rumores sobre la inminencia de un ataque, y mil habladurías sobre familias pasadas a cuchillo–, sé perfectamente que el miedo puede llevar al crimen a cualquiera (1999, 35)
Su ensayo es una exploración del miedo que puede seducir a (casi) cualquier víctima a intercambiar roles con su victimario. Es también un alegato a favor de los posibles antídotos culturales que pueden detenerlos. Para Maalouf, libanés domiciliado en Francia hace varias décadas, la identidad (la étnica o la religiosa en particular) es un falso amigo. El deseo de cualquier identidad, aunque inexorable, necesita de entendimiento y domesticación. Maalouf nos propone un mundo cultural y político que celebre la hibridez y tome al inmigrante y al »minoritario» como la regla y no como la excepción que constituyen demográficamente. Insiste en que el afán de uniformidad cultural, la detracción de la parte menos apreciada de la herencia colectiva, la insólita expectativa de que sea siempre el otro el que asuma el saldo negativo en la balanza de intercambios culturales, implica el arriconamiento de unos sujetos hasta el ominoso momento de matar o morir. Maalouf recurre a la metonimia para afirmar que las identidades devienen asesinas cuando las interlocuciones culturales cotidianas invisibilizan, degradan e incitan a algunos sujetos a renegar de si. Esto es posible, piensa Maalouf, cuando aquellos interlocutores que se expresan desde posiciones culturalmente ventajosas desconocen las múltiples raíces y los infinitos vectores de la cultura compartida. En precisamente desde lo compartido que es posible el reconocimiento y el insulto, la amenaza y el miedo, la eventual posibilidad del entendimiento.
Para Maalouf, si todos nos reconociéramos en Hasan bin Muhammed al-Wazzan al-Fasiel, el granadino del siglo XVI cuyas memorias y relatos de Africa sirven de base para su novela histórica, León, el africano, sería más difícil que anidara en alguna parte el discurso de la exclusión y la xenofobia. Si supiéramos que somos los infatigables portadores de culturas hechas con miles de retazos desgarrados por los azares de la historia, zurcidos por oleadas de inmigrantes e impresos con los significantes que viajan en el éter de las ondas electromagnéticas, reconoceríamos al extranjero con solo mirarnos al espejo. Dejaríamos de insistir en ser esto so pena de aquello. Ni más árabe que europeo, en el caso de Maalouf. Ni un ápice menos de lo mucho que ya todos somos.
III
Oigo la voz de Sartre que me recuerda que la esencia humana es la existencia. A pesar de las licencias poéticas de Maalouf, no hay identidades asesinas previo al momento del asesinato. Y, aún entonces, la identificación de sí sigue siendo una prerrogativa del victimario abierta al debate de todos. (¿Es Obama el asesino del hombre que mandó a matar pensando que podía ser Bin Landen?) A pesar de su tendencia a colocar las esencias antes de las confusas existencias, me gustan las aspiraciones pluriculturalistas de Maalouf. Aprecio su reticencia a la jerarquización de identidades justipreciadas, su amor por los vericuetos de la historia que nos revela la arqueología de cualquier yo y que hace de nuestros atributos más preciados sólo un guiño del destino. Comparto con él –y con otros, primerísimo entre ellos el eminente pensador palestino Edward Said– la meta de que los que enseñamos Humanidades nos tomemos algún día en serio su plural e incluyamos en el tour semestral la fiereza de los conflictos por representar la identidad propia a costa de la ajena. Y, sin embargo, creo que junto a lo mucho dicho y lo poco hecho, si no queremos hacer de nuestra vida académica una rectificación permanente (y motivos nos sobran), la agenda cultural que propone Maalouf debe ser acompañada por medidas políticas que hoy se tornan casi impensables en el horizonte político europeo y estadounidense.
No basta con reconocer las riquezas ajenas que dilapidamos, la belleza que no vimos, las interacciones que nos trajeron bienandanzas incalculables y agradecimientos pospuestos por siglos. Tampoco basta proveer de narrativas alternas que nos permitan redimensionar la unilateralidad con las que se asumen ciertas identidades. Ni con hacer de los espacios públicos arenas de intercambio y reconocimiento cultural igualitarios, sin detrimento a ninguno de los grupos que forman parte de nuestras configuraciones culturales (Grimson, 2011). Ya de por sí estas medidas implicarían virajes radicales a las tendencias que parecen ir dictando la pauta en Europa y Estados Unidos. (¡Hasta en Nueva Gales del Sur en Australia consideran un proyecto de ley para prohibir el hiyab con el pretexto de un accidente sufrido por una conductora que lo llevaba!) No obstante, el verdadero reto en estas condiciones de estrecheces económicas, el reto insondable consiste en ampliar la participación política de las comunidades culturalmente arrinconadas para que puedan en efecto decidir, con sus heterogéneas voces: (i) cómo organizar más efectivamente la vida cotidiana de la que forman parte, (ii) cómo distribuir de manera más justa las riquezas que generan junto a otros y (iii) cómo sumar los significados que atribuyen a lo vivido a la elaboración común y conflictiva de eso que llamamos cultura.
Reconocer como iguales a las comunidades marginadas económica y culturalmente, las que Nancy Fraser denominó bivalentes (citada en Grimson, 83), es una aspiración de la democracia y no meramente un ejercicio de comprensión o amor. Nos lo recuerda Alejandro Grimson haciéndose eco de una reflexión de ese otro emigré prominente Tzvetan Todorov. Puedo entender al otro y menospreciarlo. Puedo amarlo sin entenderlo. Después de todo, «Hernán Cortés, que deseaba destruir el imperio azteca, comprendió mejor el mundo que había encontrado que Bartolemé de Las Casas a los indígenas que pretendía salvar» (Grimson, 91-2). No habrán identidades asesinas, pero no se equivocó el bolerista cuando advirtió que «hay amores que matan.»
Alejandro Grimson (2011). Los límites de la cultura. Buenos Aires: Siglo XXI.
Amin Maalouff (1999). Identidades asesinas. Madrid: Alianza.