Carpeta rosa
A jugar y a gozar,1 aquel librito de carpeta dura color de rosa que nos dieron en primer grado, era bien extraño. Tito, Pepín y Rosa no se parecían a Gamy, Georgie y Carmen Rita. Faltaban el color café con más o menos tonalidades de leche y los pelos crespos. Lobo era un fiel perro blanco con manchitas y lengua rosa sonriente; nuestro Sandie, un sato realengo negro-amarillento que patiperreaba por Carolina Alta, Jardines de Carolina y Rolling Hills, a todo lo ancho y largo de su libertad perruna.
En vez de la gata Mota (suave, peluda y blanca), tenía una lata de Leche Klim llena de jueyitos y nuestros pollitos de colores, con nombres propios, pasaban de la celebración de “Easter” a asopáo de pollo para vecinos en arrebato parrandero de navidad. Los jueyitos se salvaron de su destino salmorejo escapando del encierro de leche Klim para refugiarse en la quebrada detrás de casa. Cuando desaparecieron los sonidos de sapos conchos y descubrimos que se los había tragado un cocodrilo, lloré el destino amargo de mis jueyes grisáceo-azules. Tito, Pepín y Rosa no conocían los animales que llevaban a la mesa. En el supermercado no tenían cara, patitas, ojos, cabeza, y mucho menos nombres de mascotas. Los lagos artificiales con patitos bien alimentados, tampoco corrían el peligro de animales domésticos sueltos que se tragaran la cadena alimenticia completa en un abrir y cerrar de boca.
Tito, Pepín y Rosa tenían padres igualitos al resto de su vecindario. Los padres salían a trabajar en autos gigantes y llegaban en la tarde, con maletín negro que nunca abrían, a cenar en una mesa servida por madres de piel, delantal y mantel blancos, y sobremesa con tacitas de té. Mi papá era como el de Rosa, un vaso de leche, pero como era chef, llegaba del restaurante cuando ya todos habíamos comido. Como a Tito, Rosa y Pepín, mami nos mandaba a bañar, cepillarnos los dientes y a dormir en pijamas de camisita y pantalón: uno de amarillo, otro de azul y yo de rosa. Pero cuando creían que estaba durmiendo, me ponía una bata encima de una “baby doll” de volantes, sandalias de satín y plumitas rosadas, agarraba el cepillo como si fuera micrófono y no me tiraba a la cama sin antes quitarme los atuendos con un movimiento furibundo a lo Yiyiyi. Me despedía del público frente al espejo ovalado de la coqueta escuchando a Georgie tirar la pelota contra la pared de su cuarto, interceptarla a lo Roberto Clemente con el toque natural del guante de cuero, mientras Gamy ponía a chillar el brazo y aguja del tocadiscos portátil para escuchar a Cucho, Lucecita, Danny o Lisette. Nada que ver con nosotros: Tito, Rosa y Pepín eran como mis muñecas de cartón. Los papás los podían vestir, desvestir y colocar en una caja de papeles sin ruido ni desorden.
Antes de la aparición del cocodrilo, mis padres tenían cada noche un trasfondo musical bien variado: nuestros ruidos, acompañados de grillos, coquíes y sapos. Con ese contrapunteo nocturno, papi se ponía a leer novelas y cuentos y mami hacía las terminaciones de los vestidos que había completado durante el día. Amanecían los vestidos colgados a la pared, al fondo de la Singer y los lunes, en su día libre, papi contaba lo que había leído esa semana. Yo imaginaba los cuentos siempre a mí manera y por culpa de Cervantes, esperaba que el realengo Sandie armara “El coloquio de los perros” en una de sus andanzas entre Jardines de Carolina, Rolling Hills y Carolina Alta.
Mi mamá no estaba todo el día blanca como delantal o mantel colgando en la cocina en espera de que sus hijos llegaran de la escuela en bus escolar amarillo. Papi salía a las seis de la mañana a trabajar con ojeras sin ningún maletín. Por suerte, las tonalidades de color café no delataban que Gamy, Georgie y yo no nos habíamos ido a dormir hasta la media noche. Salíamos corriendo de la escuela al escuchar el timbre y hacíamos las tareas tan pronto llegábamos a casa para poder jugar de inmediato en la calle con los vecinos. Volvíamos de la calle antes de comer si por casualidad alcanzábamos a escuchar a Dino y a Pedro gritándole a Vilma en Los Picapiedras.
Mis vecinos de al lado tampoco eran muñecos de cartón del librito rosa que nos dieron en la escuela. La mamá de Clari, Vilma y Felipe, era tan amiga de mi madre como Vilma y Beti, pero no estaban casadas con cavernícolas con loncheritas y no andaban con collar de perlas, moño rojo o pelo negro estirado con puntas enrolladas hacia arriba. El padre era comisionado de Servicio Público y saxofonista de una orquesta de salsa. Nos supervisaba las prácticas de clarinete con tal rigor que Vilma, Clari y yo hacíamos todo lo posible por jazzear sin “sonar a peinilla en papel” o “ametralladora de helicóptero”. En lugar de la gata Mota tenían a Chiquita, una perra negra y gorda como morcilla alemana; la había traído la abuela, Tití.
En la casa de Tito, Pepín y Rosa no vivía ninguna abuela y si apareciera de visita, no sabría contar cuentos como Tití. Ella era tan canosa que recordaba la llegada de los americanos en 1898 y la vida sanjuanera de la época de los españoles. Era alta, color café cortadito. Una vez nos mostró su cuello y nos dijo con orgullo que nunca usó collera, pero contaba como si lo hubiese vivido, con lujo de detalles, el día que un español del presidio del Morro le vino a preguntar a la madre si había pasado por allí un negro recién escapado.
Tití actuaba la historia de su madre celebrando su agudeza y marcando el contraste entre el decir de la voz y el contoneo de aquel cuerpo bajo interrogatorio. Un leve meneo de cadera, piernas algo sandungueras, la mano derecha juguetea y estira la manga corta de camisa del brazo izquierdo, mientras arranca de la boca un juramento: “por aquí, ese negro no ha pasado”. El soldado español escucha sin leer lo que aquel cuerpo ha deletreado: “por debajo de la manga de esta negra, juro que ese negro no ha pasado”. Debajo de aquella manga, tampoco la mano derecha había colocado todavía la carpeta dura: el libro rosado de Tito, Pepín y Rosa. A jugar y a gozar, ese negro no ha pasado.
- Para un análisis sobre los libros escolares con los que educaron a los “baby boomers” puertorriqueños: Cardona, Sofía. El caso de aquellos inquietantes libritos escolares, 80grados. [↩]