Crónicas del otro lado: de Puerto Rico a la China (II)
Dame cinco minutos… y un poquito más (14/01/2010)
No me preguntes por qué, pero cada vez que me encuentro en una situación de alegría, miedo, frustración, soledad, incertidumbre, dolor o sorpresa… lloro. No es que me pase todo un año llorando, normalmente me dura 5 minutos. La sensación de llorar me brinda un alivio espectacular. Me siento tan bien después de llorar, que siento que puedo hacer cualquier cosa. Pero debo poder llorar. Fueron tantas las veces que me dijeron “¡no llores!” desde que nací, que una vez me convertí en adulta mi lado rebelde decidió llorar cada vez que me viniera en gana. De algo debe servir la libertad de expresión, ¿no?
Esto no me causó problemas cuando era freelancer porque trabajaba a mi ritmo. Yo me supervisaba y mis opiniones se respetaban. De hecho, no había razón para llorar, excepto por las cartas de cobro que me señalaban que la profesión que escogí no tenía demanda suficiente en mi país. A partir de ahí decidí cambiar de profesión.
Entré al mundo corporativo. Al yes man world. Me gustaba lo que hacía y aunque no era mi campo de especialidad, aprendí bastante rápido. El problema era trabajar en grupo y con personas de trasfondos educativos bastante dispares. En esta “biosfera”, el especímen que sobresale, es atacado por grupos. Es un poco animalesca la cosa. Luego surgen las calumnias, la falta de profesionalismo, la falta de compañerismo, las exigencias en desproporción con los recursos… Trabajaba como bestia y era leal hasta el fin. Por momentos era recompensada. No lo puedo omitir porque sería injusta. Me enviaban a talleres de preparación y… ahhhh, ¡cómo me gustan esos momentos de iluminación empresarial! Pero hasta ahí llegaba la cosa. Para llegar a posiciones ejecutivas tienes que ser un poco… ¿paciente?. Debes sonreír aunque te digan “perro muerto” y debes soportar que te violen uno que otro derecho laboral. Esas son las reglas del juego. Pienso que hay gente que nace con un chip de tolerancia mayor que el mío y hay personas a quienes le puede el deseo de triunfar en un campo en específico, esto sin mencionar que la gente tiene la obligación de mantener a sus familias. Cada cual toma la desición que le cause menos inconvenientes.
En mi caso, el orgullo me domina, las mentiras me dan coraje, las injusticias me frustran, el cansancio me pone de mal humor, aguantar corajes me dan ganas de llorar (¡sí, eso también!)… En fin, es bastante difícil que en el yes man world se pueda promover a una posición más alta o se pueda aumentar el sueldo a una persona con mis “defectos”. Hay líderes y hay líderes: unos se pueden dar el lujo de llorar y otros no. Así es la cosa. ¿Qué se va a hacer? En China hay una frase bastante común que no tiene traducción directa en otros idiomas: mei banfa. Es algo así como “no hay nada que se pueda hacer”.
Luego las circunstancias cambiaron al igual que cambia la dirección del viento. Me llegó el momento de dejarlo todo. Varios meses de “negociación” entre mi prometido y yo, me llevaron a salir de Puerto Rico y llegué a China. Sí. De un día para otro.
Recuerdo cuando pisé el suelo fuera del aeropuerto. “Oh my God! ¿Qué es esto?”, pensé. Tomamos un taxi y mi novio comenzó a hablarle en chino al taxista para darle las instrucciones del hotel. “¡Oh, dios, hasta mi compañero sonaba como otra persona!” Sus expresiones faciales y corporales eran distintas al hablar en mandarín. Trataba de entender lo que el taxista y él hablaban, pero no entendía absolutamente NADA.
El taxi era un Volkswagen Santana que había visto mejores tiempos. Estaba todo sucio por dentro. Era gracioso porque el taxista se veía bien buena persona, bastante conversador, pero en la tablilla del dashboard se pone una placa con una foto y el número de licencia del taxista y ¡el conductor no era el mismo de la foto!
El cielo era totalmente gris. Si abrías el cristal del auto, te abofeteaba el polvorín de las construcciones y la humedad de Shanghai. Comenzé a ver las construcciones apoteósicas que distinguen el desarrollo acelerado de la China. Nunca en mi vida había visto autopistas tan grandes en construcción. Los constructores trabajaban con poca o ninguna vestimenta de seguridad y la mayor parte de la gente iba en bicicleta o motora sin llevar cascos de protección. Camino al hotel vi cientos y cientos de vehículos de todo tipo. Tricilos, bicicletas eléctricas, scooters, motoras, carretas (sí, carretas) y Lamborghinis competían por hacerse paso en la carretera de la vida. Por momentos, te daba la impresión de que en cualquier momento iba a ocurrir algún accidente automovilístico. No sé cuantas veces lanzé un grito porque pensé que el frenazo del taxista no era suficiente para impedir chocar con el del frente. Miraba de reojo a mi novio y su expresión era impasible. Nada lo asombraba. Ocho años de su vida viviendo en la China no pasan en vano.
Llegamos al hotel. Era tan temprano en la mañana que nuestra habitación aún no estaba lista, así que nos dirigimos al restaurant del hotel para tomarnos algo. Recordé cómo pasé doce horas aguantando gases en los intestinos montada en un avión de la Swiss Air. Dos meses en Italia comiendo pasta, queso y prosciutto, tienen consecuencias. Nos sentamos en el jardín con muebles y decoración moderna. Se supone que la vista era de lujo: tenía frente a mi el panorama del Distrito de Pudong. Todo gris. Mi novio me miraba raro.
– “Why don’t you talk? Are you ok?”
Rápido yo brinqué:
– “¿Cómo que I don’t talk? Do you think I’m not talking?”
– “No, you are not talking”, me contestó.
Suspiré. Estaba de mal humor. La mesera no entendió bien la orden y nos trajo lo que no era – con el tiempo me di cuenta que éste es el pan nuestro de cada día cuando se trata del servicio en China, luego explicaré por qué, ya que tengo que defender a los chinos.
Pasaba el tiempo y la habitación seguía sin estar disponible. Mi chico me habló:
– “Let’s go for a walk”.
Los italianos tienen una obsesión con estos “let’s go for a walk” (son bien lindos, by the way). Y yo:
– “Whaaaaaaat! For a walk? ¡Nos van a atropellar!”.
– “What did you say? I didn’t get it”.
– “I said, that we are gonna get killed in that traffic”.
– “Come on, Alejandra, don’t react like that! There are ways to walk without getting hit by a car!”
Para mi eso era misión imposible. Luego la mesera vino a preguntarnos en inglés si deseábamos algo más y mi novio le contestó en chino que la orden estaba incorrecta.
– “Don’t talk to her in Chinese!”
– “What?”
– “Que… don’t talk to her in Chinese! She can talk English!”
– “Alejandra, we are in China, people talk Chinese here. You need to get used to that”.
– “Sí, pero not yet! You change when you talk Chinese, you look like another person that I don’t know”.
Mi novio, que está postulado para la candidatura de futuros santos, suspiró una vez más, me agarró de la mano y me llevó a caminar. Caminamos un rato y no nos atropellaron.
– “The trick here is to cross the street slowly. If you think a car is gonna hit you, don’t run… go slow and they will slow down”.
Lo más ridículo en cuanto a lo que él me decía es que era cierto. Si caminas lento, los autos reducen la velocidad también. Pensé para mis adentros: “Ok, esto es diferente, ya estoy inmersa en otra cultura”.
Regresamos al hotel y la habitación estaba lista. Subimos al cuarto y todo estaba en orden. El hotel no estaba nada mal, pero me sentía confundida. China estaba seis horas más adelantadas que Italia y doce horas más que Puerto Rico. Mi cuerpo experimentaba el famoso jet lag y yo pensaba en Lost in translation, la película de Sofia Coppola en la que Scarlett Johansson aparece toda bella y regia despertando en un hotel de Japón. Es bastante buena la película en su representación de dos extraños que se encuentran en un país lejano y a quienes los une el choque cultural entre el mundo occidental y el mundo oriental. Pero hay varios detalles que no me cuadraban.
En el filme, Scarlett despierta con ropa interior sexy y piel humectada luego de llegar al Oriente. Yo, luego de un viaje tan largo me acosté a dormir en el hotel y cuando desperté, las ojeras y la piel escamosa eran la orden del día (no me preguntes qué ropa interior tenía). Por otro lado, a la pobre la dejaron solita inmediatamente llegó a Tokyo y en mi caso, mi compañero se planificó de manera tal que pudiéramos estar juntos la primera semana – ¡te digo que es santo! La otra diferencia es que Japón y China, son completamente diferentes el uno del otro en cuanto a estilos de vida se refiere. En China, si me pongo una peluca color rosa, probablemente provoque un accidente de autos.
Me acosté a dormir como a las diez de la mañana y me levantó el timbre de la puerta de la habitación a eso de las cuatro de la tarde. Mi novio había salido y no tenía llave. Desorientada, abrí la puerta para darle paso a un ocupado y preocupado chico italiano que comenzó a enumerar en voz alta la lista de cosas que teníamos que hacer juntos esa semana: ir al banco, conseguir un teléfono celular para cada uno, matricularme en un curso de mandarín, mostrame cómo transportarme sin conocer el idioma y conseguir un lugar para vivir. Según él me hablaba, mi cabeza latía en crescendo. Por primera vez en mi vida, sentía miedo de salir a la calle. Tenía miedo de exponerme a toda esa gente que hablaba un idioma extraño, no entendía los letreros de los lugares, los taxistas hablaban casi gritando, me dolía la nariz porque no podía lidiar con respirar el aire de la ciudad… todo indicaba que yo no duraría mucho allí.
Esa noche fuimos a cenar fuera del hotel. Mi novio decidió llevarme a un restaurant tailandés con excelente reputación en Shanghai. El lugar tenía buena atmósfera y buena comida, pero algo no andaba bien: yo seguía muda. En un momento levanté la mirada y vi los ojos rojos de mi compañero. Su expresión era triste. Si su rostro preocupaba, mi cara ameritaba aparecer en la portada de algún website que abogue por los derechos humanos.
– “Ale… are you ok?”
Tenía un boca’o de arroz en la boca cuando él me hizo la pregunta. No aguanté más. Se me salió un pequeño estallido de arroz de los labios mientras me brotaban las lágrimas.
– “I am scared, I don’t know if I am gonna like this place… I didn’t believe that a place could be so different! I am really scared.”
¡Esas palabras salieron de mi boca! Y yo que me creía la Indiana Jones de Naranjito
– “Alejandra… we are here because we thought that this could work out, but if you don’t feel good here… we go. You are more important for me than any job offer”
Mi novio me hablaba extremadamente conmovido y convencido de tomar cualquier decisión. En ese momento experimenté mi segundo shock cultural: el de una relación con un fuerte compromiso, por encima del dinero y las dificultades. Con mi compañero descubrí que en una relación donde hay comunicación efectiva, todo es posible. En ese momento reaccioné y reafirmé mi compromiso con mi compañero de cena tailandesa. ¡No, yo no me iba de China así porque sí! ¡Llegamos hasta este punto porque somos soñadores con convicción! ¡ Este lugar tenía muchas cosas que ofrecer y no podía dejar que la cobardía y el egoísmo troncharan nuestras metas!
Esa noche lloré como cinco minutos y luego dimos una caminata por las calles de Shanghai. De todas las escenas callejeras que presencié, no olvidó la de tres mujeres pelando papas de manera rápida y casi automática. Una de ellas levantó la mirada y nos sonrió de manera inesperada:
– “¡Jeló!”
Nos saludó a pulmón abierto con su acento chino y con una alegría nueva para mi. Se sonrió porque sí. Sin razón.
Caminaba agarrada de manos con mi novio mientras se escuchaba a la gente de los callejones gritar en chino: “¡Extranjeros! ¡Extranjeros!» Pensé: “Hola China, tú, que con más de 5,000 años de historia has sido tan paciente, prepárate para darme cinco minutitos de vez en cuando para llorar, porque esta portorra que vez aquí, se queda por un buen rato…”