Deliberación ciudadana y construcción de confianza
En este ensayo me propongo describir los orígenes de estos dos grandes obstáculos en nuestra tierra y cómo la experiencia desarrollada durante cerca de quince años en la ciudad de Caguas, ha identificado y puesto en práctica estrategias para solventarlos y promover, por la vía de la deliberación ciudadana, espacios para la concertación que redunden en un fortalecimiento de la sociedad civil y en una gestión pública más orientada a la gobernanza democrática.
Los orígenes de la cultura política adversativa en Puerto Rico
El derribo del muro de Berlín, que marcó el inicio de la década de los noventa, es el símbolo por excelencia del fin de la guerra fría. Luego de la Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental había reconfigurado sus coordenadas políticas a partir de la lucha entre dos imperios parcialmente hegemónicos, simbolizados por modelos económicos en pugna. Por un lado, la Unión Soviética amenazaba al poder estadounidense con su progresivo avance militar y con el aparente proyecto de propagar el socialismo de Estado para hegemonizar así más territorios del planeta. Por su parte, Estados Unidos no se enfrentaba a la Unión Soviética solo haciendo alarde de su modelo económico, sino más bien convirtiéndose en portaestandarte de valores y modos de vida política signados por significantes tales como “libertad” y “democracia”. La lucha “comunismo” contra “democracia” crearía las condiciones para una pugna continua y silenciosa -y por momentos, crítica y amenazante- entre soviéticos y estadounidenses.
Dicho conflicto alimentaría la reconfiguración de las identidades políticas, no solamente en el plano internacional, sino al interior de Estados Unidos y, en consecuencia y de rebote, impactaría singularmente la vida política puertorriqueña. El enemigo –vale decir, el otro- contra el que se lucharía durante la guerra fría no sería ya el fascista que llevaba la suástica en su solapa. El nuevo enemigo sería el comunista que, no solo desde el este europeo, sino al interior de Estados Unidos mismo, colaboraba con los soviéticos y amenazaba la estabilidad democrática del hemisferio occidental que, desde los tiempos de la doctrina Monroe, se reconocía como el espacio privativo de los estadounidenses.
En Puerto Rico, sin embargo, las primeras décadas del siglo ya habían servido para convertirnos en escenario de férreas políticas de otredad. Para los isleños el siglo no había comenzado en el 1900, sino dos años antes, en 1898, cuando las tropas norteamericanas invadieron la Isla. Iniciando lo que sería el primer experimento colonial de Estados Unidos, la conquista estadounidense de Puerto Rico se estructuró bajo la lógica discursiva de ciertos binarismos tales como razón contra pasión, protección contra opresión, prosperidad contra destrucción, y civilización contra barbarie.
Dando al traste con las ilusiones de muchos puertorriqueños ilustrados que habían visto en la presencia de la joven y pujante nación del norte la promesa de una vida política bajo el signo de los valores modernos de la libertad y la democracia, Estados Unidos impuso un gobierno militar concebido como una “transición” hacia un gobierno civil, posible únicamente cuando los oficiales estadounidenses entendieran que Puerto Rico estaba listo para tal “bendición”. Al gobierno militar le siguió un periodo de tutelaje que duraría hasta 1948.
La entrada de la tercera década del siglo veinte no fue, para los puertorriqueños, motivo de celebración. Los indicadores económicos con posterioridad a la caída de la bolsa en 1929 –y al azote del huracán San Felipe un año antes- sugerían que la situación fiscal se encontraba en pésimas condiciones. El año 1932 fue considerado por muchos como el más desastroso para la economía boricua.
¿Qué supuso este clima económico para la construcción de las discursividades políticas en Puerto Rico? En palabras de la historiadora cultural Silvia Álvarez Curbelo, la “caída estrepitosa de precios, la vulnerabilidad de la economía agroexportadora y, en especial, los efectos pauperizadores y expropiadores de la crisis, iluminaron a la tierra como el espacio estratégico de conflictividad”.1
Es en ese contexto que el entonces joven abogado Pedro Albizu Campos asume la presidencia del Partido Nacionalista Puertorriqueño. En 1934 Albizu inició una gestión política con los obreros de la caña y trabajadores urbanos con el objetivo de mostrar cómo, las injusticias sociales que el país vivía en ese momento, eran fruto de la condición política colonial de la Isla. La movilización nacionalista enfrentó la dureza de la persecución policíaca que veía en el posible crecimiento del movimiento nacionalista una amenaza al régimen político y al Estado. Entre 1934 y 1937, Puerto Rico experimentó tal vez el periodo más violento de su historia política, con sucesos de violencia de Estado tales como la Masacre de Río Piedras y la Masacre de Ponce. De acuerdo con Álvarez Curbelo, “el nacionalismo se constituyó en la réplica ideológica más organizada y con mayor capacidad de movilización social. Despertando iras, culpas y esperanzas, el nacionalismo emergió como una voz hierática en medio de la crisis que se abatía sobre Puerto Rico. Sus tribunas se erigieron como tribunales sentenciosos en función de una reducción ideológica dramática: o yanquis o puertorriqueños”.2
Es en ese escenario y posibilitado por la figura “pasional”, “violenta” e “irracional” del nacionalista puertorriqueño enemigo de Estados Unidos, que en la Isla se configuró un mapa político en el que de un lado estaban los que acogían la presencia norteamericana y del otro, aquellos que la resistían -resistencia que automática y simbólicamente los autoexcluía de la mítica gran familia puertorriqueña. En su novela Felices días, Tío Sergio la escritora Magali García Ramis describiría la configuración de ese mapa político a la altura de los años cincuenta:
“Estaba implícito en la vida misma, que había un Bien y un Mal, y se dijera abiertamente o de soslayo, sabíamos que a toda acción, persona e idea se le pasaba juicio en nuestra familia a la luz de ese Bien y ese Mal. Del lado del Bien estaban la religión Católica, Apostólica y Romana, el Papa, Estados Unidos, los americanos, Eisenhower, Europa, sobre todo los europeos finos, Grace Kelly, la gente preferiblemente blanca, todos los militares, Franco, Evita Perón, la Ópera, la Zarzuela, todos los productos de España desde las mantillas hasta los chorizos y Sarita Montiel, y absolutamente todo lo germano y suizo, desde el vino del Rin hasta los relojes cucú. Del lado del Mal estaban los comunistas, los ateos, los masones, los protestantes, los nazis, las naciones recién formadas por negros en África (porque derramaban sangre europea y mataban hermanitas de la caridad), los nacionalistas e independentistas puertorriqueños, el mambo, Trujillo, Batista y María Félix, pájara mala culpable de que Jorge Negrete estuviera en el Infierno».3
Las investigaciones de historiadores como Ivonne Acosta Lespier nos han mostrado que la sospecha ante aquellos que cuestionaban la situación colonial y abogaban por diversos medios a favor de la independencia nacional, llevó a la formación de alianzas entre funcionarios federales y líderes puertorriqueños. Alianzas gestoras de un proyecto de país montado sobre la base de la exclusión de los nacionalistas. El proyecto hegemónico del Partido Popular Democrático, liderado por Luis Muñoz Marín, se estructuró sobre la base de su diferencia radical respecto al proyecto nacionalista.
El reordenamiento internacional tras el fin de la Segunda Guerra Mundial al que hacía referencia al comienzo de este ensayo no vino, por tanto, a transformar la lógica política en la Isla, sino más bien a diversificarla o, si se quiere, a complicarla. El escenario de la guerra fría sería uno en el que el peligro para la “gran familia puertorriqueña” ya no estaría representado exclusivamente por el significante nacionalista. Múltiples significantes -independentista, antiamericano, subversivo, comunista, estudiante, entre otros- vendrían a dar coherencia, a lo largo de las décadas subsiguientes, a la figura del enemigo, a nutrir el lugar de lo que se pretende exista tan solo como detonante del miedo, encarnación de lo siniestro y justificación de prácticas represivas. Esos significantes vendrían a ser los nombres de la pasión política que había que perseguir y acallar; pasión política que generaría lo que Álvarez Curbelo ha llamado la “voluntad de erradicación del nacionalismo y del independentismo”.4 La escritora puertorriqueña Ana Lydia Vega lo relata en los siguientes términos:
«Para los que nos criábamos bajo la sombrilla protectora del Estado Libre Asociado en los tiempos del muñocismo glorioso, todo era inevitablemente blanco o negro. No existía, no podía existir de ninguna manera eso que llaman por ahí las zonas grises. Estábamos seguros de que, como en las nuevas series de aventuras a lo Perry Mason que presenciábamos hipnotizados ante nuestros flamantes televisores Sylvania, los habitantes de este planeta estaban divididos en dos bandos irreconciliables: los buenos y los malos. Uno, claro, tenía que aspirar a ser contado entre los buenos, lo que excluía de toda posibilidad de salvación –según el código de la Guerra Fría- a los independentistas, los socialistas, los librepensadores en materia religiosa, los negros parejeros y las mujeres frescas».5
A ese proyecto político se le sumaría otra dimensión a partir de la Revolución Cubana de 1959: Puerto Rico se convertiría en una de las dos vitrinas del Caribe; en el ejemplo de lo que la presencia y el apoyo estadounidense posibilitan con su proyecto de progreso, consumo y modernización política y económica. Y esto, claro está, en contraposición al modelo cubano, la otra vitrina.
Antes y después de la Revolución Cubana –con particular intensidad a finales de los años sesenta- el movimiento estudiantil boricua serviría como caldo de cultivo para el fortalecimiento de las políticas de otredad en el país. Importantes y violentas huelgas en 1948, 1971 y 1981-82, convertirían al estudiante en otra de las encarnaciones simbólicas del enemigo.
Años después, el fin de la guerra fría quedaría simbolizado por el derribo del muro de Berlín. Ese acontecimiento histórico en Europa coincidiría en Puerto Rico con un proceso de descriminalización del independentismo y con lo que el politólogo Juan Manuel García Passalacqua llamaría el “colapso del proyecto histórico del partido que fundó […] Luis Muñoz Marín” y que tuvo como norte ideológico “el ataque al nacionalismo puertorriqueño”.6 Una serie de declaraciones y órdenes judiciales ponía fin, al menos simbólicamente, a décadas de prácticas de fichaje y persecución política contra aquellos que el sistema político había tachado como enemigos.
De ahí que, a consecuencia de tales cambios y poco a poco, el comienzo de la década de los noventa encontrara a Puerto Rico en una situación de reconfiguración de las señas de identidad que organizaban el mapa político isleño. De una lógica política dura y excluyente en la que la vida colectiva se organizaba sobre la base de la identificación de enemigos y de pesadas e insuperables dicotomías, Puerto Rico comenzaba a vivir en un contexto político más fluido en el que, como resultado de las políticas culturales del gobierno de entonces, liderado por el gobernador Rafael Hernández Colón, la cultura y la fiesta se convirtieron en elementos de cohesión social y en dispositivos privilegiados para la configuración de un nuevo “nosotros”. La historiadora Silvia Álvarez Curbelo narra ese momento histórico en los siguientes términos:
«Las pulsiones autoritarias del populismo tuvieron su caldo de cultivo en una insoportable hipertrofia del estado. Gran parte de la historia política del país en los últimos años gira alrededor del inevitable desencantamiento de sí mismo del estado puertorriqueño desmovilizado finalmente por el cinismo y la corrupción. Desprovisto de la capacidad épica que lo alentó en los primeros años de su ejercicio, el estado populista fue acentuando su solipsismo como espacio de patronazgo y rutina burocrática. Durante el cuatrienio 1988-1992, Rafael Hernández Colón atisbó los alcances de esa entropía y planteó una posible salida desde la cultura. En un viaje de reencuentro con lo que identificaba como las raíces nacionales, intentó reactivar el capital utópico y enfrentar las opciones y rigores del fin de siglo».7
La reconfiguración del mapa político en términos positivos e incluyentes, más que por medio de la exclusión y la negatividad de ciertas posturas políticas, posibilitó unos años de vida en las que las zonas grises y la flexibilidad en los posicionamientos subjetivos y políticos, parecieron posibles. Allí, un proyecto de afirmación de la nacionalidad encontró su espacio por excelencia. Sucede, no obstante, que las propuestas de unidad y balance proponían una configuración de las identidades políticas en el país, siguiendo una lógica distinta a la que, por muchas décadas, se habían acostumbrado las élites políticas de la Isla. En ese nuevo escenario, las lógicas binarias, el a favor o en contra, el negro o el blanco, el antiamericano o el proamericano, cedieron el paso a las zonas grises e hicieron posible la articulación legítima de propuestas positivas de lo puertorriqueño que antes quedaban del lado del “delito político”. Ese escenario menos excluyente y que posibilitaba construcciones de identidades que afirmaban la nacionalidad puertorriqueña, comenzaba, íntimamente, a detonarle angustia e inseguridad a los sectores más conservadores y anexionistas del país. La ausencia de una lógica política dura genera inseguridades que lleva a muchos a leer la opacidad como debilidad del sistema o, lo que es peor y angustiante, como desorden. Y la angustia, la sensación de desorden y la incertidumbre son, en todo escenario político, caldo de cultivo para un recurso político por excelencia: el miedo.
Es importante recordar que Puerto Rico ha vivido, por siglos, escenarios políticos en los que se han detonado el miedo y la inseguridad ciudadana por medio de múltiples dispositivos. En la peor tradición moderna el miedo ha sido, desde los tiempos del dominio español, un recurso colonial efectivo. Ora inhibidor, ora movilizador, el miedo ha encontrado, a lo largo de nuestra historia moderna, su objeto generador de angustia en el mar, el holandés, el protestante, el extranjero, el baño de sangre haitiano, la pluralidad de ideas, el libro, lo ajeno, el color, el sexo, el desorden, y las masas. Es por eso que pienso que el miedo a la presencia incómoda del “subversivo” en tanto objeto generador de angustia, una vez éste perdió efecto performativo, llevó a que dicho miedo tuviera que desplazarse y buscar otro objeto. Tal búsqueda no fue difícil. Con la ayuda de los medios de comunicación -que habían hecho de la sangre y el crimen su principal oferta- la angustia se desplazó a otro frente: miedo al criminal.
Estoy convencido de que esa insistencia en el problema de la criminalidad no solo generó más miedo, sino que creó las condiciones para un retorno a la lógica política de los enemigos y las exclusiones. Rosanna Reguillo precisa, justamente, que el “temor al otro, es uno de los principales dispositivos instituidos para encauzar el miedo que, así visto, se transforma en otra pasión: el odio”.8 Ese retorno a una lógica política guiada por la pasión excluyente “liberó” a muchos de la incomodidad de la opacidad y de la sensación de desorden y “bachata” proveyéndoles un enemigo claro y preciso en torno al cual organizar su cruzada. Si leemos dicho momento histórico a la luz de una comprensión psicoanalítica de las subjetividades políticas, el retorno a una lógica dura “liberó” a los angustiados de la sensación de lo incompleto o vacío que la ausencia de unas identidades fuertes genera, ofreciéndole a cambio una nueva cruzada, una nueva promesa, un “nuevo comienzo”.
Tal promesa ofrecía las condiciones para organizar una nueva cruzada de exterminio simbólico en el país; y una promesa de orden -no importa la validez o veracidad de sus contenidos – es un modo de poner fin a la opacidad generadora de angustia para un pueblo que, según uno de sus dirigentes del siglo pasado, Rafael Hernández Colón, “no está dispuesto a transigir con las ambigüedades”.
¿Qué lecciones se pueden derivar de este sucinto recuento histórico de los modos en que a lo largo de los últimos cien años se han construido las identidades políticas en Puerto Rico? Es mi deseo que allí pueda comprenderse los modos en que el miedo y las políticas de otredad destituyen al otro –entendido como la amenaza o el enemigo- del lugar de un interlocutor legítimo con el que sea posible dialogar y lo que es más, llegar a acuerdos. La lógica de la exclusión implica la destitución del otro y nos coloca además en posición de descartar toda propuesta discursiva que pueda venir de ese frente o asociarse con sus perspectivas. En consecuencia –y esto se constata en la esfera pública puertorriqueña todavía hoy- la posibilidad de que el diálogo público sea un espacio de encuentro, articulación de acuerdos y concertación es exigua. Se privilegia, por el contrario, el debate, donde el otro es visto como un enemigo a eliminar y no como un conciudadano con el que, a pesar de las diferencias, es posible dialogar y concertar.
De la exclusión al tejido de redes y la colaboración
Justo a finales de la década del noventa un grupo de ciudadanos formamos parte de un esfuerzo por nadar a contracorriente de esta lógica política tan arraigada en la cultura puertorriqueña. Aprovechando el escenario de la elección de un candidato a Alcalde en la ciudad de Caguas que había prometido gobernar “por el bien de todos”,9 sin exclusiones, encontramos un espacio para experimentar cómo la deliberación ciudadana puede ser una herramienta para lograr movernos a una lógica política más orientada al diálogo y la colaboración.
Atrevernos a tender puentes y colaborar fueron, justamente, las claves de la gestión que se inició en el Municipio Autónomo de Caguas hace ya más de quince años. Guiados por el lema de que “si nos sumamos, solucionamos” en Caguas propusimos la convivencia solidaria como el principio ético no tan solo del servicio público municipal sino de las relaciones entre todos los grupos y sectores de nuestra ciudad. Compartir el espacio físico y psicológico de una urbe nos obliga al encuentro y al intercambio. En Caguas apostamos a que esos encuentros e intercambios no tenían que ser tensos o violentos ni que tenían necesariamente que remitir a la lógica adversativa y de construcción de políticas de otredad antes descritas. Por el contrario, podían ser cada vez más productivos y creativos para todos y todas, en una ciudad que estaría acercándose continuamente a la visión perfecta que se denominó Caguas 2020 y que guiaría la labor de transformar el entorno urbano, proteger el ambiente y contribuir, como reza la visión de la ciudad, fruto de un proceso participativo de planificación estratégica, al desarrollo de una ciudad vibrante, segura, bella y ordenada, saludable, culta y moderna, tecnológicamente avanzada, solidaria en su convivencia, económicamente dinámica y orgullosa de ser la mejor, centro y corazón de Puerto Rico.
Pero más que la puesta en marcha de un programa de gobierno o el resultado de un esfuerzo participativo de planificación, la gestión liderada por el fenecido alcalde William Miranda Marín y que inició en Caguas en 1997, fue una respuesta a un momento histórico de cambio que explica a su vez la importancia que adquiere hoy una gestión municipal guiada por principios democráticos e inclusivos.
La última década del siglo XX fue testigo de una transformación dramática del Estado benefactor. El discurso de la reinvención gubernamental y las estrategias de reducción de la burocracia del Estado implantadas por gobiernos en todo el orbe, exigieron una reconceptualización del modo en que debían manejarse los asuntos públicos. Para muchos, el neoliberalismo guió la respuesta a esa coyuntura histórica de salida y distanciamiento del Estado benefactor: promoción de las privatizaciones y reducción del gasto público –sobre todo en asuntos sociales- fueron las claves con que muchos líderes y gobiernos se acercaron a recibir el nuevo siglo.
En Caguas, por el contrario, vimos esa coyuntura como una oportunidad para repensar y de paso transformar el modo en que el gobierno se relacionaba con los ciudadanos y viceversa. Cada día nos convencíamos más de que más allá de un cambio de estrategia en la administración pública, nos enfrentábamos a un momento histórico que exigía un cambio cultural y que el gobierno municipal podía impulsar dicha transformación.
El Estado benefactor había surgido como una respuesta creativa a la crisis económica mundial de finales de la década del veinte. Franklin Delano Roosevelt, el primer presidente demócrata elegido en los Estados Unidos desde Woodrow Wilson, articuló el ya legendario Nuevo Trato como una respuesta inmediata a la crisis provocada por la gran depresión cuyo símbolo por excelencia fue la caída de la bolsa en 1929. Dándole continuidad y ampliando las medidas iniciadas por la Administración Hoover, el presidente Roosevelt impulsó un crecimiento dramático del Estado y la ampliación de las medidas de apoyo y asistencia a agricultores, pequeños propietarios, pequeños negocios e industria, que transformaron el hasta entonces Estado no intervencionista, en un Estado benefactor de asistencia social.
Dicha reconcepción del Estado promovida por Roosevelt, si bien dio paso a un mejoramiento significativo de la economía, creó un vínculo entre los políticos y los ciudadanos sostenido sobre la base de la dependencia. Incluso tras superarse la crisis económica que la originó, los políticos, en Estados Unidos y Puerto Rico, promovieron ese modo de vinculación con los ciudadanos –vinculación que, en el contexto colonial puertorriqueño, tiene unas implicaciones de mayor dramatismo-. Y lo que es peor: muchos ciudadanos se fueron acostumbrando a esa lógica que llegó a niveles insospechados con el gobierno del presidente Lyndon Johnson. Las ayudas del Estado benefactor se otorgaban, en la gran mayoría de los casos, debido a situaciones de necesidad. No obstante, el grave error no residía tanto en las ayudas mismas como en el hecho de que no se exigía ninguna responsabilidad a los beneficiarios. Al momento de la llegada del Bill Clinton a la Presidencia de los Estados Unidos y de la aplicación de las reformas sociales impulsadas por éste, Estados Unidos y Puerto Rico habían nutrido a no menos de tres generaciones de ciudadanos que nunca habían participado de los circuitos oficiales de producción en la economía formal.
Para el presidente Clinton la responsabilidad del Estado debía centrarse en proveerles a los ciudadanos una oportunidad para salir de la pobreza y de la dependencia. Pero a cambio de ello, el gobierno debía exigir que éstos asumieran su responsabilidad haciéndose cargo de su futuro y el de sus familias. Es justamente en el contexto de la Presidencia de Bill Clinton que iniciamos este esfuerzo de tendido de puentes y promoción de la deliberación ciudadana en la gestión municipal en Caguas. No solo la reforma social del Estado promovida por Clinton proveyó un marco de referencia para comenzar dicha gestión. Cónsona con la tendencia latinoamericana y global hacia la municipalización, la ley puertorriqueña de Municipios Autónomos, aprobada en 1992 por el entonces gobernador Rafael Hernández Colón, otorgaba mayores poderes y responsabilidades a los gobiernos municipales a cambio del desarrollo e implantación de mecanismos efectivos de participación ciudadana en la toma de decisiones a nivel local.
De modo que el inicio de la gestión pública del gobierno del alcalde William Miranda Marín en 1997 se inscribió en esa nueva tradición de cambio y reforma social que buscaba promover la participación ciudadana y distanciarse de la lógica del Estado benefactor. Sin embargo, enfrentaba y todavía, aunque en menor grado, enfrenta una realidad social: el Estado benefactor había condenado a muchos puertorriqueños a una dependencia brutal. La cultura del trabajo, innovación, creatividad y sacrificio que había caracterizado la sociedad premoderna había cedido el paso a una en la que el gobierno se había convertido en el Estado providencia: más que trabajar duro para mejorar sus condiciones de vida, el ciudadano había sido convertido en un cliente dependiente de servicios y provisiones estatales. El reto, entonces, radicaba en promover la participación, la colaboración y la autogestión en un escenario en el que por décadas las claves organizadoras respondían a otra lógica política y social. Se trataba del reto de reposicionar a los ciudadanos de un lugar pasivo de espectador o cliente, para que se apoderaran y decidieran posicionarse como actores políticos responsables de transformar sus condiciones de vida y las de sus comunidades.
De ahí que el discurso político del Alcalde y su equipo de trabajo, tuviera que transformarse. La lógica política tradicional era muy sencilla: “me das tu voto y a cambio te soluciono esto o aquello, te doy esto o aquello”. Distanciándose de esa estrategia tan generadora de dependencia, el discurso político de Miranda Marín y su equipo de trabajo, comenzó a cambiar. En vez de hablar de gobernar para la gente comenzaron a hablar de gobernar con la gente.
Una anécdota que el entonces Alcalde relataba con frecuencia, muestra este giro tan importante. Durante su primera campaña política, Miranda Marín visitó una comunidad en la que había una controversia entre dos grupos comunitarios. Lo habían invitado a mediar en ese conflicto. Se reunieron en el centro comunal y unos líderes de la comunidad le dijeron: “¡Mire cómo trabaja el municipio! Llevamos tres años pidiendo que envíen a alguien a arreglar la puerta de entrada del centro y no han venido todavía”. Y les respondió, algo perplejo, “ven acá, para reparar una puerta no necesitas esperar a que el municipio envíe una brigada”. Los líderes lo miraban, confundidos. Estaban escuchando un discurso diferente. No les dijo, “está bien, voy a enviar a alguien que repare la puerta lo más pronto posible”. Por el contrario, les preguntó: “¿Cuántos soldadores o trabajadores de la construcción viven en esta comunidad?”. “Como cuarenta”, le dijo uno de ellos. “Ustedes deben conocer por lo menos a uno de ellos, ¿verdad? ¿Por qué no convocan a algunos para que pasen por aquí una mañana y reparen la puerta? Yo puedo aportarles las pinturas si quieren. Seguro les durará muchos años y no se verá como se ve ahora”, les dijo. Semanas después regresó y vio que la puerta había sido reparada. “¿Vino alguien del municipio a arreglarla?” les preguntó. No, me dijeron, “hicimos lo que nos sugirió. Reunimos a un grupo de vecinos y lo hicimos nosotros mismos”. Ni siquiera le dieron tiempo a traerles la pintura que le había ofrecido aportar. Lo que fue aún mejor: la consiguieron ellos mismos.
Relato esta anécdota pues sintetiza ese proceso de cambio discursivo que ha venido registrándose. Por décadas, muchos ciudadanos se acostumbraron a creer que alguien vendría a solucionarle sus problemas, y los políticos, claro está, capitalizaron esa expectativa con promesas de campaña. Es por eso que el programa de gobierno del ayuntamiento de Caguas desde 1997 se sostiene sobre la base de un modelo colaborativo y de autogestión que han denominado la gobernanza democrática. Todas las reuniones con las comunidades se estructuran bajo el principio de que el gobierno es un facilitador de oportunidades pero que los ciudadanos tienen que hacerse y responderse una pregunta fundamental: ¿Qué vamos a hacer nosotros para solucionar nuestros problemas y hacernos cargo de nuestras condiciones de vida?
La politóloga colombiana María Cristina Rojas entendió esto muy bien cuando precisó que la filantropía y la cooperación al desarrollo se han movido en tres grandes modelos. Primero el modelo asistencial surgido en la década del sesenta; el modelo desarrollista hacia los años ochenta; y el modelo del gobierno de lo público, a partir de la última década del siglo XX. Fue justamente conforme a la lógica del modelo del gobierno de lo público que en Caguas se decidió operar y en la que, la deliberación ciudadana pasó a ocupar un lugar medular.
Guiados justamente por esa perspectiva del gobierno de lo público, una de las primeras iniciativas que se impulsó en enero de 1997 fue la creación del Departamento de Desarrollo Social y Autogestión Comunitaria. El equipo de promotores de desarrollo social que allí se creó ha sido responsable de la puesta en marcha del modelo colaborativo gobierno: ciudadanía, impulsando un esfuerzo sostenido de participación ciudadana, voluntariado y fortalecimiento de nuestro capital social que garantice el rol protagónico de los ciudadanos en la solución de sus problemas comunitarios. En palabras del entonces Alcalde, “dicho equipo tiene la tarea de regar la voz de que el modelo colaborativo es la filosofía que guía nuestro gobierno municipal. Que no promovemos la dependencia. Que por el contrario, promovemos la autogestión que para nosotros es libertad; darle libertad a los ciudadanos; libertad de conciencia porque a una ciudadanía autosuficiente y libre no hay político oportunista y corrupto que la pueda engañar”.
A lo largo de estos quince años tanto el equipo de gobierno del Alcalde Miranda Marín, el actual equipo de gobierno del Alcalde Miranda Torres, el equipo de promotores de desarrollo social, como el liderato comunitario y de sociedad civil en la ciudad ha formado parte activa de un amplio y sostenido esfuerzo de capacitación y desarrollo para sentar las bases conceptuales y generar hábitos cónsonos con una gestión pública democrática y de colaboración a nivel municipal.
Dichas actividades de capacitación y desarrollo se han estructurado a partir de los siguientes pilares:
- Diferenciar el modelo colaborativo de gobierno de otros paradigmas de gestión pública, a saber, el Estado providencia, el centralismo y dirigismo gubernamental y la planificación no participativa.
- Re-significar el concepto “política”, para distanciarlo de la comprensión de la política en tanto política partidista. Haciendo honor a su origen etimológico mismo, se ha manejado una noción de la política más amplia, que incluye pero que a su vez va más allá del espacio de los partidos políticos.
- Valoración de los movimientos sociales y las distintas formaciones de sociedad civil como componentes claves del nuevo escenario político, ello en el contexto de una crisis de la representatividad, del fin del Estado de los partidos y del debilitamiento de la democracia representativa.
- Comprensión de la política y lo político centrada en la vida ciudadana y comunitaria. En palabras de David Mathews, la política entendida como política comunitaria y política para la gente.
- Exigencias del reto de gobernar con la gente en términos de reposicionar al ciudadano en el lugar de actor político, vale decir, de productor de acción ciudadana, y no meramente operando desde el lugar de cliente, consumidor o espectador.
- Comprensión de la acción ciudadana como una gestión que no es efectiva si es solitaria, que requiere de los otros y por tanto, requiere del diálogo y de que los ciudadanos tomen decisiones juntos. Pero que requiere además de gobiernos que le reconozcan un lugar, un espacio al ciudadano en tanto actor político.
- Entendimiento de que este enfoque exige una cultura política renovada para el diálogo; y de servidores públicos que estimulen y no teman a la participación, al diálogo y la colaboración. Más aún, que reconozcan el potencial de la acción ciudadana y la legitimidad que provee.
Poco antes de su muerte y al hacer un recuento de los logros y la gestión de promoción de la participación ciudadana en Caguas durante su incumbencia, el alcalde Miranda Marín señalaba lo siguiente: “Claro está, no pretendemos decir que hemos sido 100% exitosos. Apenas estamos comenzando. Los cambios culturales toman tiempo. Pero vamos por buen camino y estamos convencidos que este modelo colaborativo y la participación ciudadana que lo sustenta, son las claves que pueden mover a Puerto Rico más allá de la lógica del estado benefactor y de lo que el sociólogo Luis Nieves Falcón ha llamado la “patología social de la dependencia”. Es por esa ruta que podemos recuperar el sentido de dignidad y orgullo de nuestra gente”.
Lecciones aprendidas y recomendaciones
Si bien se trata de un proyecto de largo aliento que no culmina, la experiencia de promoción de un modelo de gestión pública orientado a la participación ciudadana y a la colaboración en Caguas, nos ha permitido derivar algunas lecciones y me permite articular algunas recomendaciones para quienes decidan comprometerse con la ruta de la gobernanza democrática:
- Los gobiernos que decidan emprender esfuerzos de promoción de la colaboración y la participación ciudadana deben comprender que se trata de un esfuerzo orientado más a la diferenciación que a hacer más de lo mismo. Dicha diferenciación, que sin duda otorga ventajas competitivas y capital de reputación y legitimidad política, exige cambios paradigmáticos y generación de nuevos hábitos cónsonos con el diálogo y la colaboración tanto por parte de funcionarios como de ciudadanos. Ello plantea el reto de estar a gusto con un modelo más participativo y abierto que con esfuerzos controlados y cerrados. Plantea además el desafío de convivir y abrirse a la complejidad más que privilegiar lo parcial y sencillo.
- Los esfuerzos de promoción de la participación ciudadana desde el gobierno exigen una coherencia muchas veces difícil de lograr en la gestión pública. No es posible hablar de participación y en la práctica negarla o limitarla. Si se asume una agenda de participación, es necesario que haya coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Más aún, es fundamental que se registre un reposicionamiento de todos los actores gubernamentales claves en su relación con la ciudadanía. Si los ciudadanos enfrentan discursos encontrados y constatan falta de alineamiento en la perspectiva de los funcionarios de gobierno, ello reducirá la confianza en el proceso y afectará la legitimidad de la vocación democratizadora del gobierno.
- Tanto a los funcionarios de gobierno como a los actores de la sociedad civil, los procesos de promoción de la participación ciudadana les exigen la comprensión de que la deliberación ciudadana es un proceso y no un suceso. Toma tiempo. Se trata nada más y nada menos que de construir una voz pública, de aprender a concertar y lograr hacerlo pasando del acuerdo a la ejecución de la acción concertada; y de romper con prácticas políticas y de interacción que nos han acompañado por mucho tiempo. Por tanto, es imprescindible honrar los tiempos del cambio de cultura política y el tiempo para pasar de la construcción de la realidad compartida a la gestión colaborativa.
- A los políticos profesionales la ruta de la gobernanza democrática les plantea el grave desafío de trascender la lógica paranoica de la contención y la sospecha para abrirse a la diversidad y al desacuerdo, a la crisis y al conflicto, al camino largo y riesgoso, pero sin duda prometedor, de la legitimación política que no surge de silenciar la diferencia sino de trabajarla.
- A los funcionarios públicos les exige aprender a convivir con la crítica ciudadana y dejar de interpretarla como mera expresión opositora. En un escenario en el que se promueve la participación ciudadana y se estimula el trabajo colaborativo y en red, el ciudadano, más que un adversario o un estorbo, se convierte, con su mirada crítica, en un verificador y garante de la calidad de la gestión pública. Si el funcionario público lo ve como un aliado más que como una amenaza u opositor, la gestión pública podrá alcanzar niveles más elevados de calidad y excelencia en el desempeño.
Los tiempos en que el gobierno actuaba de manera solitaria, conforme a la lógica del Estado benefactor y generaba dependencias perniciosas para la psicología social de la ciudadanía, por suerte, han quedado atrás. Las consecuencias de insistir en ello serán sencillamente devastadoras y no hay gobierno, a fin de cuentas, que tenga los recursos para responder a todas las demandas sociales. De ahí que la promoción de los tres pilares del desarrollo sostenible –el crecimiento ordenado, la protección del ambiente y el desarrollo social- tengan que darse bajo la lógica de la participación ciudadana estableciendo lazos de colaboración y gestión compartida con la ciudadanía donde ni el gobierno ni el sector privado asuman responsabilidades que únicamente pueden asumir las comunidades y los ciudadanos a través de formas organizadas de sociedad civil.
El rol del gobierno es y será cada vez más el de facilitar puntos de encuentro y oportunidades para crear alianzas y tejer redes de colaboración intersectorial, donde la desconfianza y la sospecha vayan cediendo el paso a la colaboración, el respeto y la confianza, y donde el protagonismo sea de los ciudadanos y de la sociedad civil que conforman y fortalecen.
- Álvarez Curbelo, Silvia. “La patria desde la tierra: Pedro Albizu Campos y el nacionalismo económico antillano”, en Carrión, Juan Manuel, Teresa Gracia y Carlos Rodríguez (eds.) La nación puertorriqueña: ensayos en torno a Pedro Albizu Campos (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1993), pp. 86-87. [↩]
- Álvarez Curbelo, Silvia. “El discurso populista de Luis Muñoz Marín: Condiciones de posibilidad y mitos fundacionales en el período 1932-1936”, en Álvarez Curbelo, Silvia y María Elena Rodríguez Castro (eds.) Del nacionalismo al populismo: Cultura y política en Puerto Rico (Río Piedras: Huracán, 1993), p. 27. [↩]
- García Ramis, Magali. Felices días, Tío Sergio (Río Piedras: Editorial Antillana, 1986), pp. 28-29. [↩]
- Álvarez Curbelo, Silvia. “Los ejes de la carreta: emigración y populismo”, en Claridad, 23-29 de enero de 1998: 22. [↩]
- Vega, Ana Lydia. “La felicidad (ja,ja,ja,ja) y la Universidad”, en Esperando a Loló y otros delirios generacionales (Río Piedras: Editorial de la UPR, 1994), p. 38. [↩]
- García Passalacqua, Juan Manuel. “Un nuevo diálogo político”, en El Nuevo Día. Jueves 24 de agosto de 1989: 65. [↩]
- Álvarez Curbelo, Silvia. “Virtualidades postpopulistas: De los tiempos del cólera a los tiempos del tratado de libre comercio”, en Gaztambide Géigel, Antonio y Silvia Álvarez Curbelo (eds.) Historias vivas: Historiografía puertorriqueña contemporánea (San Juan: Postdata, 1996), pp.161-162. [↩]
- Reguillo, Rossana. “La construcción social del miedo> Narrativas y prácticas urbanas”, en Rotker, Susana (ed.) (2000) Ciudadanías del miedo (Caracas: Nueva Sociedad), p. 197. [↩]
- Rivera, Ángel Israel, Zoraida Santiago y Leonardo Santana (2007). La gobernanza democrática en Caguas: Una nueva forma de gobernar (San Juan: EMS Editores), recoge la experiencia y los pilares del modelo impulsado en Caguas desde 1997. [↩]