El Arca de Noé
Hace muy poco, una gran mujer escribió un pequeño libro –tamaño 5 ½” x 5 ½”- y lo tituló «Pequeños cuentos de mujeres». Escribió sus 16 pequeños cuentos, lo diagramó, hizo su producción gráfica, adornó su portada con un cuadro pintado por ella y lo publicó.
Rosi Mari Pesquera, la mujer de los pequeños cuentos, nos enseña mucho de su vida a través de estos cuentos de fácil lectura, que nos tocan a todos y todas de una forma u otra. Es un libro para llevar en la cartera, en el bolsillo, para leer de corrido, para reir, para llorar –un poquito-, para compartir y para disfrutar dos mil quinientos elefantes gordos, con bikinis y gafas. –Maribel Franco.
La campaña publicitaria resultó ser un éxito. Las ventas de galletas en forma de animales crecieron tanto que el cliente lo invitó a una cena de agradecimiento y le pidió que fuera con la esposa. A Ramón le gustó la idea porque la esposa es su principal aliada a la hora de inventar campañas, de imaginarse cosas, de poner en marcha su creatividad que siempre le ha servido para vivir holgadamente desde el día que se casaron en una cabañita de campo al lado del río que luego compraron e hicieron suya.
En el caso de las galletas fue Awilda la que sugirió, –¿Por qué no usas la historia del Arca de Noé?
Luego fue él quien desarrolló la idea, dirigió la producción del anuncio televisivo y junto a los fotógrafos y editores lograron unos efectos impecables. Las galletas parecen moverse como animales reales subiendo de dos en dos al gran barco que Noé ha fabricado y en 30 segundos convence a los niños de que esa es la mejor galleta.
Mientras estuvo pendiente del anuncio de las galletitas sólo pensaba en los detalles de las imágenes gráficas que debía producir. Una mañana, antes de llegar a la oficina entró en una tienda de juguetes y compró todos los juguetes que contenían barcos. Algunos eran de plástico, otros de madera y otros de lata. Los llevó a la oficina y los desplegó por todas las mesas, sillas y tablillas para poder verlos todos a la vez. El más que me gusta, pensó, es el amarillo. Se parece a la cabaña del campo solo que flota y navega en el agua. Si yo fuera Noé construiría mi barco con esa cantidad de cubierta para que me quepan todos los animales.
Las noches las dedicaba a ver los programas de Animal Planet. Quería ver cómo se movían los monos y las jirafas, cómo cerraban y abrían los ojos, como jugueteaban con sus crías. Se imaginaba a los animales de Puerto Rico en las mismas situaciones, los cabros de monte, las gallinas, los cerdos, los patos del río. Algún día habrán programas que incluyan nuestros animales, pensó. Es más, sabrá Dios cuáles fueron los verdaderos animales del Arca de Noé. Si Noé estuviera en Puerto Rico, el arca estaría llena de vacas, de bueyes de trabajo, de caballos de paso fino, de palomas sabaneras, de perros y gatos, de pitirres, de lagartijos, de guineas y coquíes.
Una noche Awilda le preguntó, –¿No estás cansado de ver tanto animal? A mí me gustaría ver otros programas.
La contestación le llegó como si la hubiera golpeado. Con furia, con rabia y descontrol Ramón le contestó, –¿No te das cuenta lo importante que es esto para mí? Mi futuro depende de ésto, es más, nuestro futuro porque tú tampoco te salvarás si esto no ocurre.
Awilda se quedó atónita. Sabía que él estaba atendiendo una cuenta muy importante para la empresa pero lo de salvarse lo encontró una exageración. Ella tenía su trabajo, estaban muy bien económicamente y no creía tener muchos problemas. Pero decidió no contrariarlo. Cuando estaba en esos temporales creativos se ponía irracional y conflictivo, tal parecía que vivía lo que se estaba inventando.
Awilda estaba acostumbrada a que Ramón llegara tarde en la noche cuando estaba en plena producción de un comercial importante. Sabía que las sesiones de grabación y edición son largas y tediosas. Por eso no se sorprendió cuando pasaron semanas y Ramón llegaba a las cuatro de la mañana y salía temprano a seguir trabajando. Una tarde invitó a su amiga Inés a que la acompañara al cine. Estacionaron el auto, compraron las taquillas y se detuvieron a comprar popcorn en lo que comenzaba la tanda. Tan pronto abrieron la sala entraron y aún tuvieron que esperar otro rato a que apagaran las luces y comenzaran las proyecciones. Cuando la pantalla cobró vida, a Awilda se le cortó el aliento. La imagen del barco amarillo que había visto en la oficina de Ramón estaba allí con la fila de galletas de animales moviéndose como si fuesen reales en dirección a la cubierta amplia del barco donde los esperaba Noé. Estaba fantástico, bien logrado y contagioso. Pero no fue éso lo que la sorprendió. Lo que la dejó perpleja es que Ramón no le había dicho que el comercial estaba terminado y aún seguía llegando a las cuatro de la madrugada como si todavía estuviera filmando o editando.
No le dijo nada a Inés. Como la sala estaba oscura se tragó la cara de sorpresa que tenía y, aunque la respiración se le desbocó, nadie se dio cuenta.
Tendré que investigar qué está pasando, esto nunca me había pasado con Ramón, no debo pensar que anda con otra, no debo pensar que se enrolló con una de esas chamaquitas que trabajan en la agencia, a lo mejor esa que se pone la camisa bien apretá pa’que se le vean las tetas, esta misma noche le pregunto, cuando llegue a casa se forma la de San Quintín y si no está lo espero para que me dé explicaciones. Mira y que yo no saber que el comercial está terminado, si ya lo están poniendo en el cine, hace más de una semana que lo terminaron.
Cuando llegó a la casa ya Ramón había llegado. La estaba esperando con una copa de vino tinto y unas carnes a la parrilla que a él le gusta preparar. Awilda entró como apagando fuego, con gestos rápidos y cortantes, lista para la pelea. Pero Ramón utilizó todos sus encantos. Le habló de la invitación a cenar que les hizo el cliente, de lo bien que había quedado el comercial, de tanto trabajo que había pasado y sin entrar en calendarios específicos le cambió el tema y la enamoró.
La noche de la cena con el cliente estaba lloviendo a cántaros, parecía un diluvio, tanto que Awilda se tuvo que poner unas botas para no dañar los zapatos que se pensaba poner. Ramón le comentó, –Acostúmbrate que va a estar así toda la noche.
Al salir del restaurante todavía llovía copiosamente y se fueron rumbo a la cabañita de campo donde se casaron y donde acostumbraban pasar algunos fines de semana. Llevaban víveres y ropa de campo.
Al amanecer seguía lloviendo y Awilda se quedó en la casa preparando una sopa caliente en lo que Ramón fue a ver a unos vecinos ataviado con botas de hule para no mojarse los pies. La sopa estuvo lista y Ramón no había llegado. Tardó mucho, demasiado, y esto disparó los pensamientos celosos de Awilda. Se empezó a desesperar, como le pasó en el cine. Las tardanzas, las desaparecidas sutilmente inexplicables, todo le taladraba la mente y el espíritu.
Se fue a esperarlo en el balcón voladizo. Le extrañó ver en el piso unas cornamusas que nunca habían estado allí, pero no le dio importancia, sólo tenía ojos para otear el camino desesperada por ver aparecer a Ramón.
Al cabo de un rato largo, vio una manada de animales, todos diferentes entre si, que venían amarrados por unas sogas finas y largas que llegaban a una sola mano. Eran muchos y caminaban a pasos distintos, unos bajitos y torpes, otros altos y elegantes, algunos intentaban volar y otros apenas se veían. Como estaba lloviendo el camino estaba lleno de baches con fango. Los animales chapoteaban y avanzaban en dirección a la cabaña desde donde miraba, asombrada, Awilda.
Ramón subió las escaleras de la casa, para espanto de Awilda, con todos los animales. Mientras pasaban a empellones por la puerta berreaban, croaban, ululaban, crascitaban, graznaban, zureaban, mugían, bramaban, rebuznaban, maullaban, siseaban, balaban, piaban, aullaban, relinchaban, arruaban, cacareaban, bufaban, ladraban y cantaban. El coro llenó la casa de una sinfonía escandalosa y estridente acompañada por la armonía del repiqueteo continuo de la lluvia sobre el techo de planchas de zinc. El piso se llenó de barro sucio y un vaho fuerte y desagradable oprimió la garganta de Awilda.
Ramón cerró la puerta y, con aire ceremonioso, le dijo a su esposa:
–Mi amor, el diluvio ha comenzado. He conseguido una pareja de cada animal como me fue encomendado. La cabaña nos servirá de barca y mañana, cuando crezca el río, nos iremos flotando para salvar el mundo.
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Pequeños cuentos de mujeres, por el momento, solo está a la venta en la Claritienda.