El fin de la conveniencia
Me levanto y salgo de un acogedor cuarto donde he despertado con música agradable. Abro el grifo y sale abundante agua caliente y cristalina. Tengo ropa limpia y zapatos cómodos que vestir. Café de calidad, desayuno para escoger. Tengo también la opción de ir a trabajar en auto o en bicicleta.
Usualmente prefiero las cuatro ruedas… por si llueve o tengo que moverme a alguna gestión. Trabajo a diez minutos de casa. Tengo un trabajo que me gusta y gano lo necesario para mi módico estilo de vida. Tengo opciones. Puedo escoger qué comer, qué vestir, a dónde ir. Puedo comprar; tengo crédito. Y aunque me quejo de sufrir de stress, mi vida es cómoda.
La comodidad, aunque muy relativa, parece ser un objetivo para la gran mayoría, sino para todos. Mientras más recursos, más opciones. Pero aún con pocos, podemos definir un nivel de comodidad ajustado a nuestras circunstancias, si es que somos realistas.
En la era del “ojos que no ven, corazón que no siente”, o sea, cuando solo estábamos expuestos a la realidad inmediata de nuestras circunstancias, sin acceso virtual, global e inmediato a un mundo infinito, era más fácil definir esa comodidad. Ahora queremos más. El que dormía en la hamaca cómodamente, ahora sabe que hay un posturepedic en algún lugar. El que se tiraba en yagua, ahora quiere patineta.
En nuestro país, hemos comprado el discurso de la abundancia que nos vende la publicidad, los políticos y algunos pastores oportunistas. No hay mejor terapia para la depresión que la visita a un gran y lujoso centro comercial cuyas vitrinas inundan nuestros sentidos y nos hacen olvidar nuestras incomodidades. Además, el window shopping nos crea la ilusión de que tenemos opciones. También podemos alimentar la esperanza de que Dios proveerá.
Las universidades nos llenan de ofertas, aunque muchas no encajen en la realidad de los clasificados dominicales. Los suplementos de autos y propiedades nos hacen soñar con el vehículo o residencia ideal, la cual también habrá que decorar y amueblar con estilo. Y así nos pasamos la vida… ilusionados al punto de creernos que mágicamente vivimos en un país, o en un planeta con recursos inagotables para satisfacer nuestras fantasías.
Miramos al lado y vemos un Haití pobre y negro, al que ayudamos con migajas pero del cual nos desvinculamos como caribeños, aún cuando sea el único otro país de América cuya economía no ha crecido, además del nuestro, en los pasados tres años.
La burbuja ilusoria de que todo es infinito en el planeta, ya reventó. El pico del combustible fósil disponible a costo razonable, llegó y pasó. La capacidad de la atmósfera para protegernos de los implacables rayos cósmicos, se disuelve a cada momento. Y el crecimiento económico sostenido, se acabó.
Y ahora… ¿qué sigue? Bueno, podemos conformarnos con los dramáticos documentales de los History y Discovery Channels sobre las profecías del fin del mundo y pensar que no importa lo que hagamos, en cuestión de un año, esto se fastidió. Por lo tanto, vamos a saquear lo que queda, como en cualquier acto de desesperación y avaricia callejera.
A veces pienso que muchos jóvenes están convencidos de que les queda un año de vida cómoda y luchan por disfrutarse cada momento sin mirar al futuro. Carpe Diem… ¡vive el momento!
No podemos decir que no nos lo dijeron. Profetas, leyendas, chamanes y libros sagrados llevan milenios advirtiéndonos de la necesidad de un comportamiento social ético y afín a la salud del planeta. En años recientes, los científicos y economistas han retomado la advertencia milenaria de los filósofos. ¿Pero quién los escucha? Definitivamente no los que estamos cómodos. El daño que la humanidad postindustrial le ha hecho al planeta requiere incomodidad para darse cuenta y comenzar a remediar.
En su interesante propuesta sobre la publicidad y el fin del mundo, publicada hace ya una década, el profesor de Comunicaciones de la Universidad de Massachussetts y director ejecutivo de la Media Education Foundation, Dr. Sut Jhally, planteaba que para parar a tiempo y remediar los daños de una sociedad consumista y depredadora de los recursos del planeta, había que tomar acción inmediata. Presenta la metáfora de un tanquero que navega a toda prisa hacia la costa y que para evitar chocar, debe cambiar el rumbo en un punto crítico específico. Si pasa de ese punto imaginario, su propia fuerza avasalladora lo hará estrellarse de forma aparatosa.
Nuestro punto crítico probablemente coincide con las fechas de las profecías. Un estudio realizado por la Australian Commonwealth Scientific and Industrial Research Organization y reseñado en el libro The End of Growth (2011) de Richard Heinberg explica que los investigadores analizaron, mediante modelos computarizados, la información de los pasados 30 años sobre el crecimiento de la población global, tendencias de consumo y el nivel de abundancia de recursos importantes, entre otras variables. Concluyeron que el fin del crecimiento económico podría llegar en un periodo comprendido entre el 2010 y el 2050.
Vivimos convenientemente… para nosotros mismos. Pero muchos habitantes del planeta vienen sufriendo por siglos las consecuencias de nuestro consumismo, de ese mismo que nos hace la vida cómoda. Los medios tradicionales poco lo comentan; viven de la publicidad. Pero mientras podamos tener cosas convenientes para nuestro estilo de vida ideal, ¿por qué cambiar?
Desde hace años, movimientos en los Estados Unidos, han venido educando a las comunidades que quieren escuchar sobre la vida simple y la necesidad de cambiar estilos de vida, ajustándonos a un mundo finito en recursos, donde podamos vivir en la armonía necesaria para mantener un balance y permitir adecuadamente la recuperación de los recursos que utilizamos.
Algunas ciudades como Portland y Curitiba, por mencionar las más citadas de América, ya han incorporado en sus políticas públicas medidas que incentivan al ciudadano a vivir con ese grado de conciencia necesario. Organizaciones internacionales como la UNESCO ya desarrollan proyectos de comunicación y educación para el desarrollo sostenible, incorporando medidas tanto ambientales como económicas.
Los cambios en este punto crítico tienen que ser tanto desde la cúpula social como desde la base. Pero usualmente a los políticos no le gusta decirles a los ciudadanos que tienen que cambiar hacia estilos de mayor austeridad porque los opositores los acusan de que no les van bien. Unos y otros, irresponsablemente, siguen prometiendo la vida fácil.
Por otra parte, si el ciudadano no ve la necesidad, no cambiará su comportamiento. Economizar agua y electricidad, consumir alimentos localmente producidos, acostumbrarse a raciones más pequeñas, limitar el uso del automóvil, ahorrar en vez de irse a gastar en cosas innecesarias, son solo algunas de las “incomodidades” que muchos aún no están dispuestos a asumir.
La comodidad nubla el entendimiento. Es como cuando nos enamoramos y perdemos el uso de la razón. Nos hemos enamorado de las posesiones materiales y no sabemos cómo despegarnos de lo conveniente en nuestras vidas. Los electrónicos, la comida accesible, la transportación rápida, la moda, las apariencias, el agua caliente y el cuarto frio… ¿cómo dejarlos? Llegará el momento en que perderemos la opción. No tendremos que preocuparnos por dejarlos. Ya no estarán disponibles.
Muchos aquí y en el mundo, ya no tienen esas opciones. Fueron cómodos por mucho tiempo y solo ahora, cuando se incomodan porque perdieron el empleo, se dan cuenta. Muchos no hacen la conexión entre esa pérdida de oportunidades y la desigual distribución de los recursos en el planeta. Muchos nunca han conocido la comodidad porque siempre han tenido un forzoso trabajo para beneficiar a otros.
El fin está cerca. Más de lo que quisiéramos para sentirnos cómodos. Lo sentimos en el ambiente aunque queremos ignorarlo. No es el mundo lo que se acaba en el 2012; se acaba la conveniencia.
Pero, si no pasara nada, lo cual resulta improbable, al menos habremos aprendido una lección de evolución y podremos vivir en un mundo más justo y conveniente para TODOS.