El Fundamentalismo Evangélico y su Proyecto Patriarcal
En nuestros días, el debate con respecto al evangelismo gira alrededor de la separación de la Iglesia y el Estado, si los evangélicos deben o no involucrarse en los procesos políticos y legislativos. Ese debate es desacertado. Por un lado, las religiones son proyectos sociales. Aunque orientadas a lo espiritual y sagrado, las religiones envuelven interpretaciones, representaciones y explicaciones de las diversas dinámicas y diferencias sociales. Las religiones se esfuerzan, apoyadas justamente en esas elucidaciones y diferenciaciones, por concretar un orden social basado en una distribución particular de bienes materiales y espirituales. Y como alega Samuel Silva Gotay (2000: 56): “Si los evangélicos no tienen nada que decir a las grandes cuestiones sociales desde lo que son, desde su cultura, desde su historia, desde su teología, desde sus criterios sobre cómo distinguir y vivir en la sociedad contemporánea en Puerto Rico, entonces, da lo mismo que existan o que no existan respecto a la situación y futuro de la vida de la sociedad puertorriqueña.”
Desde el punto histórico, y también sociológico, lo interesante no es solo que los evangélicos participen o no de los procesos políticos o que promuevan o no sus proyectos sociales. Es incuestionable que lo han hecho en numerosas ocasiones a lo largo de su historia. Al considerar sus “ciclos de protesta,” incluyendo el ciclo más reciente, debemos preguntarnos al mismo tiempo dónde, cuándo lo hacen y en particular por qué lo hacen en momentos históricos específicos y no en otros. Desde la década de 1990, y tal vez desde antes, los evangélicos han aumentado su participación en los procesos políticos, manifestándose como una fuerza significativa. Y más aún ese incremento en sus acciones políticas coincide con el renacimiento cristiano-evangélico a partir de esa misma década. Entender ese incremento en la actividad política y religiosa del evangelismo requiere considerar las particularidades históricas y sociales de este periodo histórico.
El estudio de esas particularidades no implica ignorar su relación con procesos históricos más extensos. De hecho, esa regeneración evangélica refuta la tesis de la secularización, la noción de que la historia de la modernidad está caracterizada por la declinación de la religión. Ya algunos críticos la habían cuestionado, planteando, entre otras cosas, que sus proponentes subestiman el compromiso moderno con la religión. Uno de ellos fue el famoso sociólogo Peter Berger, quien en 1996 afirmaba que el mundo era tan “masivamente religioso” como antes. Las comunidades religiosas no sólo sobrevivieron la modernidad sino que además crecieron y prosperaron. Con aquellas expresiones, publicadas en The National Interest, Berger rechazaba la imagen de la modernización como agente causante del desplome de la religión. Para el sociólogo estadounidense las únicas excepciones eran quizás Europa Occidental y los círculos académicos, donde la evidencia indicaba que la secularización había sido relativamente exitosa. Puerto Rico tampoco es la excepción. La modernización, intensificada en los cuarenta y cincuenta, y contrario a lo que vaticinarían los proponentes de la teoría de la secularización, coincide con el aumento y fortalecimiento de las “expresiones religiosas,” particularmente del protestantismo (Rivera Pagan, 2000). El protestantismo ha sido una de las expresiones religiosas con mayor crecimiento durante el proceso de modernización. El protestantismo puertorriqueño, su incremento y de la religión (Silva Gotay 1997; Z. & Gutierrez, 2000).
Aunque la secularización no inmovilizó la religión sería inadmisible suponer que las religiones están absolutamente libres de la secularización. Es mejor ubicarlas en algún punto del continuum entre lo secular y su opuesto, asumir que algunas son menos seculares que otras. Reconocer su ubicación entre ambos polos de ese continuum requiere entender las organizaciones religiosas como entidades que aunque opuestas a la secularización muchas veces se constituyen como organizaciones sociales que operan como organizaciones laicas, y que son inclusive organizaciones de alcance global. Se trata de híbridos, de la fusión de lo religioso y su opuesto y, precisamente por ello, complejas y contradictorias.
El resurgimiento religioso al que se refería Berger envuelve dos tendencias: el renacimiento islámico y la revivificación del cristianismo evangélico. Esta última tendencia es aparente no solo en Estados Unidos sino también en Puerto Rico, donde en las últimas décadas, y posiblemente por la relación cercana entre las instituciones evangélicas locales y las estadounidenses, el evangelismo cristiano se ha expandido y fortalecido considerablemente. Los pocos estudios existentes sobre el evangelismo en Puerto Rico presuponen la pluralidad o diversidad de dicho pensamiento. Pero, ha sido el evangelismo liberacionista el más comentado, lo que contrasta con la poca atención que ha recibido el fundamentalismo evangélico puertorriqueño, esto a pesar de que en la actualidad una gran parte del movimiento evangelista puertorriqueño es profunda y abiertamente fundamentalista y conservador.
Usualmente, el fundamentalismo cristiano es definido como un dogma religioso asentado en una interpretación fiel o exacta de la Biblia. Pero es, desde la perspectiva sociológica, todo un movimiento social y religiosos que incluye, por supuesto, la construcción de una identidad colectiva que procura acomodar la conducta individual y las instituciones sociales a las normas religiosas derivadas de la ley divina y según interpretada por las autoridades religiosas, aceptadas como las únicas y legitimas intermediarias entre Dios y nosotros (Castells, 1997). El fundamentalismo insiste también en una “relación personal” con Dios y en la centralidad de la conversión, el “nacer de nuevo.” Valora además el milenarismo y varias doctrinas ortodoxas del cristianismo como la doctrina de la Trinidad. El evangelismo fundamentalista es además heterogéneo, siendo una de sus formas el extremismo evangélico. Por supuesto, no todos los fundamentalistas evangélicos son extremistas y tampoco fanáticos violentos. En Puerto Rico dicho extremismo no ha sido examinado, probablemente porque no ha tomado las formas violentas que alcanzó o manifestó en Estados Unidos y otras partes del mundo.
El evangelismo, particularmente los de corte extremista, manifiesta esfuerzos para negar derechos civiles a ciertos grupos, como a la comunidad GLTB, por ejemplo. Su repertorio de actividades, además de vigilias, cultos, oraciones y clamores, incluye manifestaciones, marchas, boicots, peticiones a líderes políticos, y el endoso electoral de partidos o candidatos afines a su sistema de creencias. Inclusive, se han organizado en partidos políticos y han promovido las candidaturas de aspirantes abiertamente cristianos. También se han movilizado para evitar la formación de grupos opuestos a sus creencias. Asimismo se han activado para oponerse o apoyar políticas públicas o legislaciones particulares. El movimiento también recurre a actividades que asociamos con el ámbito de la infra-política (amenazas, agresiones, insultos, rumores, y chismes) dirigidas contra sus oponentes, a los que continuamente devalúan, manifestando de paso su apego desmedido a los cánones maniqueos.
El fundamentalismo, extremista o no, es un movimiento social con un vector negativo o defensivo que construye su identidad colectiva desde la defensa de la cultura, historia, teología y criterios del evangelismo. La articulación de esa identidad, dinámica y compartida por muchos, es producida por la interacción de varios sujetos, grupos y organizaciones inquietados por la orientación de sus acciones en el contexto de las oportunidades y demarcaciones de un mundo muchas veces imaginado como la civitas diaboli. Se trata de una identidad colectiva forjada en la resistencia, una identidad defensiva que reacciona contra la modernidad, su expansión e intensificación global, por un lado, y a la crisis del orden patriarcal, por otro lado (Castells 1997). Me interesa subrayar lo segundo, lo que es innegable en el caso del fundamentalismo evangélico local.
La transformación de las relaciones de género, hoy con señales de ser un poco más equitativas que en el pasado, la creciente diversidad en vínculos familiares ligados a la disolución de los patrones familiares tradicionales, y los logros del movimiento feminista y los del movimiento GLTB, han provocado una reacción defensiva, muchas veces sexista y heterosexista, entre los evangelistas. Se trata de la defensa de los privilegios de ser varón. Eventos recientes en Puerto Rico, como por ejemplo la movilización fundamentalistas en contra del matrimonio gay y contra la educación de género en las escuelas públicas, confirman que, en efecto, el fundamentalismo isleño constituye una defensa del orden patriarcal y de la masculinidad hegemónica. El proyecto social evangélico es de muchas formas un proyecto patriarcal que contiene interpretaciones, representaciones y explicaciones de las relaciones y diferencias de género así como de las relaciones entre heterosexuales y sus otros. En adición, desarrolla esfuerzos para restaurar el orden social patriarcal, uno fundamentado en la distribución desigual de bienes materiales y espirituales entre hombres y mujeres y entre los heterosexuales y los que no lo son.
En Puerto Rico, como en Estados Unidos, los principales enemigos de la fe evangélica son las feministas y los gays. Son sus chivos expiatorios, los chivos cargados con todas las culpas del pueblo, su mejor sacrificio a Azazel. Las verdaderas amenazas a la familia, como la pobreza y la violencia doméstica, son por lo general ignoradas. El ejemplo más reciente fue el aniversario número 40 del Día de Clamor a Dios, un popular y nutrido espectáculo cristiano, donde Jorge Raschke y su fanaticada clamaron contra la diversidad sexual y los derechos de la comunidad gay, oponiéndose también a las políticas para introducir la enseñanza de la perspectiva de género en las escuelas públicas del país. La postura de Rashke y otros líderes religiosos me recordó el “déficit serio” al que se refería Rivera Pagán (2000: 19):
Considero un déficit serio el que los portavoces de las congregaciones protestantes participen en el debate legislativo más bien para preservar caducos códigos de la moralidad que para imaginar formas sociales legítimas de un convivir más justo y libre. Las discusiones públicas sobre posibles enmiendas a los códigos civiles y penales, la educación sexual, el síndrome de inmunodeficiencia adquirida, el embarazo de adolescentes, la disponibilidad de medios anticonceptivos y la homosexualidad se ven con frecuencia opacadas por el estilo beligerante y estridente y el espíritu inquisidor y anatemizante de muchos líderes religiosos, quienes esgrimen los horrores legendarios de Sodoma y Gomorra para estigmatizar toda propuesta de liberar las normas legales de prejuicios atávicos.
Para Rivera Pagán la alternativa es abandonar la intolerancia y formar diálogos en los que prevalezca el respeto a las diferencias. Pero esos diálogos también deben ser espacios para la crítica recíproca. Lo inquietante es que los actores seculares, incluyendo a la izquierda puertorriqueña, no sometan los proyectos sociales evangélicos a una rigurosa crítica, que estos no produzcan una crítica sistemática y efectiva de la cultura, historia, teología y criterios del fundamentalismo evangélico. La ausencia de esa crítica no es solo “déficit serio” sino además un aporte a la continuidad de la hegemonía neoliberal, cuya permanencia ha dependido precisamente, y particularmente en Estados Unidos, a la coalición entre los evangélicos fundamentalistas, los republicanos y el capital.