El malestar del diseño: a propósito de Santurce es Ley
El evento de Santurce es Ley interesa menos que la segmentación tribal de opiniones que genera. El hecho mismo de forzar a que se tenga una opinión, y se maneje como causa, contrario a la apatía y el silencio con el que se desarrolló la no-causa del Oso Blanco merece sosegada atención. En definitiva, hablamos de posicionamientos frente a las ruinas físicas del colapso del estado y la ficción de país, y de las colaterales nostalgias que resultan simpáticas, y cuentan con autorización, versus la selectiva decomisación de memorias al vertedero del olvido. Hoy, un canto de reja silvestre reciclado cosecha más afectos, cual perro sato rescatado, que los refinamientos de mosaico “pura sangre” de una antigua prisión. Algo corre aquí que resulta contradictorio aun desde las modas brooklynizadoras que inspiran mucho de este vuelco neo-romántico al incomprendido Santurce. La ruina culta y la ruina popular parecen existir en abierto antagonismo. Lo fácil sería decir que mientras la primera es críptica y requiere destruir mayor cantidad de cascarones mnemónicos para volverla a circular con alguna pertinencia cultural, la segunda aguanta un catálogo mucho más amplio de nuevos contenidos. Si Oso Blanco es el político snob y antipático que finalmente se queda sin base demográfica, Santurce es el político carismático, abierto a improbables sumas y confluencias de aspiración y contenido.
Mi punto a la ligera sería que aquí hay algo más, y que en esta temporada de primavera-verano que abrió con el carcelero Oso y cierra con la Ley en Santurce, se barajean síntomas de fisura interna en los paradigmas de diseño con capacidad de convocar, o espantar, a distintas generaciones. Lo otro es que, contrario al sentido de excepcionalidad y respuesta orgánica que los leguleyos de Santurce quieren darle a su iniciativa, su propuesta es una sucursal de corrientes internacionales cuya instrumentalidad abre debates en todos lados. ¿A quién sirve? ¿Para qué sirve? Por ahí anda la cuestión.
Los cañones ya se anticipan en fila contra la posibilidad de que un genX’er intente presumir de autoridad alguna para dar visto bueno o censurar un esfuerzo que se encuadra en líneas chamaquitistas, que no es otra cosa que la propensión maliciosa a circular estéticas del cambio sin la ética del cambio, más bien dejando la estructura de poderes y valoraciones en sitio; acaso decorándola, literal y conceptualmente. Advierto de entrada que no comparto la paranoia profetizadora de elitizaciones y desplazamientos de poblaciones porque un grupo de artistas y uno que otro buscón-gestor vinieron a aprovecharse del silencio cultural y de las latentes ganas de beber y olvidarse del invierno fiscal boricua. Pienso que hasta ese miedo automático es parte de la irreflexiva copia de actitudes de otros lugares sin poner condiciones a su pertinencia. Es decir, que soy aún más pesimista, que en nuestras concesiones al tránsito de ideas derivativas y faltas de originalidad, ya ni miedo autóctono producimos, sino que lo importamos preempacado de alguna otra ciudad o comunidad auténticamente asediada. Si a usted en serio le interesaba identificar villanos y verdaderas fuerzas de incautación tenía que haberse movilizado al Oso Blanco, por ejemplo. Santurce, contrariamente, está bien, y quién sabe si hasta mejorando, con o sin el apoyo de los chamacos. Y estar bien en Santurce es seguir estando allí a pesar de tanto mensaje de lárgate y el contradictorio tranque de lo barato que sale caro, porque el asunto del gran «loft» a precios bajos es otra falacia más, importada de algún otro lugar y tiempo.
Sospecho niveles de neurosis en los amores y desamores que desata Santurce es Ley. Pretendo dar con ellos en lo que se ve pero no se dice del diseño, por eso de retomar la vieja manía de querer demostrar que el diseño es el primer cuerpo que viene a sufrir los embates de cualquier nueva epidemia de malestar cultural. Usted puede seguir pensando que diseño y diseñador son dos figuras de dudosa orientación burguesa, y que son culpables con antelación a cualquier juicio. Yo prefiero salir a ver eso que desprecio, en parte porque no temo reconocer mi propia orientación hedonista, mis simpatías, para nada ocultas, hacia el placer que se redime colectivamente, y mi adhesión a un imaginario de solidaridad que es todo gozo y guachafita, y no el dolor y el sacrificio revolucionario de eterna movilización y pospuesta reivindicación. Cada placer redimido me reivindica, a mí y a quiénes sean cómplices de la operación. Por eso es que no puedo salir corriendo a censurar un carnaval santurcino, aunque se vea la panza de complacencia a una milla de distancia. Si hay gozo, no puede ser tan malo, digo yo.
Y de la evolución del gozo en el diseño es que quiero pasar revista, aunque sea provisionalmente.
Las últimas dos temporadas de Mad Men han servido para refrescar memorias de la infancia, con el consecuente descubrimiento de sospechosas distorsiones. Uno de los más frecuentes malentendidos en la manera como se restaura el recuerdo de los interiores de los sesenta y setenta, insiste en asignarle sobriedad, armonía y antisepsia modernista cuando la realidad del interior, muy bien documentada en la popular serie que llega a su fin este año, sugiere crisis y conflicto. Desde mediados de los años cincuenta, los jóvenes diseñadores de entonces comenzaron a mostrar dudas hacia la limpieza y economía estilística que la primera era de la máquina trajo a la composición (de tipo serial, basada en criterios de repetición), y a la paleta de materiales (acero, cristal, acabados lisos o brillosos). Se trata de una corriente de refutación a la estética de lo nuevo y nítidamente compuesto promovida por la maquinaria publicitaria de la Bauhaus alemana entre los años veinte y treinta. La contrapropuesta de lo que luego llamarían “modernismo tardío”, introduce un interés por expresar la presencia humana a través del rescate de materiales tradicionales; se hablaría de la restauración de un ojo artesanal, de celebrar las imperfecciones del hombre, en lo que retroactivamente puede ser interpretado como una reacción a la amenaza nuclear, con el consecuente replegamiento a la vida, a la visceralidad del cuerpo, a lo primitivo incluso. Así, las mentes más radicales de la época dejaron ver sus dudas en torno a la dirección tecnológica del futuro. Hasta los propios imaginarios de diseño futurista, que parecerían representar lo opuesto al “primitivismo” antitecnología con el que coexistieron, podrían entenderse hoy como otra reacción más a la neurosis de autoaniquilamiento, en este caso, amaestrando a la máquina, asignándole un carácter lúdico y en última instancia, inofensivo.
Colin Rowe, crítico y téorico de la arquitectura y el diseño, recapituló esta persistente manifestación de la ansiedad tecnológica en su obra seminal, Ciudad Collage. En su reflexión, que vio la luz a finales de los setenta, Rowe propone una estética de bricolaje e improvisación con fragmentos de historia con el fin de exorcizar el totalitarismo político desde el libertarianismo estético, presumiéndole un sesgo ideológico siniestro a las fuerzas de la tecnología y al artefacto de diseño limpio y serial que tendieron a favorecer. Si lo miramos con distancia, la sugerencia de Rowe viene a validar lo que ya pasaba en las calles y en las pasarelas, y que los arquitectos y diseñadores venían elaborando con mayor o menor conciencia desde sus creaciones a lo largo del periodo de la posguerra. Rowe identificaba dos antídotos para la ansiedad combinada del apocalipsis tecnológico y el totalitarismo en dos vertientes estilísticas que ya estaban en circulación, la organizada bajo la rúbrica de la ciencia ficción, que él definía como “nostalgia por el futuro” (o por un futuro bajo el control del hombre), y la “nostalgia por el pasado”, que Rowe representaría con los simulacros históricos del Main Street de Disneylandia. Disneyworld, según Rowe, sintetiza ambos imaginarios estéticos o antídotos a la ansiedad moderna, así participamos del viejo sur de Tom Sawyer y de las profecías escapistas de Tomorrow Land en un mismo día de recreación.
En Mad Men, ambos imaginarios, el del futuro como ruptura y el de la tradición como eterna vuelta, han sido empleados para caracterizar desde las personalidades hasta los lineamientos ideológicos de los protagonistas. Pero dejando a un lado ese pareo estilístico con las respetivas estéticas de los personajes, existe una clara tendencia en el manejo de los interiores según va avanzando la serie en su trama a lo largo de los sesenta, y me refiero a la creciente contaminación del interior más o menos parco de las primeras temporadas, con elementos exóticos e intencionalmente anacrónicos al momento y al lugar. Para el ojo contemporáneo, esta paulatina “degradación” de la pureza modernista, se experimenta como un flujo contaminante de patrones y texturas cada vez más intricados y violentos. Se destaca el colorido brillante y de gran contraste, las paletas de colores complementarios y, en general, la celebración de lo estridente según se prepara el programa para dar la curva de los sesenta a los setenta y anticipar la posmodernidad. Hasta la lacónica estampa de su héroe, Don Draper, que fue representativa de vigor y originalidad en los tempranos sesenta, siete años más tarde luce conservadora y fuera de sintonía con los tiempos. Su staff de creativos, particularmente los varones, comunican su diferencia vanguardista e independencia de criterio con la exageradas proporciones y el colorido saturado de sus vestimentas y, por supuesto, con la aparición de vello facial en rostros que antes fueron lampiños. Hasta el bronceado de algunos personajes parece dejar ver una veta de inseguridad y duda en torno a la supremacía de ese hombre blanco que regía desde interiores perfectamente alineados con el optimismo tecnológico, que es la imagen icónica con la que comenzó la primera temporada de la serie, y que corresponde a la estética modernista. Esta fisura estilística encarna el agotamiento de las estandarizaciones modernistas, que ya a finales de los sesenta adquirían la forma de un malestar cultural.
Mi memoria consciente comienza en el 1969, el año en el que todo parece indicar que concluirá Mad Men. Como a todo infante, hay hechos que se registran con fuerza emblemática. Los trajes de mi padre en telas ligeramente satinadas y de pata estrecha, viéndolo en su oficina de grandes paños de cristal y marquetería de madera clara a manera de pecera interior, en la sede del desaparecido Banco Crédito y Ahorro Ponceño en la Parada 17 y media de Santurce, se registraron como una aspiración de masculinidad pensada aún desde lo “neat” e hiperhigiénico. De otra parte, la sustitución de los muebles mid-century en nuestra casa de urbanización, mutilados por el sol que dejaba entrar la puerta de cristal, que se exhibía sin cortinas, tal y como pedían los editoriales hasta 1965, y que fueron desplazados a principio de los setenta por el nuevo estilo mediterráneo de pseudoquijotesca factura, representaron aspiracionalidad desde la mezcla, la ruptura dramática y el contraste. Este es mi primer recuerdo del concepto del lujo bajo la insignia que luego llamaremos “temático”, que trae a la mente el tópico del “pastiche” posmoderno. La transparencia que de niño de tres años me vinculaba al jardín-terraza a través de la puerta de cristal, quedaba ahora, a los siete u ocho, anulada por una pesada cortina de brocado verdoso. Mi terraza de juegos sería ahora un proscenio, al cual llego tras atravesar el telón-cortina.
Como toda familia de clase media, las compras se hacían en segmentos, y hubo que esperar unos años antes que pudiéramos sustituir el comedor sesentoso, que tenía un trasunto escandinavo, (y que un tío más joven, barbudo y siquiatra, supo reconocerle valor, e incautar a tiempo), por un nuevo conjunto en excéntrico “Early American”. Ahora, la sala “mediterránea” conversaría a lo ano de res con los tiempos coloniales americanos; labrados de madera (probablemente de mano de obra mexicana o venezolana) quedarían enfrentados al pedimento plástico del nuevo chinero, y a las sillas con espaldar de falso empajillado, también de plástico. Todavía recuerdo el día en que descubrí que nada de aquello que me había acostumbrado a ver era madera y, sin embargo, antes le cogí ganas a la “mediterraneidad” de la sala, con la pradera de terciopelos verdes y los balaustres barnizados, que a las líneas de barroco rústico del conjunto de comedor “Early American”. Posiblemente, los segundos encontraban mayor cercanía a los interiores de la televisión de mediados de los setenta. Hasta en Charlie’s Angels vi yo muebles “Early American” en su momento.
Pero estos follones tematizadores no ocurrían solamente en mi casa. Las tiendas de ropa de caballeros también adoptaron en los setenta los furores del interior temático, en una onda no muy distinta a las recetas que Ricardo Alegría proponía para los interiores del Viejo San Juan, no tanto por el rigor arqueológico de sus investigaciones, sino porque estaba de moda el drama y San Juan debía vestirse para las expectativas exóticas, y a la vez aspiracionales, de sus visitantes turistas.
Tendría que decir que desde que tengo uso de razón, dado que me tocó nacer y vivir dentro del giro posmoderno, todo mi mundo de moda y diseño, sea desde el kitsch clasemediero o desde el interior “diseñado”, se basó en una misma vocación para la tematización o la recreación dramática. Leer de simulacros y representaciones como sentencia teórica, años después, para nada sonaría foráneo a mi repertorio autobiográfico, viniendo de donde vengo, y más bien fue el momento de reconocimiento de que eso que vi y aún veía era parte de una corriente más abarcadora que el cerrado universo de una isla con intermitentes relaciones con el resto del mundo.
Ya los ochenta y noventa no serían otra cosa que la intensificación de esta extendida tendencia, que va para cincuenta años, de recuperar y mezclar estéticas preempacadas. Si bien Sears, un referente importante, perpetuaría hasta los noventa un tipo de interior ajeno a los tamaños y evoluciones estilísticas de las residencias clasemedieras puertorriqueñas, en los valles y llanos del suburbio se dieron sucesiones de estilos cortesía de los negocios que abrieron y cerraron según dictaba el ciclo de la tendencia. Así tuvimos desde un breve neomodernismo de cromio y plexi-glass “aeroespacial”, hasta el ratán/mimbre/pino con helechos y estampados tropicales (en beige, naranja y marrón), el colorido pasteloso que lo mismo replicaba la ropa de surfer que el ajuar de encaje de la nena para el Prom, y más recientemente el rústico mexicano y la llegada de trópicos de Bali. Desde hace unos quince años andamos estacionados en la reintroducción de un mid-century californiano con toques escandinavos, cuyo comienzo coincidió, más o menos, con Tom Ford al frente de Gucci y su rescate del Halston setentoso (que a su vez coqueteó brevemente con el llamado modernismo heroico) a mediados de los noventa, un follón que sigue vigente, hasta en interiores de comerciales de televisión.
En los últimos años, las técnicas materiales de tematización del interior han ganado mayores alcances ilusorios, con un efectivo acceso a recursos de iluminación que recrean la noche en el interior, ya sea en una Toscana imaginaria, o en cualquier trópico que no sea este. Aún las propuestas de diseño que eluden los tópicos, y que se imaginan gestoras de algún tipo de originalidad inédita, tienden, en su renuencia a pertenecer al lugar, a escapar al cosmopolitanismo europeo, o a la seguridad que representa la tenencia de muebles de la abuela de alguna casa de producción artesanal de alegado abolengo criollo. Ambas son formas de tematización del interior apoyadas en la simulación como rasgo inescapable de la vida cotidiana.
Y precisamente, como reconozco la trampa tematizadora, y la imposibilidad de desarrollar e implantar un concepto de diseño que no tenga vínculos aspiracionales con algún tiempo o lugar pasado, o con las narrativas a los que se le reducen, es que observo con abierto escepticismo las recientes propuestas que sugieren una tregua al pastiche, y eventual recuperación del original. Aquello que caricaturizamos de manera imprecisa bajo el sello hipster resume esta pretensión de haberle ganado la partida al infierno posmoderno de espejos y reconfiguraciones teatralizadas del pasado. Esa convicción de originalidad, manifiesta o implícita, es la fuente del malestar del diseño que me redirige a Santurce es Ley. Las batallas que antes se desataban en el laboratorio controlado del interior doméstico y comercial, se relocalizan ahora a la calle, reclamada como testimonio de ruptura y vuelta a la autenticidad.
2. De la prótesis del interior a la ocupación parasitaria del exterior
Intento explicar dos fenómenos aquí, primero, por qué el epicentro de las búsquedas del diseño parece haberse relocalizado al exterior, ya sea en la proliferación del paisajismo instantáneo que trasplanta especies maduras para que en una semana parezca que siempre estuvieron allí, o en las iniciativas muralistas cada vez más encuadradas dentro de formatos institucionales o comerciales, alejados ambos de la figura del vándalo que apenas hace unos años dominaba el repertorio de caracterizaciones de artistas y grafiteros en boca de alcaldes iracundos y sus lugartenientes. El segundo punto sería explorar la condición parasitaria de estas intervenciones, abiertamente efímeras, versus la autonomía prostética del diseño interior a lo largo de medio siglo de sucesivas olas tematizadoras.
Un tercer asunto sería descifrar si eventos como Santurce es Ley son alternativas al tematismo, o si son, contrariamente, su más agresiva entronización.
No quisiera dar la impresión de que mis observaciones surgen de alguna latencia católica que desconfía de las réplicas y añora la segunda venida, y definitiva restauración en el altar de la cultura, de la figura del original. Líbreme Dios, si hay alguno.
En otros foros he relacionado nuestro nacional apego a la articulación parasitaria de superficies a la ausencia de mecanismos políticos de participación en la concepción, deliberación y eventual configuración del espacio. Bajo ese régimen, la superficie queda como único ámbito de existencia con algún nivel de permeabilidad a la voluntad colectiva o personal, pues el espacio es la dimensión vedada. La mayor prueba de la creciente pérdida de capacidad para dictar la naturaleza del espacio la provee el propio Santurce. Su constitución y paulatina destrucción ocurre sin que manos locales, sean públicas o privadas, puedan hacer mucho por tomar parte. No solo escasean los capitales, escasean también las herramientas de jurisdicción que tendrían que asumir control del resto del territorio del País para evitar la escandalosa ruina, ya no de Santurce, sino de todos los proyectos incompletos de ciudad que han sucumbido a la rapacidad colonial del desparrame urbano.
Cualquier voluntad de diseño procurando existir en el espacio vivo y duro de la ciudad no tiene otra opción que acogerse al remanente de superficialidad, pues ni tuvo fuerza para erigir paredes conformadoras de espacio, mucho menos tiene capacidad para destruirlas hoy. El muralismo reciente se arroja como boxeador de peso pluma al cuerpo inerte del que fuera boxeador de peso pesado, que es la masa cementicia consolidada bajo los códigos y premisas de un otro colonizador. El parasitismo de los murales en Santurce es Ley sobre el cuerpo inerte de una ciudad en fuga teletransmite en alta resolución nuestra propia imagen parasitaria, o el sentirnos aferrados a una ciudadanía de peso pluma en el cuadrilátero constitucional del peso pesado. Somos parásitos de un cuerpo que hace rato desapareció, peces adheridos a un coral que ya no puede proveer, sino es que su meta siempre fue proveerse.
Manejo aquí la idea del diseño como retrato, proyección inconsciente del retratado.
La expansión del diseño en la proliferación de objetos y hasta en la idea del empaque como objeto de diseño en las últimas tres décadas ha sido estudiada por muchísimos autores, y en casi todos aparece la rutinaria acusación de que es un recurso del capitalismo neoliberal sujetar cualquier deseo, apetito estético o insatisfacción a un esquema de compra-venta. Para lograr esta expansión sobrenatural de los alcances del diseño, fue imperativo desvincular a las escuelas y programas universitarios que lo enseñan de consideraciones éticas o sociales, salvo el abordaje del calentamiento global, que no deja de ser una estrategia “tokenista” de alegada “responsabilidad social”, pues, como sabemos, salvar al planeta requeriría mucho más que diseño, por no decir un cambio radical del actual paradigma económico de crecimiento ilimitado y acceso a bienes como fin último e indicador definitivo de salud fiscal.
En Puerto Rico, pese al ya crónico retranqueo económico, se ha dado una ampliación de la oferta educativa en diseño. Una parte de esta reciente expansión existe por colonización de arquitectos desplazados del mercado laboral tratando de encontrar en campos afines nuevas formas de subsistencia. La mayoría de este auge de la oferta de programas de diseño, sin embargo, es consecuencia de la adopción acrítica de tendencias mundiales que llegan con el consabido atraso que nos caracteriza, y sin que medie una mirada dispuesta a poner condiciones a aquello que pretende adoptarse por impulso. Para el negocio de la educación en diseño, es menester mantener vivas las vitrinas y los escenarios de divulgación que sugieran crecimiento y desarrollo incipiente de una pequeña gran industria de diseño, aunque la realidad se distancie de esta dinámica percepción.
Del aludido surplus de estudiantes y egresados, a quienes los medios internacionales les sugerían paraísos de diseño y aspiracionalidad para los cuales el presente económico y cultural de Puerto Rico no tiene acomodo, surgen las recientes ferias de diseño, como las que hasta hace apenas un año promovió exitosamente el Instituto de Cultura bajo la dirección de Marilú Purcell en la sección de artes plásticas, y las estaciones repetidoras que le sucedieron en el ámbito privado (con algún acceso a la teta de fondos públicos), casi siempre adoptando un credo apolítico e internacionalista, aunque los productos mismos de diseño sigan una línea neobohemia, criollo-chic de “yo-también-salvo-al-planeta-desde-Puerto Rico”.
Santurce es Ley comparte un origen similar en los mencionados excedentes de creatividad.
No desprecio esa producción, y si ven que meto la puya es porque extraño en ella saludables niveles de suspicacia, que le darían la oportunidad de convertirse en algo más que producción local posando para un lente primermundista. Sigo sin encontrar en gran parte de esta nueva generación de diseño hecho en Puerto Rico alguna nota de reserva, de reflexión crítica, fuera de las ya formularias promesas ecológicas o la celebración paternalista del muchacho que-es-bueno-con-las-manos.
De Santurce es Ley tengo que decir que es precisamente su insidiosa comercialización disfrazada de acontecimiento cultural lo que más me hace destacarlo del “bonche” de periferia artístico-cultural. Por supuesto que no es el posicionamiento crítico que hubiera querido ver, pero al menos celebro que sus organizadores/promotores han reconocido la necesidad de crear un contexto de recepción y un modelo de negocio para poner a circular su propuesta sin tener que depender de que un medio externo, como pudiera ser algún magazine de masiva circulación hipster o el propio gobierno, venga a proveerles espacio bajo las condiciones que su ojo editorial o agenda ideológica imponga. Que este aparato de circulación home-made, orientado a una audiencia local, sea vendido mediante comparaciones a fenómenos urbanos que ya hoy resultan problemáticos, donde la presencia de creatividad joven fue el preámbulo al desplazamiento de comunidades, es, por otro lado, muestra de inmadurez, o peor aún, ingenuidad, señal ineludible de que el sesgo temático no ha sido superado del todo, y que el “aquí diseñado” sigue nutriéndose de un “allá” que vino antes. Copiamos mal cuando ni siquiera aprovechamos la distancia cronológica para hacer ajustes al modelo, o incluso desentendernos de él enteramente si el asunto ya ha generado su propia literatura crítica. A esto volveremos ya mismo.
Ahora veamos el asunto de la sustitución de la prótesis temática en el interior como objeto de diseño (mediterráneo, neomoderno, rústico mejicano, etc.) por la intervención parasitaria en estructuras y narrativas de ciudad de donde quiere extraer su fuerza (Santurce es Ley). ¿Por qué afuera y no adentro? ¿Por qué parasitario y no prostético, concediendo que ambos son modos de sujeción efímeros?
Comienzo por decir que el interior temático doméstico y comercial en Puerto Rico parte de un supuesto de provisionalidad. Más que un proyecto de vida que acumula y colecciona elementos sin que necesariamente se establezca un principio y un fin, la concepción del interior ha sido dominada por la estética de lo instantáneo y a la misma vez reversible. En el peor de los casos, el interior, como en mi ejemplo autobiográfico, termina siendo la acumulación de tiempos y estéticas sin criterio alguno de unidad a pesar de las diferencias; en el mejor de los casos el interior se consolida como fantasía temática instantánea, coherente y cuidadosamente editada, aunque luego sea desplazada por la próxima nueva moda (o la llegada de una nueva franquicia). Ese entendido de transitoriedad, que hoy agudiza aún más el sentido de precariedad, real o percibida, fija el diseño al renglón de prótesis temática, fácil de instalar y fácil de remover, porque no aspira a ningún refinamiento largoplacista sino a la materialización en tres dimensiones de un ideal plano, fotográfico. La misma actitud de acumulación errática, muy obediente a los mandatos del mercado, aparece en nuestra vestimenta, que fue de las primeras diferencias culturales que observé durante los años vividos en Europa, y que me expusieron a los hábitos de consumo de su clase media. Allá, al menos hasta los noventa, se adquirían menos piezas y se compraba mayor calidad, siguiendo un gusto que evolucionaba con menos dependencia a las tendencias que el mercado empujaba. Me llevé la impresión de que mucho del espectáculo de tendencias europeo estaba dirigido a los mercados histéricos de Estados Unidos, los petroleros del mundo árabe y las afluencias de Japón y Corea. Europa miraba a su propia proliferación de tendencias de diseño con escepticismo.
En nuestra internalizada escasez, el interior temático ofrece consuelo inmediato, sentido de control transferido a las piezas que a manera de prótesis construyen una realidad alterna, si bien frágil. Se reproducen en el interior temático actitudes comunes a las fetichizaciones de la comida, donde el exceso presupone una medida paliatoria frente a la percepción de que tarde o temprano volveremos a la escasez. No dudaría en decir que una parte del éxito de cualquier franquicia extranjera en Puerto Rico, particularmente las de comida, viene de la fórmula del interior temático, que instantáneamente provee la escapada del desierto de calidades suburbano. En el interior temático la ansiedad del sediento/hambriento desaparece. Un concierto de materiales, cuyos protocolos de encuentro vienen diseñados desde el extranjero, ameniza la vida cotidiana del interior comercial en Puerto Rico, mitigando angustias, comprando tiempo.
Mi desarrollo de infante a adulto ha visto la expansión del interior temático. Escasean los lugares donde el ojo pueda posarse en un local sin la inequívoca percepción de que más que un lugar se habita una narrativa fantástica. El romance con el hormigón expuesto, que muchos de los arquitectos de mi generación exhiben es, sin lugar a dudas, una reacción al creciente universo de acabados efímeros y de simulaciones, que visto de otra manera no es otra cosa que la última fase de la presencia imperial norteamericana (o de capitalismos globales, si es que las sagas de corte nacionalista les resultan trasnochadas), una que impone su razón de baja calidad constructiva y máxima ganancia, con el consabido efecto de erosionar la experiencia y los ámbitos que contienen la vida misma.
Se concentran dos necesidades aquí, la de mínima inversión material y la de la máxima capacidad expresiva. La primera quiere retirarse tan pronto recupere lo invertido con alguna ganancia, la segunda exige regodeo en la construcción imaginaria del lugar. Le toca a los materiales y estéticas de simulación resolver esta paradoja. La impermanencia, que es la base del modelo, ahora será sometida a operaciones de disimulo, con pátinas, huellas de uso y envejecimientos artificiales. Las nuevas y no tan nuevas materialidades de la simulación ya no serán vistas como un recurso aislado, existen junto al salto cualitativo que bajo presiones similares ha dado la iluminación artificial. La promesa de ahorro energético es apenas una ínfima parte de lo que ha impulsado el desarrollo sin precedentes en las tecnologías de iluminación. Se trata de maximizar la capacidad de representación de superficies simuladoras mediante el uso estratégico de la luz artificial. Hoy en día, con la representación virtual, la presión ya ni siquiera viene de la urgencia por lucir natural a una fracción del precio. La imagen generada por computadoras ha desplazado al material natural como guía e inspiración en la puesta en escena del interior temático. En la medida en que el ojo contemporáneo está cada vez más definido por la luz de la pantalla de alta resolución, los acabados y la manera de iluminarlos in situ requerirán mayores esfuerzos, pues compite aquí la realidad con su gemelo virtual, mucho más guapo y coqueto.
El asunto de la representación compitiendo con el objeto representado no es nuevo, la propia arquitectura de las vanguardias modernas (1920-1945) en la llamada primera era de la máquina usó la fotografía para persuadir al público de las calidades estéticas de la abstracción y de los materiales de mundano origen industrial en formas que rebasaban las calidades del hecho construido. El recurso acudió a todo tipo de retoques y exageraciones, tanto en las heroicas series en blanco y negro, donde elementos del surrealismo se colaron para estimular al ojo, hasta las series de brillantes colores del “Case Study Houses Program” de la revista Arts and Architecture, que incorporaron tecnologías militares a los ideales de vivienda doméstica para el consumo de la nueva afluencia clasemediera de la posguerra. El encuentro con estas obras en sitio, después de haber estado uno previamente expuesto a su representación fotográfica, rica en giros fantásticos, desata un momento de frustración anticlimática.
El anticlímax es el estado natural del sujeto contemporáneo en sus interacciones con la vida cotidiana, que se percibe cada vez más como paréntesis a su deambular por el universo digital, con sus gráficas de luminosidad colorida, cambios de foco abruptos, híperedición, e intrigante discontinuidad. La realidad es aburrida en comparación.
La provisionalidad del interior garantiza su eterna mutabilidad, acelerada hoy por las propias velocidades del universo digital, y por la rapidez con que el ojo se cansa de cualquier propuesta estética. Ello explica la proliferación de cadenas de muebles que prometen máximo efecto a una fracción del costo. La durabilidad del objeto de diseño ha dejado de ser un criterio de venta; es más, la durabilidad es un problema. Habría que preguntarse si la inmediatez colorida de Santurce es Ley es más una efímera extensión del paradigma virtual, y de la imagen brillante del monitor, y menos un reconocimiento de la naturaleza material (y social) de la ciudad en ruinas.
Si los arquitectos de mi generación han montado su acto de protesta reviviendo la muscular permanencia del hormigón expuesto, que empieza a manejarse con vehemencia fetichista, toda vez que actúa como signo de resistencia material frente a fuerzas desmaterializadoras, la iniciativa de Santurce es Ley se mueve en la dirección opuesta, casi que haciendo las paces con el mercado que reduce toda experiencia a mercancía inmaterial instantáneamente consumible. La carnavalización del aquelarre urbano en Santurce es Ley, (que es el Santurce del descojón, el muro poroso, el crecimiento tumoral, la propiedad abandonada por líos de muertos y sucesiones, y la mella urbana cortesía del estacionamiento lava-dinero o del “land banking” de especuladores), tendría la fuerza de un reclamo si no fuera porque viene a contaminarse con el más reciente capítulo de la larga historia de tematizaciones. Hablo de la adopción hipster del imaginario neo-bohemio, y la necesidad de rodear las barbas que añejan rostros jóvenes con telones de fondo de urbes deterioradas cuidadosamente editados. No hay nada nuevo en ello, esto hace rato que es un “fad” estilístico no más o menos ridiculizable que la mediterraneidad setentosa o los trópicos de Bali en Bayamón. Sí lamento tener que admitir que estando tan cerca de articular una crítica efectiva y distanciada del “hipsterismo” que lo inspira, Santurce es Ley se hace eco de un trend que en sus respectivos lugares de origen ya produjo suficiente fricción contra-discursiva. Habría que revisar esas historias con intención repolitizadora.
Más que desafiar la larga tradición del interior temático, Santurce es Ley relocaliza al exterior el mismo recurso de identidad impostada y prostética del interior físico, o el de ese otro “interior”, el virtual, desde las imágenes idealizadas del monitor de computadoras. Más que potenciar la lectura del fracaso urbano de Santurce como evidencia del malestar, ya no del diseño, sino del país de pactos sociales rotos y creciente brecha socioeconómica, Santurce es Ley es un sofisticado recurso de invisibilización, uno que oculta su propia perversidad. Más que potenciar economías de producción, Santurce es Ley inaugura otra esfera más de contemplación, a pesar de que el encuentro en el espacio público, que siempre será bienvenido, sugiera participación y convergencia.
Habiendo dicho esto, debo reconocer el interés que me produce, desde una perspectiva teórica, la aparente inversión de lógica que opera en Santurce es Ley con relación al interior y su historia de sucesivas tematizaciones. Si la foto que inspira al interior crea la crisis o insatisfacción que lleva a la adquisición de muebles y recursos prostéticos que alineen la realidad cotidiana a la virtualidad utópica del editorial fotográfico, en Santurce es Ley la foto se le sobreimpone al edificio a manera de mural parasitario, en un arreglo claramente distópico. La operación, contrario a lo que muchos han dicho, no me parece que se completa con la visita al lugar, sino a través de la foto que del “mural-foto” toma el visitante y que luego termina en las redes sociales, el verdadero “marco legal” del Santurce de fábula que se destila aquí. Ese existir en el ámbito flotante de la superficie digital sería una extensión de nuestra dócil conformidad al plano, que como hemos dicho, se produce cuando la veda del espacio impide la ocupación. Somos, pues, refugiados en una franja en conflicto, habitantes de una Gaza virtual porque el espacio es prerrogativa del otro. La única voluntad posible es la del fotógrafo aficionado que consolida el colapso del foto-mural sobre el Santurce telón de fondo. Cualquier otra voluntad sería ilegal, extra-constitucional. En ese sentido, más que una operación de exteriorización, Santurce es Ley inaugura otra cámara de confinamiento. La foto en las redes es su registro final.
La operación de Santurce es Ley, precisamente porque juega con fuego y exabruptos vándalos, al darle al público un acceso simulado a la parcela del poder — el espacio —, tiene que ser vigilada sigilosamente, o en otras palabras, tiene que ser contenida bajo el asilo político del carnaval, en una unidad específica de tiempo y lugar, o en el gueto virtual de las redes sociales.
Queda en pie la pregunta de si todo este giro exteriorizado de las neurosis temáticas del interior nos hace mirar a la ciudad de otra manera, o si es, como sospecho, una burda estrategia de domesticación del deseo.
Si los gestores tuvieran la cabeza bien puesta, aceptarían las críticas y tomarían muy en serio el señalamiento de falta de reflexión, lo cual, en última instancia valida su esfuerzo, pues los convierte en gestores, con o sin intención, de un debate que es más que necesario. Si lo toman a mal, y el asunto terminara en los enchismes de narcisismos heridos y certámenes de quien tiene acceso a la última palabra, la iniciativa será víctima de su propio éxito como hermana desgraciada de la Calle San Sebastián.
Mi propuesta es simple. Santurce es Ley es una reflexión en torno a la capacidad del diseño para articular tanto escapadas como confrontaciones. El País se divide en bandos que defienden la necesidad de lo primero, a manera de válvula, y los que entendemos que escasea lo segundo. Que Santurce es Ley reitere el potencial del diseño para abordar lo uno y lo otro, por más que dependa parasitariamente de la ruina santurcina para construir su argumento, es una aportación que corre en la dirección opuesta de las cada vez más insípidas propuestas provenientes del diseño que se enseña en las escuelas, y que niños símbolos de la causa venden como tristes testimonios de que Puerto Rico también brega. Santurce es Ley proyecta mayor capacidad de desafío que cualquier cosa reciente vista en los apartados del diseño, pero su ambivalencia siete traseros, y su insistencia en ser reconocido como arte, en lugar de aceptar sin perdón ni permiso su naturaleza de artefacto de diseño, termina condenando el esfuerzo al mismo lenguaje de genialidad irreflexiva que consolida nuestro rango de eternos casi-ganadores.