El pueblo como problema: una reflexión incómoda
1.
Se viven tiempos de desorientación. Miles viven en el desempleo, en la amargura de hipotecas morosas y con el poltergeist del desahucio en la puerta; en la precariedad de contratos temporeros sin beneficio alguno; en los resabios del chikungunya; la amenaza del zika; y el espectro de la emigración. Agregue una cotidianidad desolada por enfermedades crónicas, las visitas y esperas eternas en consultorios médicos, apagones, disponibilidad incierta de agua en algunos lugares, y tenemos una idea de las angustias reales de miles. El carpe diem del chinchorreo puede anestesiar con grasa y alcohol, pero es solo una terapia de muy corta duración. Afortunadamente, quedan las telenovelas turcas que, en tres horas diarias, edifican a una teleaudiencia alelada con epopeyas originales y nunca predecibles.
La colonia, para honrar el lenguaje independentista de años idos, se ha resquebrajado. Lo nuevo está desparramado y fragmentado en propuestas y proyectos, algunos ya iniciados, que abarcan una gama muy amplia de opciones.
¿Habrá voluntad colectiva para abrir nuevos surcos? Esta es la pregunta que se nos planta en el gran atascadero. En un intento de afrontarla, lo primero que debe quedar en récord es que “el país,” siempre con la excepción de la resistencia disidente, parece deambular en un estado que mezcla el aturdimiento, el letargo, la indignación y la impotencia en distintas configuraciones en cada persona y grupo. Ya va una década de recesión y este cuatrienio ha sido muy gráfico en sus incertidumbres. Las malas noticias, demasiado constantes y martilla que martilla sobre un deteriorado panorama económico, han producido en muchos un entumecimiento paralizante. Desde la resistencia, haber descarrilado el gasoducto y el intento del gobierno de rociar al país con “Real Kill” aka Naled desde avionetas son logros esperanzadores. Pero la parálisis sigue aún generalizada.
Las amarguras son genuinas, pero también es muy cierto que su articulación se distribuye de manera muy asimétrica en ese conglomerado que se denomina “pueblo”. “Pueblo” y “país” quedan en paréntesis como signos de claridad engañosa. En la realidad, el deterioro económico ha sido un azote inesperado para trabajadores y sectores medios que por mucho tiempo disfrutaron estabilidad en sus hábitos cotidianos. Me refiero a un sector con rasgos liminares: con acceso a cable, internet, viajes al exterior, y con patrones de consumo similares a los de una clase media global. Sus miembros están anclados en el país, pero con un horizonte cultural que sobrepasa por mucho los límites del localismo. Y en este grupo, un tanto elástico en sus criterios de membresía, y que incluye trabajadores del sector privado, empleados públicos, artistas y profesores asalariados, con miles rozando y otros dentro ya de la precariedad, encontramos ese otro grupo muy minúsculo en posesión de ese talismán que es el capital cultural. Hablo de los que investigan y articulan ideas en la prensa escrita, en las redes, en los medios que promueven argumentaciones.
Ese muñón de pueblo tiene una capacidad expresiva y, vinculado a luchas sociales, también una capacidad organizativa que le permite amplificar su voz y lograr resonancias en los espectadores de su respectivo grupo.
Pero hay otro “pueblo,” el de los marginados, los pobres, los que no tienen hipotecas morosas porque viven en un caserío o cobijados por el Plan 8, o herederos de una casita en una parcela, como rémora aún en pie de la repartición de tierras del Partido Popular. Este otro pueblo, objeto de suspicacia y desprecio para muchos, ha vivido en una crisis más urgente y por un tiempo considerablemente más largo, pero sus gritos, expresados en otro lenguaje, no encuentran ecos. Su crisis ha sido y es más urgente porque se cuenta en muertos, barrotes carcelarios, y en un estado de levitación en la misma ciénaga. Su “lenguaje” se filtra en las solicitudes de ayudas gubernamentales y en la navegación en los laberintos del Departamento de la Familia. La ciénaga de este “pueblo” ha quedado invisibilizada por los primeros.
2.
Hablamos entonces de dos pueblos: uno con capital cultural para expresar y crear una “opinión pública” y otro sin dicho capital. Unos tienen voz para lo público y otros no. Los primeros pueden dramatizar sus sinsabores; los segundos siempre son mediados por voces institucionales: el informe policiaco, los arrestos del FBI, las decisiones de Familia o de la Autoridad de Edificios Públicos. Nada de esto significa que los marginados son víctimas pasivas. Ellos también resisten y saben defenderse. Pero sus razonamientos no forman opinión pública.
Un pueblo bifurcado en solo dos mitades sería un gran logro. La realidad es que la fragmentación -la división entre grandes grupos que comparten una materialidad similar- y las fracturas internas -las honduras que demarcan, desde adentro, la identidad de algo que en la superficie parece homogéneo-, dramatizan una realidad de retazos. En nuestro país, esos retazos constituyen un ensamblaje de pueblos. Podemos incluir la oligarquía criolla, la élite política, los pequeños empresarios, los que viven en áreas rurales, los residentes en sectores urbanos, los aglutinados en sus respectivas comunidades de fe, los organizados en distintos proyectos cívicos, los que construyen y encuentran solaz en su círculo de familiares y amigos, y tendríamos un mejor entendimiento del “pueblo” como concepto sinuoso y resbaladizo.
A la asimetría y serias diferencias entre la multiplicidad de “pueblos”, es necesario agregar una cultura política de protestas y movilizaciones masivas contra desafueros estatales, pero también muy ducha en la locuacidad y en el teatro de la victimización.
Para explicar: cuando dos organizaciones -sin cambio alguno en sus razonamientos, en su accionar, y ni siquiera en la mayoría de sus candidatos y candidatas- le infligen al país políticas predecibles con resultados inmutables; sufren un repudio temporero que los lanza a las sombras de la “oposición” por cuatro años; desde donde vuelven a recibir el apoyo de los desmemoriados, la conclusión no es difícil de constatar. El problema no está en dichas organizaciones. El problema está en ese millón y medio que, para efectos electorales, también se denomina “pueblo”.
En otras palabras, el engaño no emana de los dos partidos. Esos no cambian y son transparentes en lo que son. El engaño es cuidadosamente construido por los electores que conocen muy bien las entelequias y candidatos por quienes votan pero luego aseguran su “sorpresa” dos meses después de las elecciones, perjuran al decir que se sienten “engañados” y entonces se deleitan jugando el papel de víctimas.
La crisis y el género literario que ha producido niegan esa superficialidad. Me refiero al género de la escritura de la crisis con sus metáforas, sus incesantes propuestas, su desespero. Ahí hay voces inteligentes, conmovidas y conmovedoras ante la debacle. Tristemente, y como el tamaño de una mota en el pensamiento, entra la sospecha de que el género de la crisis aglutina los principios, miedos y veleidades de un sector muy experto como parlanchín, pero con poco o ningún contacto con grupos marginados. Su fuerza está en la amargura de sus églogas y en la reciedumbre de sus teclados. Y no excluyo esta reflexión de tal ámbito. Otros sectores marginados, victimizados en la pobreza, la droga, y las muertes violentas, no entran en el inventario de los demás.
Vale preguntar: ¿nos enfrentamos, acaso, ante un ramillete de indignaciones postizas?
3.
Aquí salta, necesariamente, la realidad del colonialismo y los daños que tal condición inflige en la subjetividad de los que la viven. En un arañar del tema, imprescindible en estos momentos, el colonialismo desmerece a lo que ve como material para ser explotado y “civilizado” en nombre de criterios foráneos. En un entramado de redes contradictorias, esos criterios pueden ser inmensamente superiores a los existentes en el lugar conquistado. En Puerto Rico, la invasión expandió la creación de escuelas, se construyó nuestro principal centro de enseñanza, y se creó un espacio de derechos de asociación no imaginados bajo la herrumbre de la monarquía española. En el mismo espacio-temporal, se estableció un gobierno militar seguido por una administración local subordinada, y se abrió el camino para la miseria que acarreó la cañaverización de la isla. Ficciones a un lado, las primeras cuatro décadas después del 1898, fueron un período de extrema pobreza para la mayoría del país. ¿Y cuál era una de las razones principales de tal charca social de acuerdo a la élite política de la época? La “sobrepoblación” del país.
En la lógica colonial, el estudio riguroso de la historia, especialmente en sus episodios de resistencia, es desplazado o negado o simplemente ocultado mediante una política constante de olvido. No es accidente que en Puerto Rico el día de la invasión norteamericana fue transformado, por decreto del muñocismo, en el día de la constitución del ELA. En los años treinta, y durante décadas anteriores, el juez del tribunal supremo de la colonia leía la Declaración de Independencia de Estados Unidos cada cuatro de julio. ¿Quién puede imaginar un espectáculo tan rancio y circense? Fueron las organizaciones y las sensibilidades independentistas, a un alto precio, quienes preservaron una memoria de resistencia.
La subjetividad colonial internaliza la superioridad del “blanco”, o “europeo” o “americano” y comienza a ser eco distorsionado de la metrópolis. En su aspecto más penoso, el colonizado concluye que no puede literalmente existir sin el “refugio” de la subordinación económica y política.
Cuando todo ese aparato de creencias se desmorona, como está ocurriendo al presente, quedan aún, muy apozados, esa maraña de lealtades y pavores que no responden automáticamente ni a argumentos ni a percepciones de la realidad inmediata. La maraña habita en el reino de lo afectivo, casi siempre más misterioso, que las lógicas enterradas en el lenguaje. En ese reino conviven los temores irracionales ante lo desconocido junto a la cautela racional ante lo incierto.
Pero aún incluyendo todo lo anterior en el inventario, no veo justificación para ese papel de víctimas tan arraigado en una cultura que concentra sus incertidumbres y ambigüedades en una frase—“en la brega”—y en dos sílabas—“unjú–. La mayoría de las y los puertorriqueños no han sufrido la pobreza abyecta de los que, en su momento, le dieron con sus votos y respaldo militante legitimidad al chavismo ni los discursos sobre “inferioridad racial” de los que han apoyado, hasta hace muy poco, a Evo Morales.
No estamos, pues, ante un “pueblo” como momento prístino de virtudes no mancilladas. Estamos ante una triada de responsabilidades: el poder federal como garante del coloniaje; la élite política local que le ha hecho coro y la mayoría abrumadora que consistentemente ha dado su consentimiento expreso en las elecciones y tácito en su cotidianidad.[i] Y me parece que los dos últimos llevan la mayor responsabilidad. Ambos han sido partícipes activos y complacidos en el sainete de sus victimarios.
4.
Queda por ver si el electorado continuará en la prisión del voto castigo y la locuacidad terapéutica, dos ingredientes de un gran auto-engaño colectivo.
Si en noviembre de 2016, la otra cara del orden colonial -el PNP- triunfa electoralmente; el PPD se mantiene aún con sus casi ochocientos mil votos; y nuevos proyectos políticos siguen en la irrelevancia; entonces sabremos que, con la excepción de los que se organizan y votan por nuevas opciones; los que no votan pero forjan nuevos proyectos desde la agricultura o las micro empresas urbanas; los que emigran y no se llevan el fanatismo partidista en sus espíritus; y los que se abstienen porque ya han decidido luchar o sufrir en silencio; todo lo demás es puro maridaje de la teatralidad con lo histriónico.
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[i] Aquí refiero al lector al excelente ensayo de Antonio Vázquez Arroyo sobre la responsabilidad. Un importante issue que el ensayo de Vázquez provoca es si la democracia representativa, casi por necesidades impuestas por sus valores y prácticas, requiere de una masa pasiva cuya movilización principal ocurre el día de las elecciones. Es un asunto ya anticipado por Rousseau en El Contrato Social. Ver Antonio Vázquez Arroyo, “Las responsabilidades políticas ante la crisis.” 80grados, 16 de julio de 2016.http://www.80grados.net/las-responsabilidades-politicas-ante-la-crisis/.