El último trancazo
Epílogo
Hace año y medio que empecé a entrevistar a alambiqueros y aficionados de curar su propio ron. Lo hice en mi tiempo libre, acumulando contactos y referencias de forma esporádica, siguiéndole la pista a artesanos que, en muchas ocasiones, se mostraron escépticos hacia este proyecto. Ese recelo tan natural en un oficio que se realiza en las sombras llevó a la desaparición repentina de algunos de ellos justo cuando ya había emprendido el viaje a verlos. Así las cosas, pasé casi tanto tiempo perdido en carreteras rurales, tratando de desenmarañar direcciones contradictorias (intencionalmente engañosas a veces) como el que invertí acompañando a los hombres y mujeres que me abrieron las puertas de sus talleres y hogares. Al final del camino la generosidad se desbordaba en cada alambique, donde las botellas y los tragos se multiplicaban como por arte de magia.Esa fue, sin duda, la mejor parte del proceso, probar los tragos que mezclaban lo sublime con lo que a duras penas sirve para llenar un tanque de gasolina. Debo admitir que no hubiera podido hacer mi trabajo de no ser por una dosis puntual de antiácidos que me permitieron seguir degustando cuando parecía que el estómago no aguantaba una gota más. Y es que el ron artesanal -incluso cuando es un suero frutal y no un combustible- no es muy dado a las sutilezas gástricas. Recuerdo bien el día que organicé una sesión en mi casa para probar distintos pitorros de los artesanos que visité para esta serie. Invité a varios amigos con la intención de probar y discutir las virtudes y defectos de cada botella. No se me ocurrió nada mejor que acompañar la degustación con tostones y una serie de piques criollos hechos a base de distintos ajíes: jalapeño, caballero, habanero. Pensé que sería una noche entregada a una onda de epicureísmo criollo. Lo cierto es que luego de la primera ronda de palos y tostones picantes, la cata se convirtió en el imperio del reflujo. Los ojos llorosos y las traqueas repentinamente prendidas en fuego de mis invitados me dejaron saber que aquello no progresaría según lo esperado. Tuve que salir de emergencia a buscar varias cajas de Zantac a la farmacia más cercana, pepas que se convirtieron en una herramienta periodística que me acompañó durante el resto del trayecto.
Escribir sobre cañita implica beberla con cierta regularidad, lo que supone una posible gastroenteritis, entre otros peligros. La realidad es que se trata de una bebida espirituosa destilada a través de aparatos caseros muy rústicos. Todo ron puertorriqueño -desde el Barrilito Tres Estrellas hasta el pitrinche más cerrero- es producto de una serie de gases que se evaporan y se condensan al calentar la melaza fermentada, una danza molecular iniciada con un bautizo de fuego. Según la temperatura y el punto de ebullición, una intensa procesión de gases surge de la batición. El etanol, el ingrediente presente en el alcohol que embriaga al ser humano desde tiempo inmemorial, se evapora aproximadamente a 78.5 °C. Sin embargo, hay otros gases que se pueden colar junto al alcohol etílico durante el proceso, creando impurezas en el licor. Cuando se mezcla con metanol -el alcohol de madera que en un momento dado se utilizó de combustible en la Metrobus y otras guaguas AMA- la bebida puede crear daño permanente en el nervio óptico. En grandes concentraciones el bebedor puede quedar ciego y en los casos más extremos se convierte en un veneno mortal.
“Por mi madre que el que bebe esos rones se arriesga a morirse”, me advirtió con tono alarmado un químico que trabaja en el Departamento de Hacienda. “Se puede meter unos compuestos nocivos al cuerpo”.
Aun así, es importante subrayar que en mi investigación no encontré casos recientes de muerte o ceguera a causa de cañita; las reacciones físicas suelen ser de una índole mucho menos dramática. El mismo químico de Hacienda que apretó el botón del pánico cuando le pregunté por el pitorro recurrió a una anécdota personal para ilustrar su potencia malsana. “Una vez me dieron ron de tamarindo demasiado puro”, me contó. “Yo tenía una infección en la garganta en ese momento y probarlo me mató todas las bacterias”.
Esa historia, contada bajo la antiséptica luz de halógeno de una oficina de gobierno, es solo una de tantas en la larga sucesión de trancazos y desencuentros en torno al mito de la cañita. Había empezado este proyecto con un referente muy claro: el recuerdo de mezcalerías que había visitado en la Ciudad de México, donde la bebida nacional se presentaba como un trago sofisticado, con denominaciones de origen y descripciones de las sensaciones que evocaría la degustación de cada sello. Me interesaba saber si algo así se podría hacer en Puerto Rico. No tardé mucho en encontrar que la mayoría de los artesanos se adscriben a otro mito totalmente distinto. Para muchos, la cañita todavía existe en una cápsula de tiempo donde la prohibición es la ley suprema. El alambiquero contra el gobierno, el que se resiste a regulaciones injustas e impuestos arbitrarios, es el imaginario que predomina. Lejos de ser objeto de fantasías cocteleras para escritores con visiones de gastronomía pop, en ese ambiente el ron se convierte en una bebida áspera y belicosa, capaz de noquear al bebedor más resistente con su poder ingobernable.
Ni ron de autor, ni bebida pirata; lo que encontré fue una bebida que en sus mejores momentos se va de tú a tú con cualquier cordial. Realmente su complejidad depende de la forma en que se macere la fruta en el licor. Es decir, su arte tiene menos que ver con el proceso de destilación y mucho más con la manera en que se cura; lo interesante está en el sabor y la estructura que le añade la fruta. La gran evolución ha estado en la explosión de sabores ingeniados por la chispa boricua, cuya debilidad por lo sacarino se pone en evidencia con cada botella repleta de melosidad. A veces parece que cualquier ingrediente que quepa dentro de un gancho de cristal es bueno para la creación de un nuevo sabor, el único requisito es que empalague. Pero no importa si se trata de grosella, algarroba, jengibre o carambola, si se le ha dado tiempo a que la fruta seduzca y suavice el alcohol con su azúcar, la atracción es inmediata. El placer que provee este junte proviene del coqueteo tropical que no se consuma. El buen pitorro no emborracha, aunque te exige que sigas bebiendo (con lengua tensada y pegajosa) con la promesa de un clímax que elude al bebedor.
Si bien es cierto que su estado crudo arroja un grado muy elevado de alcohol por volumen, resulta mucho menos obvio que una botella curada con esmero usualmente refleja menos del 40% que tienen los rones comerciales. “Las pruebas que yo he hecho cuando me traen litros confiscados me indican que tiene 30, 35, 37%”, me dijo el químico de Hacienda. “Después de un rato, la fruta se chupa el alcohol”. Por otro lado, el mito de una bebida prófuga comienza a desvanecerse cuando se toma en cuenta que hace más de cinco años que no se decomisa un alambique. El Negociado de Bebidas Alcohólicas de la División de Rentas Internas, cuyos miembros se encargan de aplicar las leyes del ron, se enfoca hoy en día en realizar redadas para multar las barras que venden pitorro y otras bebidas de la industria formal sin pagar IVU. Eso cambia la ecuación para los alambiqueros, quienes han dejado de ser el blanco de las autoridades.
Eso no quita que el agua de monte tiene una forma impresionante de adaptarse a los cambios en la sociedad puertorriqueña. La receta para destilar la “cañeta» de las fiestas populares del siglo 19 que describió Manuel Alonso en “El gíbaro” está, a principios del siglo 21, en línea. En Facebook hay un grupo dedicado a compartir recetas y experiencias en torno a la cañita. Fuera del mundo virtual, el ron artesanal que se asocia a áreas geográficas específicas de la isla también está sufriendo cambios profundos. En Vieques, por ejemplo, surgió la tradición de hacer bilí, que deriva su sabor de las quenepas. Actualmente, sin embargo, el bilí se puede encontrar en varios pueblos de la costa sur de la isla grande, aunque brilla por su ausencia en la nena, donde un alambiquero del lugar fue enfático al decirme que la quenepa ya no crece como antes. En el Oso Blanco, el notorio presidio de San Juan cerrado en el 2004, se fabricaba un tipo de ron conocido como ‘la múcara’. Era un aguardiente duro, hecho a la medida de los que lo consumían. En un reportaje del 2007 publicado en El Nuevo Día, el preso Ángel Feliciano Hernández daba un testimonio de su potencia, “Con tres tapitas de la múcara cogías una borrachera más fuerte que con ron caña”.
Nunca falla, donde quiera que vayan los puertorriqueños el pitorro no se suele quedar atrás. Su habilidad para adaptarse a cualquier ambiente con tal de formar parte de una sociedad en tránsito es prodigiosa. Al igual que las banderas que conforman un firmamento monoestrellado a lo largo de la Quinta Avenida durante el Desfile Puertorriqueño en Nueva York, el pitorro es un símbolo poderoso para todo el que se identifica con la isla, una manera de salvar -y lubricar- la distancia. Un plenero experto en curar cañita me habló de “El Cacique”, su maestro a la hora de aprender a hervir la pulpa que luego se curaría dentro del ron. Suena como una historia típica de la gran tradición boricua de añejamiento, aunque el plenero curador no la aprendió en un monte del interior de la isla, sino en Nueva York. La ciudad que sirve de centro histórico para la diáspora puertorriqueña también ha tenido su porción de alambiques clandestinos. “El Cacique” destilaba en los sótanos decrépitos del Bronx en los años setenta, donde sus sesiones de destilación se convertían en una fuente de calorcito caribeño durante los meses helados del invierno. Mucho más al sur de los Estados Unidos, a lo largo de la carretera conocida como la I-4, que cruza de este a oeste en el centro de la Florida, también ha surgido un circuito informal de pitorro. Un cocinero veterano que trabaja en uno de los restaurantes de Disney World, un boricua que emigró a Orlando hace 15 años, me dijo que él cura con el crudo que le compra a varios amigos puertorriqueños, quienes utilizan alambiques construidos en sus propias casas. El rastro de agua de mangle va aún más lejos, dándole la vuelta al mundo de maneras sorprendentes. Algunos alambiqueros me comentaron de las botellitas de agua que las familias de soldados destacados en Irak y Afganistán les enviaban rellanas de cañita. Con su líquido cristalino, no había manera de diferenciarlo del contenido original de la botella.
Volviendo a la raíz, acá en la isla hay trancazos que nunca cambian. En medio de una carretera construida recientemente en uno de los municipios de la cordillera central, me encontré con una familia que había costeado la educación de sus hijos -todos profesionales- a fuerza de vender pitorro. La matriarca de la familia, una señora mayor y jubilada de ojos grises, nunca aprendió a leer o escribir porque su propio padre la sacó de la escuela en primer grado. Lo hizo por una razón muy común hace 70 años: era necesario que ayudara con el negocio de la familia, el trabajo clandestino de destilar de madrugada para no ser detectados por la policía. La señora era una experta en materia del ron, con una sabiduría telúrica sacada de baticiones perdidas, destiladas en tiempos de la zafra, con un producto vendido en latas desechadas de manteca. Un gesto de confusión le nubló el gesto cuando le pregunté cómo había aprendido a hacer ron. “Pa’ mí que eso no se aprende”, me dijo. “Pa’ mí que uno lo hace y ya, porque yo vi a mi papá hacerlo tantas veces y sé cómo se hace”. Aquella entrevista, como casi todas las que realicé para este trabajo, terminó por cambiar mi gusto por el pitorro. Caña, tierra y sudor se mezclan ahora con la dulzura de la fruta cada vez que bebo un trago. Puede que hinque y raspe con su aspereza, pero algo queda de ese licor que ofrecía un alivio momentáneo de las penas del cañaveral. No importa la sazón con la que se cure ni qué sabor bizarro aparezca en las próximas Navidades, la historia detrás de cada trancazo siempre sabrá igual de agridulce.
NOTA: Esta es la última parte de una crónica sobre el pitorro puertorriqueño dividida en cinco capítulos. Accede aquí a los trancazos anteriores: 1. Metiendo caña; 2. Agua bendita para un altar a la patria; 3. La resaca; y 4. Un vasito de pitorro.