Metiendo caña
el primer trancazo
Había poco de realeza en el Camino Real, una ruta monte adentro marcada por una línea de fango en el suelo. La maleza desbordante se había encargado de borrar la senda definida en la que siglos atrás transitaban caballos y bueyes cargados de contrabando. Cortando a través de la zona cársica en el noroeste de Puerto Rico, el Camino serpentea entre mogotes de piedra caliza forrados de un verdor que esconde cuevas y manantiales subterráneos. Aislada por esta naturaleza espesa, el área es perfecta para entrar y salir de la costa con cualquier tipo de cargamento clandestino. Piratas y matuteros de los siglos 17 y 18 la utilizaron para burlar la prohibición del gobierno español, encontrando allí un pasadizo útil para introducir ron ilícito del resto del Caribe no hispano. Era la versión de la guerra contra las drogas del gobierno colonial de la época: el aguardiente quedaba proscrito para proteger el monopolio de vino traído de España. Cientos de años después la bebida se había tornado en una especie endémica; el Camino Real se convirtió durante el siglo 20 en un escondite idóneo para artesanos de la zona empeñados en producir su propio ron al margen de la ley. Para eso me había internado en aquella selva remota en medio del pegajoso calor del verano, porque sabía que al final del trecho habría un alambique que produce un ron insurrecto, destilado con el rastro de la caña de azúcar y del tiempo.La caminata se extendió a lo largo de una serie empinada de cuestas pedregosas. El olor a fruta podrida -chinas silvestres que habían caído de los árboles para descomponerse lentamente en el suelo- lo llenaba todo. Don J, mi guía, se abría el paso entre las ramas con una agilidad que desmentía sus 71 años. Pequeño y activo, sus orejas puntiagudas y ojos achinados le daban un aire de duende, un geniecillo campestre vestido con gorra de camionero y botas de construcción. (Su nombre y el de su pueblo, al igual que el de todos los mencionados en esta serie, ha sido cambiado para proteger a personas envueltas en una actividad ilegal).
“Por aquí pasan, sí, pasan de vez en cuando pa’ llevar y traer drogas”, me mencionó a medio camino, su decir enrevesado lleno de repeticiones y comienzos en falso. “Marihuana, cocaína, esas cosas, tú sabes. No mucho, porque por aquí no hay mucho desas cosas, pero por aquí pasan de vez en cuando”.
Esa nueva generación de moradores del Camino Real difícilmente se movería dentro del área con la misma facilidad de él, que lleva toda una vida explorando cada recoveco. Ya han pasado varios años desde que se jubiló de su trabajo en una planta de reciclaje del gobierno, pero esa nunca fue la ocupación que lo definió. Es como alambiquero “que me he ganado mis chavitos, pa completar la luz y el agua y el costo de la vida. Mis cinco hijos se criaron con eso”, me dijo. Antes lo hacía por necesidad, pero desde que falleció su esposa, con la que estuvo casado por más de 30 años, lo sigue haciendo por costumbre y -para qué negarlo- también por el puro gusto que le trae el dulce aroma ahumado del ron recién hecho.
Todo lo necesario para llevar a cabo su verdadero oficio se encontraba a lo largo de la senda: cuevas para guarecer su maquinaria de la ley; ríos ocultos con agua fresca, un ingrediente indispensable para la confección del producto; los árboles inagotables, fuente segura de leña y combustible gratuito. Unos veinte minutos después de haber emprendido la marcha encontramos un cuchillo en el camino. Don J tomó por la izquierda, siguiendo una vereda que bordeaba la montaña. Un murmullo de agua corriendo se hacía cada vez más cerca, como si la orilla de una quebrada que aún no podíamos ver estuviera a la vuelta de la esquina. Lo que encontramos al pasar el próximo recodo fue una fuente muy distinta. Dos tubos de PVC brotaban como venas abiertas de plástico de la pared del mogote, soltando un chorro tenue pero constante dentro de un envase de metal. Eran parte de un sistema diseñado para sacar agua de un manantial subterráneo. Don J se detuvo frente al zafacón repleto de agua y sumergió las manos.
“Yo empecé en esto a los 19 años”, me dijo mientras se pasaba la mano mojada por la nuca. “Aquí fue donde el suegro mío me enseñó a sacar ron”.
Pitorro, pitrinche, lágrima de mangle, agua de monte: la variedad de nombres que se le ha dado a través del tiempo a esta bebida espirituosa elaborada de forma artesanal va de lo folclórico a lo sublime. Don J, sin embargo, prefiere la versión clásica del nombre. “En otros lados le dicen de otro modo, pero aquí en este barrio le decimos cañita, porque viene de la melaza de la caña de azúcar y es el ron verdadero de Puerto Rico”. Una buena parte de su mística viene por ser clandestina. Lo es tres veces: porque no paga impuestos, porque no está regulado por agencias de sanidad pública y porque pertenece a una larga tradición de contrabando.
“El delito del ron cañita es venderlo, no hacerlo”, me explicaría luego Don J, engolando su voz aguda y finita para enfatizar lo que decía. “Al venderlo no se le paga impuestos al gobierno y ese es el delito”.
Lo cierto es que la imagen forajida a la que aún se suscriben muchos alambiqueros comenzó con la era de la ley seca federal, durante los años 20 del siglo pasado. En Estados Unidos surgían los imperios de gangsters como Al Capone mientras que en Puerto Rico la cañita se convertía en una bebida prófuga, acechada por los agentes del gobierno de Puerto Rico. Hoy en día la radicación de querellas por la posesión de un alambique artesanal es casi inexistente; la última vez que se ocupó uno fue en el 2009. Aun así, el código de rentas internas contempla multas que van de los $5 mil a los $20 mil dólares por la venta de bebidas alcóholicas sin las licencias que exige el gobierno.
Para la generación de Don J, sin embargo, las historias de resistencia contra la ley constituyen una ficha de identidad muy importante. Las leyendas de cómo se burlaba a la policía destilando de noche, moviendo el alambique de madrugada cada dos o tres días, persisten en el folclor de una gran cantidad de barrios rurales. De esa manera se le rinde tributo al recuerdo de padres y abuelos que lograron eludir audazmente a las autoridades o que sintieron su abuso en carne propia. En el juego del gato y el ratón de los guardias contra los alambiqueros la meta era siempre la misma: vender sin tener que darle un centavo al gobierno, destilar libremente sin regulaciones impuestas desde San Juan, una capital distante e indiferente.
Esa era la historia que me había traído hasta el Camino Real, guiado por la atracción intensa que todavía ejerce esta bebida en Puerto Rico. La isla es, después de todo, uno de los centros de producción de ron industrial más grandes del mundo (se ha estimado que cerca del 70% del ron que se consume en Estados Unidos se destila aquí en la isla). Pero no hay que buscar mucho para encontrar que es la cañita destilada por alambiqueros como Don J la que seduce el paladar y captura la imaginación del boricua como ningún otro trago. Cualquier noche de fiesta navideña basta para confirmarlo, las botellas con sabores frutales no tardarán en aparecer. En Puerto Rico se suele repetir con orgullo que en la isla se celebra la época festiva más extendida del mundo. La verdad es que comenzando con el Día de Acción de Gracias en noviembre y terminando con las Fiestas de la Calle San Sebastián al finalizar las octavitas en enero, un ambiente de juerga imparable se apodera del país. Es un periodo lubricado con miles de galones de pitorro bebidos de costa a costa. Ahora Don J me llevaba al punto de origen, el alambique incrustado en lo más profundo de la jalda.
Unos minutos después de haber pasado por la tubería del manantial llegamos a nuestro destino. El sistema completo de destilación quedaba a orillas de un mogote cuya piedra blanca se había ennegrecido. Era la marca del fogón, que tiznaba la roca blanca del cerro con el hollín que surge durante el proceso de preparación. Lo primero que se veía era una pequeña montaña de botellas de plástico y latas de salchichas vacías. El aspecto de vertedero ilegal se intensificaba con el zumbido de las moscas, que se congregaban en busca de la melaza en plena fermentación. Para el ojo inexperto, los dos alambiques que humeaban allí no eran mucho más que una colección de chatarra. Grandes envases cilíndricos de metal estaban tirados sobre la tierra, calentándose a fuego lento con leña recolectada de los alrededores. Una red interconectada de serpentinas mohosas y condensadores con aspecto de tanques de oxígeno de los años 50 completaban la imagen. Al final de aquel laboratorio cutre de tubos y válvulas oxidadas había una llave que filtraba a ras del suelo las gotas que había venido a buscar.
Don J sacó una latita vacía de la paila de botellas y se acercó al alambique. Una botella que en algún momento había contenido jugo de manzana estaba enterrada en la tierra, donde recibía el líquido cristalino. Doblándose con cierto trabajo, Don J desenterró la botella y me sirvió medio vaso dentro de la lata.
“Date un trancazo”, me dijo.
Vacilé. Había llegado hasta allí con la ilusión de hablar de terroir puertorriqueño, de ver si se le podía aplicar al ron la misma poesía que los amantes del vino utilizan para hablar de una buena botella. Venía listo para encontrar y distinguir denominaciones de origen, procesos venerables de elaboración, una sofisticación artesanal que no tendría comparación con el proceso industrial de las grandes marcas roneras. Estaba convencido de que un vasito de pitorro era mucho más que eso, que un trago de caña contenía algo fundamental del terreno donde se sembraron sus ingredientes, que de alguna manera misteriosa capturaba la historia y la cultura de las manos que lo destilaron.
Pero lo que tenía frente a mí no era un vasito, era una lata de salchichas. El líquido diáfano contenido en su interior, donde flotaba un mosquito ahogado y una que otra hoja seca, retó todas mis preconcepciones.
Volví a mirar a Don J, sus ojos de demiurgo criollo llenos de expectativa.
“Dale”, me animó.
Apuré el trago. Un géiser de petróleo ardiente me asaltó el paladar. El cantazo de alcohol comenzó por jamaquearme la garganta y terminó por patearme los pulmones. El resultado fue un acceso de tos que me trajo lágrimas a los ojos.
“Tu ves, está bueno”, me dijo J, satisfecho. “Pa que sea caña de primera tiene que hincar, tiene que aguantar la fruta y tó lo que tú le eches”. La destilación artesanal de Don J es solo el primer paso. Luego se añaden infusiones de frutos secos y otros sabores tropicales que le dan al ron su verdadera personalidad.
Aquel trancazo crudo, sin embargo, no tenía nada que se sintiera “de primera”, solo quedaba la amargura caliente de un licor demasiado fuerte. Si pedí otro trago fue más por borrar la impresión del primer intento que por un deseo genuino de seguir bebiendo. En la segunda vuelta aguanté el cantazo. No fue fácil.
Cuando terminé, Don J se acercó con la botella entre las manos.
“¿Hueles eso?”, me preguntó luego de empujarla bajo mis narices.
“¡Ese es el ron verdadero de Puerto Rico, papá!”
A mí me olía a diesel. Era el primer trancazo del camino.
No sería el último. Mis viajes de la cañita seguirían, en la próxima parada me aguardaba un ron artesanal tan exquisito, que su textura lo convertía en un néctar cautivador que acariciaba la lengua. De lo violento a lo meloso, no todos los pitorros son iguales.
NOTA: Esta es la primera parte de una crónica sobre el pitorro puertorriqueño que se divide en cinco capítulos. La semana que viene publicaremos la segunda entrega: Agua bendita para un altar a la patria.