Ética y estética de la tierra
I
Aunque novel para nuestro medio, todos compartimos la impresión de que hace mucho tiempo nos hacía falta un día como este y una invitación colectiva a pensar juntos una ética de la tierra, o mejor aún: una ética hacia la tierra. Cuando hace unos meses recibí la llamada del Dr. Lugo y le pregunté qué entendía él por «tierra», me refirió a la interpretación de Aldo Leopold, figura cimera del ecologismo estadounidense y pionero en el servicio forestal de este país cuyo aniversario institucional celebramos. Para Leopold «tierra» era más que tierra e incluía esa vigorosa comunidad de seres que más comúnmente identificamos con el término «ecosistema». Al Dr. Lugo le interesaba que no perdiera el acento en que la tierra sobre la que habríamos de reflexionar era nuestra, en un sentido extra-jurídico y filosóficamente complejo. «Vamos a hablar de la tierra puertorriqueña,» insistió. Le dije que sí, que por supuesto, y le aseguré que había pasado diez años de mi vida profesional hablando en Mayagüez con jóvenes estudiantes de ingeniería acerca de las posibles consecuencias para la tierra —la nuestra y la ajena— del ejercicio y desarrollo de su profesión.En honor a la verdad, hablábamos de muchas otras cosas además de los estragos a la tierra que íbamos sumando todos exponencialmente. Hablábamos, por ejemplo, de Jumping Castle cuánto más importante era el papel de los ingenieros civiles que el de los médicos –con o «Sin Fronteras»— en la disminución de la mortalidad infantil, siendo ellos los capacitados para el diseño de los servicios de agua potable y de los sistemas sanitarios. Leíamos sobre el uso descomunal que hace la agricultura moderna de los frágiles mantos freáticos; de la insostenibilidad energética de la tecnología que damos por sentada y de la devastación humana y ambiental que en América Latina se extendió con la conquista y se aceleró con la globalización. Creo que sin llegar a tantos ejemplos tranquilicé al doctor, por lo que ahora se debe estar preguntando por qué estamos mirando algo tan ajeno a todo lo conversado como puede ser esta pequeña escultura de un bisonte (imagen arriba), esculpida en el colmillo de un mamut y encontrada en una excavación en lo que hoy es parte del territorio nacional de Rusia. Ya voy a explicar su relevancia, pero para ello, déjenme decirles algo acerca de su edad. Se trata de una escultura de hace 20,000 años.
Para los que no han tenido el privilegio reciente de una clase de antropología, permítanme repasar rápidamente algunos hitos importantes de nuestra historia como especie. Hace alrededor de 130,000 años que el Homo Sapiens se desarrolló en África. Hace 100,000 que comenzó su diáspora hacia el norte, donde habitaba un pariente, el hombre Neanderthal. Según las excavaciones arqueológicas, hace 30,000 años que somos la única especie humana en el planeta, a excepción, quizás, del Homo Floresiensis: una especie de humanos de solo un metro de estatura que sobrevivió aislada en la Isla de Flores, Indonesia, hasta hace apenas unos 12,000 años. La creatividad del sapiens, reflejada tanto por el desarrollo de tecnología como por nuestras destrezas colectivas para el arte, la música y el manejo de símbolos, se constituyó en orgulloso distintivo y frente a otros, en triste ventaja comparativa.
II
Hoy, en ocasión del septuagésimo quinto aniversario del Instituto de Dasonomía Tropical, adscrito al Departamento de Agricultura de los EE. UU., me es muy grato recordarles que mucho antes de ser agricultores o constructores, fuimos capaces de tallar en un hueso las vértebras de otro mamífero, sus orificios nasales resoplando, sus belfos entreabiertos llamando a otros miembros de su manada. (Si hay alguien presente del Departamento de Educación, a lo mejor este dato olvidado le sirva para argumentar a favor de la importancia de las artes en el currículo escolar.)
Luego de miles de años caminando a lo largo y ancho del globo terráqueo detrás de los animales que cazábamos, a veces siguiendo rutas que luego se cerraron para siempre, comenzamos a sembrar. Sembrar y construir fueron actividades casi simultáneas y con ambas intensificamos el impacto sobre el entorno y transformamos nuestra relación con cientos de especies de plantas y animales. Por vez primera, esas nuevas relaciones con otras especies permitieron la acumulación de excedentes agrícolas y la necesidad de nuevos códigos para regular su propiedad, producción y reparto. El asentamiento y la agricultura prefiguraron la ley. Pero antes, mucho antes de la casa y de la huerta, del rebaño, la ciudad, la ley y su escritura, hace más de 35,000 años fuimos botánicos y zoólogos, pintores, dibujantes y escultores consumados. Sabíamos qué comer y cómo cazar y en las paredes de las cavernas de Altamira, Volp, Niaux o Chauvet dejamos constancia de nuestra fascinación por algunos animales que nos trazaron las rutas de nuestra larga peregrinación hacia la historia.
Nos dice el historiador Bouncy Castle sudafricano David Lewis Williams que al menos durante 25,000 años aparecen como insistentes leit-motifs de dibujos y esculturas, caballos, bisontes, venados, uros y felinos ya extintos (The Mind in The Cave. Londres: Thames and Hudson, 2012. p. 268). No nos limitamos a grabar aquello que se nos debió aparecer vez tras vez en recodos y caminos, sueños y visiones. A partir de estos milenarios compañeros de ruta, inventamos criaturas fantásticas, títeres articulados y juguetes que al poner en movimiento representaban escenas de animales (re)animados.
Miremos, por ejemplo, esta figura de un hombre-león encontrada en Hohlenstein, Alemania. Es uno de los hallazgos arqueológicos más importantes del siglo pasado. Tiene 40,000 años, un rostro sonriente y un cuerpo erguido, pero felino. Me resulta imposible no devolverle la sonrisa. No sé lo que pudo haber significado. No sé si alguien lo sepa. Ahora es prueba fehaciente que nuestra imaginación es miles de veces milenaria, que la cargamos por kilómetros y kilómetros incontables, quizás en el mismo morral sin fondo en el que hemos echado todo lo recogido.
III
Cuando Leopold, en su texto fundacional A Sand County Almanac, compara la tierra con las jóvenes esclavas de Ulises y lamenta que la tierra carezca de un escalafón moral asemejándose a las esclavas del héroe de la Odisea, olvida o ignora esta relación primigenia que tiene mucho de reconocimiento reverencial y que está íntimamente ligada al desarrollo de las capacidades de imaginación y representación humana. Una ética de la tierra no tendría por qué seguir el curso discursivo que han seguido otros movimientos emancipatorios en la modernidad temprana o contemporánea; no tendría que acercar y luego enaltecer moralmente a quienes hemos disfrazado de desconocidos para poder subyugar injustamente. Una ética de la tierra puede señalar una asimetría moralmente importante resaltando que cuando hablamos de la tierra apuntamos en la dirección de una relación que, aunque hemos perdido de vista cientos de veces, ha quedado reiteradamente plasmada como la primera visión compartida a través del dibujo y la escultura. La tierra y sus sucesivos habitantes no es como el ‘otro’ que sucesivamente construimos, ocultamos y develamos cuando nos hace dudar de lo que en justicia le debemos. La tierra, o al menos algunos de sus animales, fue la forma (si no el contenido) de los primeros sueños que socializamos a través de eso que hoy llamaríamos arte. ¿Llamaríamos «otro» a aquello con lo que soñamos por 25,000 años? No sé qué podría resultarnos más íntimo.
Ahora bien, todo esto no solo apunta a una asimetría fundacional en la relación moral entre los humanos y eso que Leopold llama «tierra» y otros antes que él «naturaleza»; sino a otro elemento esencial de cualquier relación moral que pretendo ilustrar a través de un intangible que reflejan estas pequeñas obras que observamos. Poder ver, como el sinónimo más débil de conocer, es siempre una condición previa a cualquier reflexión ética. Si no veo al otro, no veo lo que le hago y no imagino el bien que podría hacerle. Lo decimos en boricua: ojos que no ven, corazón que no siente. Podríamos añadirle, ojos que no ven, corazón que no siente, mente que no calcula. Ver, en el sentido de (re)conocer y no solo de mirar es una condición necesaria, aunque insuficiente, de cualquier reflexión moral. Si vemos, podemos aspirar a (re)conocer. Si conocemos, quizás logremos entender. Si entendemos, podemos imaginar otros escenarios de relación y vinculación. La ética tiene tanto de ciencia como de estética. Solo que la última precede a ambas. El bien, como la belleza, está en los ojos de quien mira.
IV
A través de ojos y manos tan distantes en el tiempo aprendí muy recientemente que los venados nadan, que lo hacían cuando tenían a dónde ir durante las largas rutas migratorias que los llevaban en busca de mejores pastos. Descubrí también que una manera muy expedita de cazar los muy rápidos venados es tenderles una emboscada en un trayecto de su ruta migratoria. Y que en esos trances, los venados pueden escapar de sus predadores nadando. Los únicos venados de mi infancia fueron los de Santa Clós y esos volaban. Los que aquí se representan nadaban en pareja. El macho, detrás de la hembra.
Jill Cook, la curadora de la exposición en el Museo Británico, Ice Age art: arrival of the modern mind, a la que tuve el placer de asistir el pasado abril y de cuyo portal cibernético tomé las fotos que ahora comparto, nos dice que a juzgar por el tamaño de la cornamenta y de las marcas que ilustran la espesura del pelambre, estamos ante una escena otoñal. La pareja probablemente se desplaza hacia un lugar más caliente al final de la última era glacial. La pieza fue encontrada en Montastruc, Francia.
El millón de humanos que, según las proyecciones más recientes, constituían la totalidad de la población humana durante este mismo periodo, debió vencer grandes retos para sobrevivir. Esto no les impidió dejar tan delicado registro de sus miradas al inhóspito entorno en el que transcurrió la vida. Al mirar estas piezas, al leer sobre cuánto reflejan acerca del desarrollo de nuestras capacidades «modernas», no puedo dejar de preguntarme por la dirección de nuestra mirada y las tachaduras que borran del entorno lo que no puedo extrañar.
Como profesora de ética me he preguntado mucho sobre lo que hace falta para despertar genuinamente el interés sobre cualquier conversación sobre el tema. Mi aproximación académica suele ser partir de un informe de situación: tratar de describir el mundo de tal modo que las consecuencias de nuestras acciones puedan ser aquilatadas y eventualmente modificadas. Sin embargo, ese mundo que describo es siempre una abstracción más. Está hecho de mapas, números y estadísticas. Siempre me falta otra dirección, más señas, otra mirada y un lugar donde posarla. La (¿el?) humana que hace 13,000 años talló esta cabeza de caballo y los que crearon Bouncy Castle For Sale las otras piezas que hemos visto, descubrieron dónde posar las suyas, a pesar del hielo que debió parecerles eterno.
Cuando hoy nos replanteamos nuestra relación ética con la tierra conviene recordar que nuestra dependencia no ha disminuido un ápice en comparación con la de los creadores de estas obras que hemos observado. Nuestra dependencia no; la conciencia de esta sí. Dependemos más y observamos menos. Dependemos más porque nunca antes hemos demandado tanto. Observamos tan poco porque a pesar de los afanes descubridores de la ciencia moderna, una de las cualidades del entorno social contemporáneo es su barroca opacidad. No hay ética sin la restauración de una mirada que hoy tiene que ser mucho más potente. Ya no se trata solo de mirar a nuestro alrededor –aunque haríamos bien en comenzar tempranamente con ello– sino de poder mirar más lejos. Hará falta ver para comenzar cuanto antes a hacer cálculos necesarios. Mejor: para evitar que haga falta cálculo alguno. John Locke, uno de los padres del liberalismo, justificaba en el siglo XVII las muy adelantadas conquistas europeas en América preguntándole retóricamente a los colonos si dejaban «tanto y tan bueno» para los suyos como tomaban para sí. Para los suyos, porque a los «otros» —los habitantes originarios desplazados— nadie les planteaba ninguna pregunta: si así hubiera sido, la historia sería otra. Convendría volver a hacernos la pregunta de Locke ahora que tenemos una conciencia más clara sobre la finitud de nuestros recursos y lo acotado de nuestra visión. ¿Dejamos tanto y tan bueno?
Mas bien: ¿dejamos? No. Nos dejamos.
Una versión de este texto fue leída la mañana del viernes 24 de mayo en el Teatro Victoria Espinoza en ocasión del Simposio «La ética de la tierra» organizado por el Instituto de Dasonomía Tropical.