José Emilio Pacheco o la salvación por lo cursi
Para disfrutar la poesía de José Emilio Pacheco (1930), poeta al que no hay duda que tenemos que leer, recomiendo que nos acerquemos a su magnífica obra olvidando, al menos por el momento, que ha sido el ganador de múltiples premios nacionales e internacionales por su obra narrativa y, sobre todo, por su poesía. Esos premios son múltiples: el Xavier Villaurrutia (1973), el Pablo Neruda (2004), el Federico García Lorca (2005), el José Asunción Silva (1996), el Alfonso Reyes (2004), entre muchos otros, hasta culminar en el Cervantes (2009). Creo que desafortunadamente el Nobel no está en el panorama de sus posibilidades porque otro gran poeta mexicano ya lo obtuvo hace pocos años y esos datos la Academia Sueca los tiene muy en cuenta cuando va a otorgar su premio. Creo también que esta lista de galardones puede ser, para algunos lectores, lastre que entorpezca o niebla que ofusquen el puro placer de leer la obra de este gran poeta. Es que al menos para mí, esos premios se pueden interponer entre mis ojos y el texto de Pacheco que trato de leer sin prejuicios. Por ello cuando tomo en mano el voluminoso libro que recoge la totalidad de su poesía hasta casi nuestros días, Tarde o temprano (México, Fondo de Cultura Económica, 2009), trato de olvidar todos esos merecidos galardones e intento leer a Pacheco como la primera vez que lo leí, cuando sabía muy poco o nada sobre el poeta, cuando solo lo conocía como el recopilador, junto a Octavio Paz, Alí Chumacero y Homero Aridjis, de una antología que me abrió el cofre de los tesoros del mundo poético mexicano, Poesía en movimiento: México, 1915-1966 (México, Siglo XXI, 1966).
Trato, intento, ambiciono, aspiro, pretendo, tanteo, deseo leer a Pacheco con ojos ingenuos, como si no supiera nada sobre esos premios, como si ignorara también el papel importante que ha desempeñado en el mundo cultural de su país. Trato de leerlo como si pudiera desligar su producción y la de de otros artistas e intelectuales mexicanos –pienso en Carlos Monsiváis, en la esposa del poeta, Cristina Pacheco, en Elena Poniatowska, en el pintor Francisco Toledo, en Rosario Castellanos, entre tantos otros y en muchas otras– quienes han ido construyendo un ámbito cultural, estético e intelectual donde sus obras caben cómodamente, donde éstas tienen sentido y se hacen eco entre ellas mismas y hasta repercuten fuera de las fronteras nacionales. Así es porque el ámbito cultural mexicano en que coloco su obra a través de los años ha sido tan importante para mí, para mi formación como crítico y, sobre todo, como lector de poesía.
Por suerte, la obra de Pacheco es amplia. La más reciente edición de la recopilación de su poesía, Tarde o temprano, tiene unas ochocientas y pico de páginas de pequeña letra. Pacheco, como Jorge Guillén, uno de sus modelos poéticos, ha ido recogiendo la totalidad de su producción en un solo volumen que, en su caso ha tenido cuatro ediciones –1980, 1986, 2000, 2009– y que siempre aparece con el mismo título, lo que apunta a una unidad esencial de toda su obra. Esto no quiere decir que la poesía de Pacheco salga toda de un mismo molde, que esté cortada por la misma tijera estética, que toda se parezca a sí misma y sea monótona, que no haya variantes en sus textos. Tarde o temprano recopila libros de distintos periodos de su producción y, por ello, construidos a partir de diferentes acercamientos al hecho poético y, a veces, hasta emitidos por diversas voces, ya que Pacheco, como otros de sus grandes maestros –Fernando Pessoa y Antonio Machado– tiene sus propios heterónimos.
Aunque la amplia obra poética de Pacheco es variada, como lector asiduo de esta gran producción, me tienta siempre hallar un elemento que me sirva para sintetizarla, para verla como si fuera de una sola pieza, como si leyera una compacta unidad. Pero, aunque he leído y releído la obra de Pacheco con asiduidad, aunque vuelvo a las páginas de Tarde o temprano frecuentemente, quizás más frecuentemente que a ningún otro poeta mexicano (Lo confieso: ¡Es mi favorito!), no creo que pueda decir que he llegado a hallar esa apretada síntesis, ese abracadabra que más que abrir la poesía la cierre o la encierre en un solo poema, en un verso, en una palabra. Probablemente esa ambición sea vana o, peor, esa ambición sea francamente absurda. Pero no por ello dejo de buscar, al menos, un lente por el cual pueda ver y leer toda su amplia obra. (Quizás aquí domine mi instinto pedagógico; quizás todo esto sea meramente una deformación profesional: ¿quién sabe?) Y más que la palabra casi mágica que lo resuma todo y que me permita ver la totalidad de la vasta producción de Pacheco en una nuez poética, creo haber encontrado una clave estética que, aunque no resume toda su producción, sí me sirve para verla toda, aunque al así hacerlo distorsione parte de la misma. (Eso es inevitable, pues si su obra se pudiera reducir de esa forma sería limitada y predecible, lo que, por fortuna, no es.) El reto, pues, es grande, imposible de alcanzar. Pero, sin proponer que he hallado la síntesis poética que me permita entender toda la poesía de Pacheco, sí creo haber dado con una importante clave para así hacerlo: la ironía de una estética cursi que bordea, pero no desemboca, en lo “camp”.
¡Blasfemia! Ya creo oír el grito iracundo de algunos lectores que de inmediato se indignarán al meramente oír las malditas palabrejas: cursi y “camp”, esas hermanitas casi gemelas que tanto me apasionan y que tanto sueño me han quitado. “El cursi eres tú, hereje, que te atreves a mancillar el nombre de un gran poeta al asociarlo con esas cosas que llamas estéticas y que no lo son”, casi escupirán otras o muchos otros. Aunque la mayoría de los pocos lectores de poesía –porque somos pocos los fieles devotos de esta selecta secta casi secreta que venera la poesía por sobre todas las artes– descartará la idea meramente como el intento desesperado de un crítico puertorriqueño por descubrir o, mejor, imponer un ángulo inédito desde el cual ver una obra de un poeta mexicano que ha sido examinada desde tantas y tantas perspectivas críticas que ya parece imposible decir algo nuevo sobre la misma. (Por cierto, uno de los primeros libros que se escribieron sobre Pacheco es obra de un boricua, Daniel Torres, el autor de José Emilio Pacheco: poesía y poética del prosaísmo [Madrid, Editorial Pliegos, 1990].) Pero les aseguro, lectores, que no caigo en la trampa de una crítica esotérica y falsificadora que busca una perspectiva inusual desde donde ver esta poesía aunque la falsee en el proceso de comentarla. Así es porque el mismo Pacheco nos propone lo cursi como clave para entender su poesía, la poesía en general, y lo hace con un puñado de poemas, unos cuatro, regados por varios de sus libros. En estos medita sobre los efectos del tiempo y juguetea de manera indirecta con la creación de una poética de lo cursi.
Lo lógico en un trabajo de un académico sería que en este preciso momento ofreciera o propusiera una definición de lo cursi y, tras un momento de falso titubeo crítico y de reflexión analítica de la definición ofrecida, llegara a una propuesta tentativa, a una hipótesis de trabajo que sirviera como base para la discusión del tema y, tras ese paso, ofreciera ejemplos fehacientes tomados de la poesía de Pacheco para concluir, con aires de científico –sino de las ciencias puras, al menos de las sociales– al llegar a una conclusión lógica y fundada en esos claros ejemplos ofrecidos. Pero, como nos enfrentamos a un término problemático y sobre el cual no se ha llegado a un claro acuerdo sobre su naturaleza –¿Qué, caribes, quiere decir cursi?– y como suponer tal definición de lo cursi me pondría en una posición de autoridad que no quiero ni puedo adoptar, propongo, en cambio, que sigamos otro curso al revisar la poesía de Pacheco desde esta perspectiva. Y la propuesta, como se verá, no es un intento de manipulación sofista sino un reconocimiento de la dificultad del problema: no propongo ser racionalista sino razonable porque, como hubiera dicho de estar entre nosotros mi querida amiga María Mercedes Dalmau, “la Magdalena no está para tafetanes”, tafetanes críticos, entiéndase en este caso. En otras palabras –y para ser más simple y directo y así menos barroco–, lo que propongo es ver los poemas mismos de Pacheco y deducir de ellos lo que el poeta mismo define como cursi y estudiar a la vez cómo es esa propuesta estética –sí, lo cursi puede llegar a ser una categoría estética– sirve para entender su poesía y, a la vez, para establecer una relación entre lo cursi y lo poético que va más allá de la obra de este gran poeta mexicano. ¿Trato hecho, lectora? Adelante, pues.
Hasta donde he podido ver, Pacheco usa los términos cursi o cursilería en cuatro poemas en toda su producción. Hay otros poemas que exploran el tema, pero en ellos el poeta no emplea estos términos ni se plantea el problema de su sentido estético de manera directa. El primero de estos textos, “Homenaje a la cursilería”, aparece en su tercer poemario, No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964-1968). Este es un poema breve, como tantos en su obra. Abre con una reveladora cita de Ramón López Velarde (“Amiga que te vas: / quizá no te vea más”), el padre de la poesía moderna mexicana, y culmina con una alusión al poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, figura que junto al mexicano Amado Nervo, encarnan para Pacheco el problema de lo cursi en la poesía. Vale la pena citar el texto de Pacheco para entender mejor sus planteamientos:
Dóciles formas de entretenerte, olvido: recoger piedrecitas de un río sagrado y guardar las violetas en los librospara que amarilleen ilegibles.
Besarla muchas veces y en secreto en el último día, antes de la terrible separación; a la orilla del adiós tan romántico y sabiendo (aunque nadie se atreva a confesarlo)que nunca volverán las golondrinas.
El poema se convierte en una especie de manual para luchar contra el tiempo, en una lista de cosas que hay que hacer para detenerlo o, al menos, para mantenerlo a una cierta distancia cómoda y segura. La voz poética reconoce que estas prácticas sugeridas nunca lo erradicarán, pues son meramente “dóciles formas”. Estas irónicas prácticas –recoger piedrecilla de un lugar muy especial, “un río sagrado”, colocar flores entre las páginas de un libro (¿de poesía?) y besar en secreto al ser amado, a la amada de la cita de López Velarde, aunque esa “amiga” pueda también leerse como si fuera la poesía misma– nos remiten al pasado, a un lejano mundo decimonónicamente romántico, concretamente al mundo de Bécquer. Pero todas esas prácticas que la voz poética aconseja se sigan para detener o, al menos, alejar temporeramente al olvido son inútiles ya que “nunca volverán las golondrinas” becquerianas. Por ello el poema tiene un marcado tono nostálgico que recalca ese elemento cursi que se esconde en las prácticas románticas.
Pero hay en el texto dos elementos importantes que pueden pasar casi desapercibidos, aunque son esenciales para entender el verdadero sentido del poema. El primero es, obviamente, el título: este es un homenaje, no una denuncia, a la cursilería. La palabra “cursilería” recalca, refuerza, reitera, machaca que es algo mucho más negativo que lo meramente cursi. Pero, paradójicamente, el poeta le rinde homenaje a ese aparentemente despreciable patrón de conducta y de estética que se manifiesta a través de gestos nimios: coleccionar piedritas, guardar violetas (flor de la timidez) y despedirse en secreto del ser amado. El segundo elemento de importancia se esconde en un paréntesis: “(aunque nadie se atreve a confesarlo)”. No hay antídoto para el olvido; los gestos cursis y la cursilería toda también serán inútiles: el tiempo borrará todo guiño que intente preservar ese sentimiento de amor ingenuo. A pesar de ello el poeta le rinde homenaje a la cursilería y, aunque sea de pasada y en un paréntesis, confiesa que ese inocente pero absurdo fingimiento también desaparecerá: el tiempo lo borrará todo, inclusive la poesía de Bécquer que encarna aquí el gesto que, a pesar suyo, se convierte en una manifestación antiestética; se convierte en la cursilería misma.
En Irás y no volverás (1969-1972) Pacheco incluye “Otro homenaje a la cursilería”. Este texto abre con una cita del gran poeta anglo-estadounidense W.H. Auden: “Dear, dear! / Life’s exactly what it looks, / Love may triumph in the books, / Not here”. La cita de Auden nos vuelve a remitir al mundo amoroso, como la de López Velarde del poema anterior, y, aquí más claramente que allá, la irónica conexión entre amor y literatura queda establecida desde el comienzo del poema. En éste vuelve a aparecer el fantasma del poeta sevillano que encarna para Pacheco la esencia de lo cursi; aparece en el primer verso donde se repite una construcción sintáctica que rememora el comienzo de uno de los más citados poemas de Bécquer, “Rima XXI: ¿Qué es poesía?”, poema que será de gran importancia para otra poeta mexicana, Rosario Castellanos. Pero aquí, como en el poema antes citado de Pacheco, lo que se trata de establecer es que el olvido triunfará sobre el amor: “…de aquellas tardes / en que inventamos el amor no queda / un solo testimonio, un triste verso”. Lejos estamos aquí de la certeza de los poetas renacentistas -piénsese en los sonetos 18 de Shakespeare: “So long as men can breath o eyes can see, / So long lives this, and this gives life to thee” – quienes confiaban que el amor y el ser amado sobrevivirían en su obra. En el poema de Pacheco, la cursilería se centra en los gestos amorosos del pasado. Pero el poeta respeta esos gestos, a pesar de ser cursi: “…no quiero / profanar el amor invulnerable…”. Ese deseo de no profanar es otra forma de homenajear.
En “La magia de la crítica”, poema incluido en Ciudad de la memoria (1986-1989), la palabra cursi no aparece en el título del texto sino en su conclusión y sirve así de cierre certero al mismo. El poema, con ese tono de prosaísmo tan característico de Pacheco, plantea de manera lógica, como un escueto silogismo, el problema de la crítica y el gusto. Mozart para la voz poética “…es lo mejor del mundo”. “En cambio para Strindberg todo Mozart / es ‘una cacofonía de gorjeos cursi’.” Más allá de preguntarnos qué palabra usó Strindberg ya que cursi es un término que sólo se emplea en español, el verso nos sorprende por esa asociación del músico de los músicos, Mozart, con lo cursi. (Me imagino que Strindberg habrá dicho ““kitsch”” que muchas veces se identifica con cursi, aunque no son términos equivalentes; pero eso es harina de otro costal…) Asociar el término con Bécquer y Nervo no nos sorprende, pero sí con Mozart. Esa sorpresa, esa paradoja, es lo que lleva a Pacheco a concluir con el choque estético entre gusto y crítica: “La variedad del gusto, / la magia de la crítica”. En otras palabras, lo cursi es relativo y así lo es también la crítica que se fundamente en el gusto. Mozart, para muchos, es todo lo contrario a lo cursi, lo anticursi por excelencia, pero como esa categoría estética depende del gusto, ni Mozart queda completamente protegido de que se le llame cursi.
Rompo el orden cronológico hasta aquí seguido ya que dejo para último otro poema de No me preguntes cómo pasa el tiempo, libro en el cual ya habíamos hallado el primer poema dedicado a lo cursi. Se trata de “Una cartita rosa a Amado Nervo”. El diminutivo “cartita”, el adjetivo “rosa” y el nombre del poeta modernista mexicano gritan que Pacheco va a tratar el tema de lo cursi. Es que como lo cursi casi siempre se vale de lo diminuto, del detalle, de lo aparentemente insignificante y de lo amoroso (“cartita”) y del color rosa, color asociado al mundo femenino y a lo sensibleramente amoroso, estos detalles recalcan la cursilería que Pacheco identifica con Nervo. (Si “El brindis del bohemio” es ““kitsch””, “La amada inmóvil” es cursi…) Vale la pena citar el breve texto en su totalidad:
Lo cursi es la elocuencia que se gasta. No te preocupessi sonreímos con tus versos dolientes
y nos sentimos hoy por hoy superiores. Tarde o tempranovamos a hacerte compañía.
Este es, obviamente, el más importante de todos los poemas de Pacheco sobre lo cursi y la cursilería. En el mismo se nos ofrece una clara definición de lo que para el poeta es esta categoría que algunos colocan en la frontera entre lo estético y lo que no lo es: “Lo cursi es la elocuencia que se gasta…”. Si en un momento el gusto determina lo cursi –Mozart lo es para Strindberg, pero no para muchos otros de nosotros–, el tiempo puede ser aún más cruel con la obra de arte. Lo que en un momento es pura y lograda elocuencia, claro efecto estético, con el tiempo se agota y al agotarse, al gastarse esa efectividad, la obra de arte, el poema, entra en el amplio reino de la cursilería. Siempre nos sentimos superiores a aquellos o a aquello que asociamos con lo cursi y con lo ““kitsch””, pues nos sentimos que somos dueños absolutos del buen gusto, de la belleza, de lo estético mientras que el otro no puede poseer esas categorías. Pacheco es plenamente consciente de ese conflicto, de esa lucha estética e ideológica. Pero en vez de reírse de lo cursi, de burlarse del poeta que para él encarna esa categoría, deja de sentirse superior y le aclara al poeta que él sabe muy bien que también, en el futuro, él mismo podrá ser cursi para otros: “Tarde o temprano / vamos a hacerte compañía”. El poeta parece decir que los poemas –aunque no la poesía, aclaro– son los ríos que van a dar a la mar, que es la cursilería… Y él, más que ningún otro, sabe que su obra podrá desembocar en ese océano aparentemente antiestético; ese “tarde o temprano” alude claramente a su propia obra.
¿Llegará a ser cursi la poesía de Pacheco? ¿Desembocará en el mar de la cursilería una poesía tan sólida y tan innovadora? Mozart puede ser o es cursi para algunos pocos; pero eso es mera cuestión de gusto. Pero Pacheco predice que él mismo llegará a serlo, que todo poema –los suyos y los ajenos– se corre tal riesgo y que ese paso, ese proceso no depende del gusto de un lector o de un crítico en particular sino que es el resultado del devenir de las artes, que es un inevitable producto del transcurso de la historia misma.
Pero Pacheco posiblemente se salve de desembocar en la cursilería, de convertirse en un poeta cursi, porque es plenamente consciente de ese peligro y porque está dispuesto a rendirle homenaje a esa categoría que algunos ven como la total negación del verdadero arte. Pacheco ya no tiene la fe del poeta renacentista y sabe que su arte cambiará y hasta dejará de serlo. Por eso en un aforismo que atribuye a uno de sus heterónimos, a Julián Hernández (1893-1955), un poeta que se inventa y cuya obra recoge en Tarde o temprano, dice muy escuetamente en un texto que nos hace pensar en los poemínimos de Efraín Huerta:
(“Sabor de época”) Todo poema es un ser vivo:envejece.
¿Habla Julián Hernández o habla José Emilio Pacheco? Creo que hablan ambos. Y el epigrama revela la conciencia de Pacheco, que también se filtra por las máscaras poéticas que crea. Su conciencia nos hace postular que el gran poeta mexicano se puede salvar de los desastres de la guerra del tiempo que lo puede llevar a una cursilería antiestética.
En muchos casos la conciencia de lo cursi y su exaltación, el homenaje que se rinde aunque sea desde la plataforma de la superioridad artística, pueden llevar a un artista –pienso en Warhol, en Almodóvar, en Puig– a lo “camp”. Los artistas que siguen este camino lo hacen con plena conciencia y con fuerte voluntad: quieren ser ellos mismos cursi y por esa vía llegan a ser “camp”. Pero otros artistas no llegan a ese extremo, aunque tengan plena conciencia de la cursilería y con gran gusto y ardiente voluntad le rindan homenaje a lo cursi. Ese es el caso de José Emilio Pacheco quien sabe que “lo cursi es la elocuencia que se gasta” y sabe que su obra, como “todo poema es un ser vivo” que “envejece” y puede llegar a ser cursi “tarde o temprano”. Pero será el tiempo y la historia los que pueden llegar a Pacheco a verse y leerse como cursi, pero esa no es su voluntad. Pacheco, contrario a los artistas antes mencionados, no intenta ser él mismo cursi. Y creo que aquí nos topamos con un problema estético que va mucho más allá de la voluntad de un individuo. El problema que subyace a esta discusión es si puede existir tal cosa como una poesía “camp”. Teatro, pintura, escultura, novela, hasta ensayo “camp” existen, pero ¿puede haber una poesía “camp”? Mientras tanto sabemos –y eso lo hace claro con esos cuatro poemas Pacheco– que el tiempo, la historia, el devenir de lo estético puede llevar a un poeta serio a convertirse en un poeta cursi, sin que lo quiera. Eso le pasó a Bécquer y a Nervo o, al menos, a cierta parte de su producción. Y Pacheco ve que también le puede pasar a él, que parte de su obra desemboque en el mar de la cursilería.
Pero mientras tanto, mientras Pacheco no sea nuestro Bécquer ni nuestro Nervo, hay que disfrutar de su elocuencia poética, de su conciencia artística y de su rigor intelectual. Esas categorías, creo –esta es una apuesta que yo hago contra el tiempo– lo salvarán de llegar a ser cursi. Su elocuencia se gastará un poco, pero su conciencia de ese desgaste y su visión de los valores de la cursilería –que los tiene, aunque se le nieguen– lo salvarán de llegar a ser cursi. Por ello apuesto y por ello creo que más temprano que tarde hay que leer y releer la poesía de José Emilio Pacheco.