«Juntarse es la palabra del mundo»
La incapacidad para gobernar no es privativa del actual gobernante. Es producto de la decadencia de la partidocracia colonial y su forma de tiranía.
El método colonial de gobierno ha sido desde un principio el clientelismo, la violencia –activa y pasiva- como fórmula de control social y político, la manipulación del discurso político y la corrupción. Su forma de tiranía es la del abuso de poder, la inmunidad y la impunidad. Todo esto sostenido en una constitución fofa hecha a la medida.
El incumbente solo es el último en una cadena de peores. Producto de su generación y de las que lo antecedieron. Aunque nos duela, tenemos que reconocer que aún con sus maravillosas excepciones, nuestras pasadas generaciones inmediatas no han sido lo mejor de la comarca.
Si nos miramos sin romanticismos, el liderato exitoso de todas las generaciones desde la invasión norteamericana para acá ha sido un desastre. Ese liderato ha sido responsable de llevar al colectivo a su condición actual de rebaño ignorante y pancista.
Podemos buscar todos los motivos para nuestra degeneración social y los hay, pero la conclusión es la misma. Somos un pueblo que confunde valor con precio y dignidad con comodidad. Y no hemos tocado fondo. Estamos cerca, pero ni miramos hacia abajo para no saber cuan cerca.
No siempre fue así y no siempre va a ser así. Las buenas noticias son que las generaciones estupendas surgen de desmadres como el que vivimos. El fermento deontológico de los pueblos está siempre ahí. El nuestro ha estado y está en las excepciones que han existido y resistido en todas y cada una de esas generaciones. Pero las excepciones no eliminan la regla. Como colectivo somos un pueblo decadente.
Hablar así de nuestro país no es fácil. Preferimos hasta la humillación de tenernos pena a nosotros mismos a la realidad de aceptar que somos un pueblo descompuesto. La pena no nos redime. Justificar, por ejemplo, nuestro pancismo como “las tretas del débil” nos consuela y nos da motivos para odiar el coloniaje, pero no nos sana.
La corrupción política va de la mano con nuestra descomposición social. Pretender que las excepciones gloriosas de cada generación nos salvan del juicio de la historia no funciona. La clase política degenerada vive precisamente de que no somos excepcionales. Tenemos excepciones, deslumbrantes y extraordinarias que son capaces de llamarle la atención al planeta, pero no somos excepcionales.
La masa no excepcional es precisamente el combustible del liderato decadente que mueve la rueda viciosa que da vueltas en ciclos de cuatro años. A los que se tumban el país los sostienen los que se tumban al vecino y no ven nada malo en ello. Solo sobrevivencia.
Leía con placer esta semana aquí en 80grados, un artículo de Rafael Rodríguez Cruz sobre el origen de la sumisión que exhibimos frente al imperio. En ningún libro escolar de historia aparece la realidad de que Puerto Rico fue invadido precisamente por la riqueza, la autosuficiencia y el desarrollo social que le reconocía el U.S. Geological Survey. Mucho menos aparece como falacia que fuéramos una isla pobre que necesitaba de Estados Unidos para sobrevivir. Que eso fue idea de la clase política anexionista de San Juan. Los norteamericanos llegaron precisamente en busca de nuestra prosperidad. Una prosperidad que tenía su base en el sur del país. La decadencia estaba en la ciudad de los políticos amenazados en su hegemonía.
Rodríguez Cruz aventura que los primeros sorprendidos con la sumisión de los anexionistas puertorriqueños fueron los invasores. Eso les dio la “… justificación ideológica para la violación de los derechos supremos de nuestra nación”. En otras palabras se sorprendieron agradablemente porque esa actitud le facilitaba los planes de explotar el potencial de la isla más prometedora del Caribe.
Ahí comenzó para nosotros lo que el político y escritor costarricense Fernando Zamora Castellanos describe de la siguiente manera:
“…el tiempo de los cortesanos y de las genuflexiones. Tiempo en el que ser rebaño y tener alma de siervo ofrece múltiples ventajas a cambio de abdicaciones morales. No son épocas de afirmaciones ni de negaciones, sino de dudas, pues creer es ser alguien. El cortesano, incapaz de abrazar una pasión o fe, carece de ese esqueleto que otorga el carácter. El problema es que una generación que en la acción política hace de la sumisión incondicional un hábito, no encuentra ambiente propicio para forjar su carácter. En esas tendencias cortesanas, en donde el digno es políticamente menospreciado en beneficio del servil, la cotización del mérito se devalúa y las “conductas correctas” son mejor valoradas que la acción firme propia de la dignidad altiva.”
Nuestra caída política sigue siendo una caída libre.
El círculo vicioso de una clase política inepta y corrupta siendo elegida cada cuatro años por un colectivo ignorante y pancista. Ese círculo no se ha roto. Pero puede romperse.
La reciente visita de Naomi Klein –que, por cierto, nos puso de manifiesto cuan contaminados estamos con la mezquindad y cuan dañados estamos hasta recibir a nuestros aliados con malicia– nos dejó unas recomendaciones que no hemos discutido a fondo. Dijo algo que es la clave del surgimiento de unas nuevas generaciones extraordinarias: (1)insistir en una contra-narrativa frente a la decadencia política y su discurso; (2) ampliar el “menú” de alternativas al margen del gobierno, y; (3) organizar un nuevo movimiento político.
La tiranía del gobierno colonial que hasta el imperio desprecia no puede ser combatida con una oposición verbal y retórica. Necesita acción. La acción no es enredarse con ella a pelear en la calle. Ahí estamos en desventaja y aunque se necesita de ella, no se puede depender de ella. La acción tiene que trascender la protesta.
“…oponerse a los planes [del capitalismo del desastre] nunca ha sido suficiente”, nos dice Klein e inmediatamente nos convoca a ampliar “el menú” del cambio y hacernos de un proyecto político.
Propone no actuar al margen de la política, sino hacer un “compromiso con la política”.
“…dejar que otros se encarguen de la política es una forma de abdicar en este momento”.
O sea, la protesta en la calle y la organización de comunidades y ciudades al margen del gobierno son el camino pero no la meta. A esos dos fundamentos debe añadirse la toma o la creación de un instrumento político. Fíjense cómo no descartó tomar uno creado o crear otro. Yo me inclino por lo segundo. Pero entiendo la alternativa.
Detengámonos entonces ahí. Como anarquista tengo que reconocer la imposibilidad de una ausencia total de estructura a la altura del mundo globalizado implacable que vivimos. La organización a nivel de comunidades y ciudades es el camino correcto. Adjudicado. Pero no podemos pensar que podemos volver a vivir en pequeñas tribus autónomas de golpe y porrazo. Todos los esfuerzos de organización comunitaria tienen que lograr una coherencia en un proyecto político para el colectivo de país.
Un proyecto político, sin embargo, no se puede cuajar sin resolver el status. Un proyecto político no es el status. Parte de la estabilidad de un status que ponga las herramientas de desarrollo en su sitio. Entonces es que se puede planificar un proyecto político.
Siempre volvemos a lo mismo, me dicen. Pues sí. Los caballos siempre van al frente de la carreta.
Lo mismo es a lo que no han querido que lleguemos nunca aunque digan lo contrario. Ni los unos ni los otros. Los unos y los otros no tienen prisa para el cambio.
¿Se puede dar ese proyecto político en las presentes condiciones? ¿Podemos resolver el status para hacer el proyecto político que necesitamos? Todos los días me levanto pensando que sí y me acuesto pensando que no. Mis intentos por ser más allá de la voz que siempre he sido y tratar de encaminar el proyecto en la práctica junto a otros, han sido un fracaso estrepitoso. El “liderato” está lleno y sus ocupantes están aferrados a él. Disimulan su deseo de inclusión. Decidí no seguir tampoco yo disimulando que no me daba cuenta. Mucho menos perder lo que me quede de vida en competir con ellos. Regresar a esto. Mi aportación va a seguir siendo la palabra. Libre e independiente. Con la esperanza de que cale en los excepcionales.
Desde aquí les digo que coincido con Naomi Klein en que se necesita un nuevo instrumento político, pero no lo veo formándose. Estamos demasiado obstinados en proyectos fracasados y lideratos insignificantes. No hay trascendencia. Hay excusas, muchas excusas, a la incapacidad.
La idea de empoderar a la primera unidad de la sociedad luego del individuo y las familias –que es la comunidad– es en sí un proyecto político… pero no es de país.
“Juntarse es la palabra del mundo.”, dijo Martí.
Luego de ver cómo el liderato de la decadencia se aferra, no hay de otra que esperar que los núcleos de las comunidades que se organizan produzcan la generación excepcional que nos hace falta.
Eso necesita, sin embargo, de una transparencia de propósito. No podemos hacerle creer a las comunidades que su organización es solo para el fin egoísta de mejorar su calidad de vida particular. Tenemos que decirles la verdad. Son parte de un proyecto político.
El reto es despojar lo “político” de su deshonor.
Seguimos hablando.