La ciudad estrangulada: cincuenta años después
En 1966 César Andreu Iglesias publicó cinco columnas sobre el tema de la ciudad, o, más específicamente, sobre el crecimiento del Área Metropolitana. Posteriormente regresaría al tema en una columna escrita en 1974 (ver referencias al final). En dichos artículos Andreu discutía los efectos destructivos de tres procesos interconectados: el desparrame urbano, la falta de sistemas de transporte colectivo y la consiguiente dependencia en el automóvil privado. ¿Será necesario indicar que son problemas que aún nos afectan severamente? Por lo mismo, recuperar aquel diagnóstico a la luz del casi medio siglo que nos separa de su redacción permite extraer algunas lecciones sobre el presente y algunas advertencias sobre el futuro.
En términos generales Andreu señalaba que «El crecimiento desparramado del San Juan Metropolitano no puede defenderse racionalmente.» Andreu indicaba cómo, según el entonces Presidente de la Junta de Planificación Ramón García Santiago, la forma de crecimiento de San Juan en aquel momento ofrecía un «cuadro aterrador». Andreu concluía: «Estamos obligados a buscar alternativas de crecimiento para la ciudad desparramada, como es, el caso del San Juan Metropolitano.» Pero ese crecimiento desparramado no podía desvincularse de otro proceso: la generalización del automóvil privado como medio de transporte de los habitantes de la ciudad.
Al regresar al tema en 1974, Andreu subrayaría el impacto del automóvil en nuestras vidas. Así preguntaba a sus lectores: «Mire a su alrededor y dígame si hay algo… que conforme –y deforme- más nuestra vida que el automóvil. Ciertamente, es un vehículo sumamente útil. Precisamente por serlo ha terminado por imponerse en nuestra vida individual y colectiva. Y ya, sencillamente, no podemos vivir sin él…» Continuaba Andreu: «Si fuéramos a escribir la historia de Puerto Rico en el Siglo XX la podríamos dividir en A.A. y D.A. Es decir, Antes del automóvil y Después del automóvil. Y no se me tome por sacrílego si confieso que he estado a punto de escribir que la configuración de las dos épocas representa un mayor contraste que el antes y después de Cristo en la historia de la civilización occidental.» Andreu concluía: «lejos de nosotros dominarlos, son los automóviles los que nos dominan.»
En 1966 Andreu ya había advertido que ese dominio del automóvil también conllevaba problemas cada vez más serios. «Los automóviles», planteaba, «son causa de cada día más ruido, más accidentes y mayor contaminación de aire en toda la ciudad.» Apoyándose en un estudio de Mervyn Jones titulado «Nuestras ciudades estranguladas» publicado en la revista New Statesman en marzo de 1966, Andreu explicaba que entre la desaparición del carruaje de caballo y la generalización del automóvil hubo un periodo en que el transporte urbano se movía con «facilidad y rapidez». Pero esa situación quedó en el pasado cuando el automóvil dejó de ser un artículo de lujo. La generalización del automóvil estrangulaba la ciudad. Una manifestación de ese estrangulamiento, pero no la única ni la más importante, era la congestión, o, como se dice en puertorriqueño, el tapón. «La congestión», explicaba Andreu, «no se da ya a una hora fija, es decir, al ir o regresar del trabajo. Ahora a los conocidos tapones de la mañana y de la tarde se suman los nuevos tapones a la salida de los entretenimientos: cine, beisbol, circo, etc.» El medio de transporte se convertía en una causa de parálisis.
La solución al problema no era la construcción de más carreteras. Eso tan sólo perpetuaría el problema. Nada se ganaba y mucho se perdía al «dedicar inmensas sumas de dinero a abrir nuevas y más anchas avenidas, que al cabo de varios años serán escenario de nuevos y más grandes tapones». Andreu insistía: «la suma de avenidas, aunque continuamente se dupliquen en anchura, no resolverá el problema del tráfico.» Algunos planteaban complementar las calles y avenidas tradicionales con autopistas cada vez más amplias. Andreu advertía sobre el efecto de tal solución al problema de la congestión de la ciudad provocado por el automóvil: «El culto a la autopista puede hacernos olvidar lo obvio: que las ciudades son para vivir en ellas, no para atravesarlas a velocidad de relámpago.» Esto era, por supuesto, otra dimensión del desparramamiento que Andreu ya había denunciado en otro de sus artículos. Andreu concluía con una sentencia breve y contundente: «el automóvil no es la solución del problema de transporte en una ciudad…»
La solución estaba en la dirección opuesta: no ampliar carreteras, avenidas y autopistas para que pudiera seguir aumentando el número de automóviles, sino «reducir el número de automóviles en las calles de la ciudad.» Esto tan solo podía lograrse con la construcción de un «rápido y eficiente servicio de transportación pública». Apoyándose en Jones, Andreu indicaba que la «experiencia de los últimos años demuestra que ninguna ciudad puede funcionar adecuadamente a no ser que la mayoría de los ciudadanos, por propia conveniencia, prefieran patrocinar algún sistema de transportación pública…» Andreu insistía: «Las ciudades tienen que orientar su desarrollo en tal forma que la gente se sienta inclinada a utilizar los servicios públicos de transportación. Esto es indispensable si se quiere que la batalla entre el hombre y el automóvil la gane el hombre, conservándose la ciudad como un lugar en que los seres humanos pueden vivir sin peligro de enloquecer.»
Pero al hablar de transporte colectivo no se trataba de cualquier sistema. No bastaba con un sistema de autobuses: «Las guaguas», advertía Andreu, «no son suficientes y nunca lo serán. Ninguna metrópoli moderna puede depender de autobuses para su transportación pública. Está bien que continúe el sistema de guaguas. Pero sólo como sistema complementario. Un sistema de trenes… se hace cada vez más indispensable.»
Esto conllevaba cuestionar las bondades del tipo de progreso que se había impuesto hasta aquel momento, cuyas etapas fueron desmantelar los sistemas de transporte colectivo previos al motor de combustión interna (tranvías, trolleys, trenes), para remplazarlos con guaguas, lo cual acompañaría la generalización del automóvil. Así Andreu indicaba que el «fanatismo automovilístico ha llegado a hacernos creer que la ‘era del automóvil’ enterró para siempre los medios de transportación en masa. Como en tantos otros lugares, en Puerto Rico se desmanteló el ferrocarril y se vendió como chatarra, y nadie vertió una lágrima. Lo mismo sucedió con el tranvía eléctrico en San Juan y Ponce. Creíamos todos que la desaparición de aquellos sistemas de transporte era evidencia de que progresábamos con suma rapidez.» La visión acrítica del progreso arrollaba cualquier objeción: «Quien para la época de la desaparición del trolley en San Juan hubiera sugerido preservarlo, hubiera pasado, inevitablemente, por retrógrada o por loco. Para aquel entonces, se llegó a considerar el tranvía como poco más que un estorbo público.»
Pero reconstruir la ciudad no sólo exigía desprenderse del abrazo acrítico a todo lo que se presentaba como «progreso». Igualmente exigía reconocer que el desarrollo de las ciudades requería abandonar la idea de un crecimiento regido por las acciones descoordinadas de empresas privadas o de los individuos aislados unos de otros. La ciudad necesitaba un desarrollo planificado. «No es, pues, menos planificación lo que se necesita,» concluía Andreu «sino más planificación.» Andreu aplaudía la preocupación con esta situación de varias agencias de gobierno y discutía algunos planes y estudios elaborados a mediados de la década del 1960.
Más concretamente, explicaba a sus lectores las tres opciones para el desarrollo del Área Metropolitana formuladas como parte del Plano Regulador elaborado por la Junta de Planificación. La primera opción contemplaba «hacer de Santurce el centro principal del Área Metropolitana». En ese caso se «ubicarían sectores de alta densidad de población y empleo a lo largo de dos rutas principales de transportación en masa dentro del área –uno extendiéndose en dirección norte a sur a lo largo de la espina dorsal de las avenidas Ponce de León y Muñoz Rivera, y el otro de este a oeste, desde Bayamón a través de Santurce e Isla Verde para terminar en Carolina.»
La segunda opción de desarrollo planificado proponía «hacer de Hato Rey el centro principal de la ciudad. Las premisas son las mismas de la alternativa anterior, excepto la localización del punto de concentración.» La tercera opción era la «ciudad multicentro» que suponía la definición de 6 centros urbanos: San Juan, Santurce, Hato Rey, Río Piedras, Bayamón y Carolina. «Alrededor de estos centros principales,» explicaba Andreu, «girarían otros menores: Cataño, Guaynabo y Trujillo Alto. Cada centro tendría que ser autosuficiente. De esa manera se eliminaría la necesidad de ir en busca de servicios lejos del hogar. Se reduciría el uso del automóvil particular. Los centros se unirían por alguna clase de transportación en masa.»
Andreu no se pronunciaba a favor de uno de estos planes, pero subrayaba la necesidad imperiosa de adoptar algún plan de densificación que detuviera el desparrame y citaba aprobadoramente las palabras de García Santiago cuando advertía que para implantar cualquiera de esos planes será «menester una política clara y definida sobre el desarrollo y uso de los terrenos con el fin de poder distribuir la población y el empleo de tal manera que se controle y disminuya la expansión física del área [metropolitana] y sea posible la creación de un sistema rápido de transportación en masa.» Todo esto, planteaba García Santiago con la aprobación de Andreu, «conlleva… restricciones a la empresa privada y al ciudadano particular en beneficio del bien colectivo.»
Han pasado casi cincuenta años desde que estas líneas se redactaron. Yo pregunto a los lectores y lectoras: ¿dónde está el centro del Área Metropolitana? ¿Dónde se encuentran los dos ejes de ese denso desarrollo urbano? ¿En Santurce o Hato Rey? ¿O será que contamos con seis centros bien planificados? La respuesta es obvia: no hay centro alguno, ni ejes de desarrollo intensivo. ¿Qué se ha hecho sino «dedicar inmensas sumas de dinero a abrir nuevas y más anchas avenidas»? ¿Y cuál ha sido el resultado sino que esas avenidas agrandadas se han convertido «al cabo de varios años… en escenario de nuevos y más grandes tapones»? ¿Y qué se ha hecho sino construir cada vez más autopistas? ¿Y cuál ha sido el resultado sino marginar y despoblar los centros urbanos? ¿Qué ha ocurrido sino una aceleración del incesante desparrame urbano? ¿Qué ha pasado con la propuesta de un sistema de transportación de masas cuya necesidad ya se había reconocido por la Junta de Panificación en 1966? La realidad es que hoy dependemos más del automóvil privado que en 1966, cuando Andreu publicó sus artículos, con todas las consecuencias que ya se diagnosticaron hace medio siglo. En 2013 todavía estamos esperando la adopción de un plan de uso de terrenos.
Recientemente, según el periódico Índice, el actual director de la Autoridad de Carreteras indicaba que «El problema del tapón es provocado porque los boricuas no quieren usar métodos alternos para llegar a sus trabajos o prefieren su auto para realizar gestiones personales.» Uno no sabe si reírse o llorar. Ese «quieren» vale un millón de pesos. Alguien tendría que preguntarle al director qué opciones reales tienen los que no tienen la dicha de vivir cerca de la única ruta del tren urbano. ¿La AMA? ¿Puede alguien depender de ese medio para llegar al trabajo a tiempo? ¿Acaso no se trata de un sistema poco confiable que usan casi exclusivamente los que están condenados a hacerlo, es decir, por lo general los más pobres? Me pregunto si el susodicho director que le echa la culpa «a los boricuas» viaja a su oficina y hace sus gestiones personales en transporte colectivo. Me atrevo a apostar que no. ¿Y qué ocurre con los que no viven en el área metropolitana? ¿O con los viajes entre pueblos? ¿O los que quieren ir al mall, ya que el comercio está ubicado y diseñado para que solo se pueda llegar a las tiendas en automóvil? No se trata de que los boricuas no quieran usar otros medios de transporte, es que ni los boricuas ni nadie pueden depender de un sistema de transporte colectivo que no existe.
Pero dejemos en paz al director. La pregunta más interesante es esta: ¿por qué continúa el desarrollo urbano por un camino tan destructivo tanto social como ambientalmente? La razón no es falta de información. No es que falte conciencia del problema, ni siquiera a nivel gubernamental. Ya vimos las reflexiones del Presidente de la Junta de Planificación que Andreu citaba en 1966. En aquel momento Andreu mismo ya se preguntaba: «¿Cómo es que después de tanto hablar de planificación, como aquí se ha hablado, y habiendo contado por los últimos 25 años con una Junta de Planificación, ahora resulta que el crecimiento o expansión de la Capital presenta un ‘cuadro aterrador’, en opinión de su Presidente actual, Sr. Ramón García Santiago?» Andreu sugería tres posibles respuestas al enigma de ese organismo de planificación que no planifica: o ese organismo «no ha estado bajo la dirección de verdaderos planificadores, o la planificación aquí no ha pasado de meros proyectos de papel. O, quizás, resta una tercera explicación: la planificación es imposible bajo la influencia poderosa de las vacas sagradas que manejan el llamado sistema de libre empresa.»
La misma agudeza de algunos de los señalamientos citados por Andreu indica que no hay por qué ver la causa fundamental del problema en la ausencia de verdaderos planificadores. Sin duda, hay que concluir que muchos planes en Puerto Rico no han pasado «de meros proyectos de papel». Pero queda la pregunta: ¿por qué sufren tal destino dichos proyectos? La respuesta está sin duda en la tercera explicación: «la planificación es imposible bajo la influencia poderosa de las vacas sagradas que manejan el llamado sistema de libre empresa.»
Andreu señalaba que somos «esclavos del automóvil», pero en realidad no somos esclavos del automóvil sino de las determinaciones y consecuencias de las implacables e impersonales reglas del mercado y de los intereses que prevalecen de acuerdo a esas reglas, es decir, de las más grandes concentraciones de capital. Esta economía de «libre empresa» es alérgica a la planificación. Se alega que las decisiones privadas, guiadas por la búsqueda de la mayor ganancia posible para cada empresa, deben traducirse y se traducen en el bien de todos. Desde esa perspectiva cualquier intervención del estado en el movimiento de la «mano invisible» del mercado constituye una «distorsión» que impide el óptimo funcionamiento de la economía. En tal caso, «la planificación» difícilmente puede llegar a ser algo más que «meros proyectos de papel», para usar la frase de Andreu.
La situación no deja de ser irónica. La economía de mercado, promovida a nombre de la libertad y de la iniciativa individual, en realidad subordina al individuo al poder del gran capital que está, a su vez, sometido a las leyes ciegas del mercado. La única manera en que el individuo puede asumir control del proceso económico, y del desarrollo de la ciudad que habita, es a través de su participación, junto al resto de sus conciudadanos, en la planificación democrática de dicho proceso, lo cual exige, no mantener, sino abolir la propiedad privada de las más importantes actividades productivas.
En 1966 Andreu explicaba esta negación del individuo por un sistema que se vende como su defensor: «Sea como fuere la ciudad actual no puede descartar la planificación. La vida se hace cada vez más compleja. Lo que nos obliga a olvidarnos de los tiempos idílicos en que cada cual se bastaba por sí mismo y hacía lo que le daba la gana, basado en el supuesto de que el balance de todos los intereses individuales producía el bienestar general. Guste o no, lo cierto es que vivimos en una sociedad de masas, y la salvación del individuo está en que se logre la más eficiente y racional organización colectiva. Aunque suene a paradoja, el extremado individualismo actual puede conducir al aplastamiento, y aún a la muerte, de la individualidad.»
Moraleja de todo lo que hemos dicho: hay dos caminos para el desarrollo de la ciudad. Se le puede abandonar a la lógica de la competencia y a la carrera tras la ganancia privada. La consecuencia de esa opción es el «cuadro aterrador» que sigue ampliándose a pesar de todos los estudios, los planes y reglamentos. La segunda opción se ajusta a las advertencias que Andreu formuló hace casi cinco décadas: no podemos cambiar la ciudad sin verdadera planificación, no podemos planificar verdaderamente sin ampliar el control público sobre la actividad económica, no podemos ampliar ese control público sin atacar los privilegios y prerrogativas de los más grandes intereses privados. Esa es la encrucijada: o desafiamos el dominio de los más grandes intereses privados o nos seguimos hundiendo en la descomposición urbana y la destrucción ambiental.
Los artículos que aquí se discuten son: «El futuro de la capital» (1966); «El San Juan del futuro» (1966); «La ciudad estrangulada» (1966); «Automóviles vs. Hombre» (1966); «La butaca motorizada» (1966); «La era del automóvil» (1974). Todos están incluidos en Juan A. Hernández, comp. Cesar Andreu Iglesias. Periodismo vital (San Juan: ASPRO, 2005).