La ciudad lúdica
Si hay algo trágico en un adulto que no se recuerda como niño feliz, es no haber podido aprovechar los años donde contaba con mayor libertad para serlo, a pesar de los embates de la disciplina y la propia fragilidad del universo infantil. Para el niño, la felicidad está en el juego, y el juego nace de un estado mental, de una imaginación que todavía divaga entre la realidad, que apenas se ausculta, y la fantasía, que se despliega orgánicamente.
Mirando la felicidad de los niños peatones, que jugaban mientras esperaban la guagua, me acordé de mi propia felicidad infantil, que en mi caso tuvo mucho que ver con la imaginación y sus detonadores, entre los que estaban los libros, el cine y la televisión. La escuela me hacía feliz en la medida en que la fantasía era parte de la estrategia curricular. Hasta las clases de religión me parecían entretenidas, porque no hay que negar que la Biblia, a pesar de sus frecuentes aberraciones, es un libro de cuentos delicioso.
Mi felicidad hoy, desde la perspectiva adulta, abarca mucho más que la esfera íntima de la imaginación. Si me interrogaran, y yo estuviera dispuesto a admitirlo cándidamente, diría que mi felicidad tiene como prerrequisito la presencia de la ciudad habitable, compacta y rabiosamente peatonal. Lo que para los niños con quienes abrí estas líneas era la columna con la que se revelaban y se escondían entre ellos, participando de un juego nacido en la imaginación, para mí son las calles y manzanas del universo conocido y por conocer de una ciudad lo que me abre a la posibilidad de ser feliz.
La mezcla del ritual cotidiano y el impredecible futuro de calles por recorrer le dan a mi vida hoy una felicidad parecida a la de los niños en plena formación.
Los tres niños retozones eran capaces de construir una narrativa interior mitigadora de las insuficiencias del entorno en el que estaban, por toda la potencia de su imaginación fantástica. El descoñete de la marquesina, que a mí me hacía refunfuñar en torno a un ayuntamiento que no hace su trabajo, a los nenes les iba de madre, pues el detonador de su felicidad estaba en su discurso, originalmente privado, y que luego era compartido, en comunión absoluta.
No es mi mensaje aquí defender un cierto conformismo boricua que desatiende el deterioro físico de las cosas, a la vez que alimenta narrativas fantásticas capaces de nublar quijotescamente el entorno para hacerlo más digerible a pesar de su muy visible colapso. Si así fuera, nada habría que decir de nuestras alicaídas ciudades, toda vez que la felicidad sería un asunto mental, como en los niños, y así, con esta pablocoelhizada convicción, se acabaría el asunto.
Mi intención aquí va en otra dirección, si acaso en defender la complicidad que la constitución física y programática de una ciudad tendría que concertar con la imaginación para siquiera intentar aspirar a hacernos felices.
Aspiro, en todo caso, a una ciudad que no solo resuelva las necesidades materiales, sean colectivas o individuales, sino que sonsaque nuestra atrofiada imaginación, proveyendo un exceso, que es fantasía y deseo.
Ningún pragmatismo ingenieril, que lamentablemente ha dominado la discusión de lo urbano y del urbanismo en Puerto Rico, sería capaz de proveer intencionalmente las claves de lo fantástico. Si ello ocurriera, como a veces pasa con las escalas sublimes de las grandes obras de infraestructura, ello solo daría para un instante, y un instante de fantasía no es suficiente para apostar a los millones de felicidades ciudadanas que tiene que atender una ciudad.
Las ciudades son lo más cercano que conozco a Dios. Es más, son de Dios, como en otro contexto (y sirviendo a otras agendas) diría San Agustín, pues tienen entre sus muchas funciones la de satisfacer, atendiendo peticiones, plegarias, eternas crisis de afecto y desamparo. Así imagino a las ciudades, como un Dios que escucha y, en principio, resuelve, si es que quiere extenderle la vida a su divinidad.
Hablar de la calidad de vida de la ciudad como un exceso de dimensiones fantásticas, en época de escasez, tiene toda la apariencia de un anatema. Contrarresto ese argumento con la certeza de que el exceso al que aludo no nace de asignar mayores recursos, sino de la consciente incorporación de una audiencia y una voluntad performativa (entendida como habilidad teatral y no performatividad en su orientación pragmática) en la manera cómo se proyectan las partes y el todo de una ciudad.
La Habana, de la que tanto boricua regresa para describir su deterioro rampante, es una ciudad porosa a la imaginación fantástica. Mi interactuar con ella me recuerda a los niños que se escondían tras la columna descoñetada. El deterioro habanero no es lo suficiente como para cancelar ese exceso original de gran narrativa metropolitana.
Independiente a las peores excentricidades burguesas que pudieron darle ese carácter robustamente teatral a los distintos barrios de La Habana, hoy, gracias a eso, sigue intacta su habilidad para engatusarnos, si no es que su virtud delirante está renovada por la pátina romantizadora.
La Habana, sin duda, está más deteriorada que San Juan, pero no ha perdido su capacidad para ser protagonista de fantasías, y esa vocación no viene de pragmatismos deliberados, viene de un exceso original, de una vanidad encarnada y abierta a la mirada, deseosa de ella.
Antes dije que el placer de la ciudad nace de la mezcla insólita de predictibilidad e incertidumbre. La aventura consiste en moverse de lo uno a lo otro. Esa convicción me recuerda, en viaje totalmente autobiográfico, la primera vez que experimenté un sentido de libertad y posibilidad desde la imaginación de niño. No fue una calle, ni un recorrido urbano, la primera memoria de tan significativo preludio a la felicidad; fue, curiosamente, una visita al campo de mis primos paternos, en las fincas del barrio Mavilla de Vega Alta, entre el sexto y séptimo grado. Recuerdo haber sentido la comunión perfecta entre los rasgos del paisaje y la imaginación fantástica.
La experiencia lúdica del campo, desde la imaginación infantil, produjo toda una escuela de pensamiento urbanístico identificada con las corrientes románticas de la segunda mitad del siglo XVIII, particularmente entre los ingleses, que contrario a su insípido gusto arquitectónico, fundaron una de las tradiciones urbanísticas más ricas, una decidida a proyectar la forma urbana para el deleite vivencial del ojo humano, un urbanismo de sorpresas y emociones contrastantes, que la historia del arte categoriza bajo la noción de lo pintoresco.
Doscientos años más tarde, la segunda generación de arquitectos modernos montó su crítica de la ciudad-infraestructuralizada del Movimiento Moderno de la primera mitad del siglo XX, rescatando ideales olvidados del pintoresquismo inglés y su particular acercamiento fenomenológico. La figura del niño vendría a sustituir al “usuario” moderno, nombre con el que el cuerpo humano era reducido a otra materia prima más de la ciudad–máquina modernista. El niño aparece en los escritos del arquitecto holandés, Aldo van Eyck, quien fuera parte del famoso Team X, y quienes dieron la estocada mortal a la desaborida ciudad moderna predicada por la ortodoxia pragmática y su cristalización en los postulados urbanos del documento conocido como La Carta de Atenas.
El interés por el niño en van Eyck, aparte de invocar una dimensión lúdica que él entendía debía atender la arquitectura y el urbanismo, era también una forma de alejarse de las sobre-racionalizaciones modernistas, y elevar a categoría de culto al juego como gran acto de celebración del gozo comunal. Esta nueva vibra urbanística tuvo su apoteosis simbólica en los eventos del 1968, el gran hito contracultural, el principio del final de toda una línea de pensamiento crítico que todavía veía al urbanismo como una fusión de forma compositiva y ciencia social. Cualquier intento de rescatar eso hoy requeriría mudar pieles de prejuicio y falsa certeza.
Mi entendimiento de la ciudad de Sydney, en Australia, donde vivo desde hace unos meses, me ha reconectado con el niño de once años corriendo por los ríos y jardas de un inexplorado Vega Alta. Mi gozo contemporáneo se produce en el encuentro de rasgos urbanos, que eluden la precisión geométrica, con una mente aventurera, abierta a consumir el capital lúdico de una ciudad, cuya forma, si algo celebra, es su deuda con la tradición urbanística del pintoresquismo inglés, a veces producto del trazado esmerado, a veces producto del azar.
Parte de la felicidad de mi verano en Vega Alta venía de extender el juego a aspectos básicos de la sobrevivencia. De pronto pescar la chopa que luego sería condimentada por mi tía transformaba el acto de comer en una gran aventura. Todavía recuerdo la opción entomatada que la tía escogió ese día, y la simplicidad de una vida donde lo material es extraído desde la dimensión bucólica y no desde la imposición productiva.
Pudiera escuchar a algunos vincularme aquí a alguna teoría dieciochesca de nobles salvajes y plenitudes pastoriles. Tendrían razón si rescatar mi memoria infantil hoy tuviera como propósito reiterar la supremacía del campo sobre cualquier otro ámbito de la vida humana, pero no, ese no es mi punto aquí. Mi punto es defender la supremacía de lo fantástico en la medición de aquello que contabilizamos como calidad de vida en la ciudad. Mi punto es cuestionar la ruta actual de entender la felicidad a partir de una burbuja privada, apertrechada de todo tipo de ventanas tecnológicas a mundos narrados para un pasivo observador, enajenado de los otros a pesar de asumirse interconectado tecnológicamente. Mi punto es desbancar la autoridad de esa inmaterialidad por otra inmaterialidad, una que se origina a partir de narrativas de gozo proyectadas como fantasías errantes en la forma urbana.
Justo después de haber experimentado las terribles inundaciones de verano desde las dramáticas fotos que las redes sociales diseminaron hace unas semanas, y que dejaron ver el fracaso de la ciudad como gran máquina infraestructural, (porque cuesta mucho mantenerla, porque todo ese esfuerzo es ajeno a nuestra naturaleza y recursos), quisiera insistir en otro gran fracaso, en uno mucho más importante, y es el de la ciudad que ya desiste de hablarle a la imaginación. Es el fracaso de la ciudad que se declara abiertamente hostil a la poesía, que no quiere ni puede dialogar con el lado más aventurero de sus habitantes; en definitiva, la ciudad que no solo es incapaz de disponer de sus aguas de lluvia, sino que rechaza todas y cada una de nuestras invitaciones a nadar con ella.
No me sorprende ver a los niños jugar entre las aguas negras, gozosos, sonreídos, porque es precisamente en ese escenario de la ciudad infraestructuralmente incompetente donde nace otra ciudad, la del deseo que irrumpe aun en medio de la peor tragedia. Esa felicidad no debe ser condenada como otra evidencia del conformismo boricua. Es, en todo caso, un manifiesto ciudadano, una denuncia de la ciudad que no brega, que irresponsablemente desatendió el exceso fantástico, y que solo en su fracaso material, en el desbordamiento de aguas que no sabe dónde colocar, recupera algo de lo que tanto reprimió, el gozo.
Llevo años ya promoviendo la fantasía como gran agenda de la forma urbana, la intervención arquitectónica como detonador de narrativas, y el tipo de ambiente universitario que debía rodear a quienes se dedicarían a gestionar ese nirvana: arquitectos, artistas y diseñadores. Sorprenden las reacciones de oposición a esta agenda de pornográfica subversión de la función material de las ciudades. Y es por ello que en su estrepitoso fracaso en Puerto Rico, el de las ciudades, no veo otra cosa que el paso necesario para acabar de una vez por todas con los saboteadores del gozo que impiden el cambio.
Fantaseo hoy con la catástrofe urbana, pues he visto que aun en las muestras temporeras de colapso material, como serían las cada vez más frecuentes inundaciones, la ciudad empieza a dar otra foto, una donde el exceso borra demarcaciones entre objeto inerte y espacio público, con lagos que difuminan líneas de trazado ingenieril e introducen nuevas conexiones, sueños, posibilidades.
Pasar de la posibilidad, sugerida en la foto de los niños que juegan en medio de la inundación, y el horror de las aguas negras mezcladas con las de la lluvia reciente, al hecho de una ciudad que atiende tanto la fantasía como la necesidad, enfrenta enemigos naturales, depredadores de la esperanza, en la forma del gran comercio de grandes cajas, los Walmarts, los Costcos, y sus promotores criollos. Estas irrupciones de genericidad gringa, que allá en el continente no tienen mayor carga aspiracional que la de proveer el precio más bajo, aquí son el instrumento de la escapada. Son máquinas de fantasía, que ganan prominencia simbólica no porque la tengan, sino porque aprovechan el vacío que nuestras ciudades inertes han dejado.
En estos contenedores de mercancías baratas los puertorriqueños vuelven a ser niños. Moverse entre góndolas eternas es recapturar el momento del juego, la aventura, que como hemos dicho requiere un exceso de drama y teatralidad. Por más simples y seriales que puedan ser las morfologías de estos almacenes de posibilidad, su exceso, que no tiene intenciones filantrópicas, es consumido como placer urbano. Por eso siempre están llenos, por eso la gente retorna a ellos como gran galería de cristal decimonónica.
Contrario a mis solitarios juegos infantiles, donde la fantasía proyectaba en la forma el justo nivel de familiaridad y misterio, en un acuerdo íntimo y privado, la ciudad por la que abogo requiere exteriorizar las premisas de ese acuerdo en un evento de gozo público. Acomodar esa dimensión comunal, con las particularidades infinitas del gozo individual, ha sido el reto material y político de cualquier propuesta urbana que haya nacido de una mente honesta. No hay una fórmula, o forma única, para hacerlo. Y si la hubiera tendría que ser flexible, receptiva a las mutaciones que requiere el paso del tiempo. Y así como no visualizo una forma particular que materialice la aventura y la fantasía como posibilidad cotidiana en un ámbito urbano, sí tengo que insistir en la presencia de un cierto temperamento en los diseñadores que se planteen semejante reto.
Vuelvo aquí a la metáfora teatral, una vez más, solo que esta vez es menos figura y más una instrucción literal. Creo que ese diseñador que se imagina al rescate del delirio y la fantasía tendría que poner en crisis su rebosante autoría, tendría que renunciar también a esta pose de escasez y precariedad que viene inundando de fealdad e improvisación tecata a la intervención urbana, y tendría que abrirse a un exceso, que no es necesariamente material, ni se describe en coordenadas de lujo. Hablo de un exceso retórico, de una ciudad que interrumpe, que prefiere el accidente a la continuidad, que escoge el placer antes que la resolución final y firme de lo que se estima necesario, que desconfía, particularmente, de la necesidad.
Lamentablemente, ese temperamento, entre romántico y políticamente diestro, no es lo que se cultiva en las escuelas de arquitectura en estos momentos. Reina allí hoy la obediencia y el desfase intencional entre forma y discurso, por no decir la cancelación del discurso. No se dan cuenta aquí, mis colegas, que al matar al poeta, al pintarlo de enajenado y loco, se matan a ellos mismos como gremio, pues no habrá vida después de la muerte de esta urbanidad marchita para un profesional que ya ni sabe, ni está en sintonía con la solemne dimensión del más estrafalario deseo.
Tanta seriedad solo sirve para ensayar la mueca con la que finalmente se despedirán desde sus tumbas.
Si los arquitectos ya no son ni serán del futuro, la gente tendrá que responsabilizarse, como masa y como cuerpo singular, por el rescate del deseo en una ciudad que ya no será función o forma, sino tiempo y posibilidad.