La ciudad y la laguna
Me pasa cada vez que salgo a pasear con mi hija de 10 meses. Luego de ponerle una capa espesa de repelente de mosquitos para bebés (mi novia y yo decidimos, contra todos los pronósticos, que la Chikungunya no la atraparía), partimos de nuestro apartamento en el tope del cerro en Miramar. Ella usualmente empieza a reír cuando empujo su coche cuesta abajo hacia la Avenida Ponce de León. La brisa que se cuela entre los edificios se convierte en un juego liviano que nos toma a los dos por sorpresa. A ella por las cosquillas efímeras de la brisa, a mí porque siempre se me olvida que vivimos entre dos aguas. Detrás de los edificios se esconden la Laguna del Condado y el Caño San Antonio.
En la Ponce de León tomamos a la izquierda y la ruta nos lleva por restaurantes japoneses con dueños chinos, farmacias árabes que venden cajas de cuscús israelí y un supermercado decadente donde nunca he visto un tomate que no esté verde o podrido. En el camino la nena le dice adiós con la mano al deambulante que siempre está en la esquina, y él le contesta con la misma frase de cada semana, “diache, qué clase de ojazos, que dios te la bendiga”. Sin lugar a dudas, esta es nuestra ruta favorita. El tramo que va de la Calle Cuevillas a la Avenida Miramar es el gran bloque peatonal del vecindario. Entre los restaurantes y los laboratorios clínicos, el multiplex de pelis de arte y la insuperable fonda dominicana de Los Pinos, la cuadra es una rareza en esta ciudad. Está hecha a escala comunal. Los que viven en el área pueden hacer sus compras a pie, o caminar hasta el lugar de la cena o el cine. O simplemente pueden pasear, que es lo que hacemos mi hija y yo, que ya estamos dejando atrás la pequeña iglesia neogótica que diseñó Nechodoma, tan fuera de lugar hoy en día entre condominios setentosos como siempre lo ha estado. Incluso cuando Miramar no era más que palmares y una serie de bungalows señoriales a principios del siglo 20. Las amorfas gárgolas de cemento que se proyectan desde su torre son aves raras en el Caribe y en esa disonancia está su encanto.
Luego de eso la ruta se pone difícil. Aunque parecemos dos flaneurs sin rumbo, tenemos un fin muy específico, la Laguna del Condado. La visitamos semanalmente, por más que la planificación de San Juan conspire en contra de nosotros. El idilio urbano llega hasta la sede del Departamento de Justicia, más allá lo que queda es tierra de nadie, solo carretera. Vista desde el punto zenital de Google Maps el lugar parece un nudo apretado de salidas a la Avenida Baldorioty apretujadas entre bypasses y overpasses. No hay semáforos, ni cruces peatonales, ni siquiera un letrero de Pare. Cruzar con el coche es un acto temerario, pero me niego a sacar el carro para llegar a una laguna que queda a 10 minutos de mi casa a pie y a 20 en automóvil.
Nunca deja de chocarme cuan inaccesibles quedan entre sí Miramar, Puerta de Tierra y el Condado. Son tres de los grandes bolsillos urbanos para peatones, transitar por sus calles ofrece tres experiencias distintas de San Juan, pero es casi imposible caminar de Miramar a Puerta de Tierra, o de Puerta de Tierra al Condado. Es una pena, porque el lugar donde se encuentran el Puente Dos Hermanos con el Puente Estevez es uno de los epicentros de la ciudad. El Estevez conecta la isleta de San Juan con Isla Grande, y lo mismo hace el Dos Hermanos desde Condado. La ciudad que conocemos se originó con un acto de rebeldía. Ponce de León había fundado el primer asentamiento isla adentro, en Caparra. Sus seguidores se rebelaron contra los mosquitos y decidieron regresar a la bahía. Pero para hacer el Viejo San tenían cruzar el Caño San Antonio. El Puente del Agua, hoy el Puente Estevez, fue el vínculo fundamental de unos pobladores que buscaban el agua, en vez de rehuir de ella.
Luego de cruzar el nudo de asfalto, la nena y yo finalmente llegamos a nuestro destino, la playita urbana que hace esquina entre el puente y la laguna. Es sábado y la poza se llena de familias con bocinas portátiles en las que suenan salsa y pop a todo volumen. Me imagino que todos han llegado en carro, pero una vez que plantan sus sillas en la arena se pasan el resto del día mirando a los chamacos del Puente Dos Hermanos hacer piruetas en el aire mientras se tiran al agua. A mí me gusta porque no hay olas, es perfecta para meterme con mi hija. Cuando ya flotamos en el agua le empiezo a encontrar el sentido a nuestro pequeño viaje. Nos rodean los calderos familiares en la orilla y los kayaks que transitan la laguna, y se siente de momento que otra ciudad también es posible.