La larga y triste historia del mensajero acorralado
Esta realidad que nos acosa no nos debe sorprender ni agarrar desprevenidos. La desmesurada violencia, el hastío nocivo, la corrosiva codicia del mercado de mercancías, la desenfrenada gula del individuo y la desidia de rigor del siglo XXI son todos síntomas del modelo consumista que vivimos y llevamos cultivando desde que tenemos memoria. Desde finales del siglo XIX –si no antes– estamos escuchando los escabrosos pronósticos de pensadores variopintos en torno al rol decisivo de la tecnología y las industrias modernas en el susodicho fin del mundo y sus recursos naturales.
Pero nada nos deja sin aliento como el irracional homicidio de un publicista que puede que sí o puede que no haya estado buscando satisfacer ciertos apetitos de los cuales no nos gusta hablar ni reconocer que existen.
Enter the puppet.
Me parece lo más natural del mundo que todo este escándalo gire alrededor de una triste e insulsa marioneta, o títere si se prefiere, dos criaturas muy distintas en términos estructurales pero muy similares en apariencia. No dudo que la Comay represente todo lo insalubre de los medios masivos: chismosa, charra, farandulera, víctima de esa cualidad típica boricua que a mí me gusta llamar exagerismo competitivo.
De la Comay no recuerdo ni segundos de los pocos minutos que le he dedicado de mi vida; mi mejor amigo es un control remoto inalámbrico. Pero yo, por lo visto, no soy el clásico boricua bestial de la modernidad, aunque me haya sumido, en cuanto me percaté de su existencia, a ese mare magnum que conocemos como la página de Facebook del Boicot a la Comay. Si he visto cinco minutos de la Comay en los 43 inviernos que arrastro con desgano por la vida, es mucho.
Tal vez esa sea la razón por la cual me explota el Amiplín ante todo este fervor indignado que se ha desatado hacia dos individuos con los coloridos nombres de Antulio “Kobbo” Santarrosa y Héctor Travieso… yawn. Digo, no me malinterpreten, me he disfrutado la caída de los muñequitos de colores de uno en uno a medida que se espantan y le retiran el auspicio a uno que les ha devengado incontables recompensas monetarias. Después de todo esta situación ni es novedosa ni peculiar. De ser algo, es un mal cotidiano que le ha dado ya unas cuantas vueltas a la manzana.
Y si piensan que defiendo al títere, pues fíjate, puede que sea eso mismo lo que estoy haciendo. El títere es, al fin y al cabo, el característico mensajero que al verse acorralado –en la mirilla, por así decirlo, del ojo público– decide decir lo que piensa que sus interlocutores quieren escuchar: chisme puro. Y luego de pedirle que nos sacie con su chismografía, decidimos que estuvo de mal gusto y queremos crucificarlo en la plaza pública.
Aunque La Comay no es el ejemplo más afable de esto que digo, está lejos de ser el único. Más o menos al mismo tiempo que el publicista accedía a la controversial barriada Padial de Caguas, un fotógrafo llamado Umar Abbasi tomó la foto de un inmigrante asiático segundos antes de ser arrollado fatalmente por un tren del sistema subterráneo de trenes de la ciudad de Nueva York. La foto del pobre Ki Suk Han viendo el tren venir con total impotencia ante un copioso tropel de transeúntes, ninguno de los cuales extendió una mano de ayuda al pobre Suk Han, apareció en la primera plana del New York Post de forma sensacionalista.
Aunque el Post se llevó su agüita, los veinte le cayeron encima al pobre Abbasi: lo tildaron de insensible y avaro, más preocupado por tomar una foto que le devengaría dinero a extender una mano amiga. Sin embargo, puede que resulte que el flash de la cámara de Abbasi haya sido el único intento real de ayudar a Suk Han y prevenir al conductor del tren de la presencia del inmigrante sobre las vías del subterráneo.
Pero poco importa si eso que dice Abbasi es verdad o no, haya tratado de alertar al conductor con el flash o simplemente documentar ese instante de suma angustia ante la desolación de una muerte a solas frente a una multitud bastante indiferente. Qué fácil es achacarle el muerto a Abbasi, o indignarse ante los chismes de La Comay, cuando lo que se está haciendo es culpando a los síntomas por la enfermedad.
Me explico: La Comay explota el medio televisivo porque sabe que la controversia vende, pero, ¿nos cuestionamos qué es lo que pasa con nuestra sociedad, la cual está llena de intolerancia, racismo, homofobia y consumo vertiginoso? Una explicación la proveen Noam Chomsky y Edward S. Herman en su libro Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media; parafraseo, cuando un medio noticioso sufre la reprobación del gobierno, éste le limita el acceso a la información, lo que resulta en una merma de ingresos publicitarios. Para evitar esto, los medios noticiosos distorsionan el contenido editorial para satisfacer al gobierno y las corporaciones que se anuncian en ellos, de esta manera evitan la pérdida de ingresos publicitarios y en consecuencia, ratings.
Firmemente plantada en esta tradición contraproducente, La Comay distorsiona a diestra y siniestra, se burla, critica, desacredita y ataca a todos aquellos que representan una amenaza al status quo, convirtiéndose, para todos los efectos aunque de manera indirecta e independiente, en un aparato de propaganda del gobierno y la corriente principal. Ergo, los elevados ratings.
La solución no es exigirle a WAPA que saque a La Comay del aire, ni criticar al fotógrafo Abbasi por tomar una foto que documenta la más inconsolable enajenación urbana del mundo moderno, como tampoco sacamos ningún provecho en amonestar al NY Post por publicar una foto que sabía generaría millonarias ventas. El problema no son estos canales, estos ‘mensajeros’, sino la incapacidad que tenemos nosotros de poder cambiar el canal o poder ofrecer contenido de altura que le brinde una alternativa al público televidente.
Esto seguirá así hasta que la estructura financiera que mantiene a las emisoras cambie de paradigma. Mientras el gobierno y su ejército de publicistas mantengan ese control editorial, la cosa no cambiará, no importa cuántas Comays saquemos del aire. Siempre habrá una más nociva y más atrevida esperando trasbastidores para asumir esa posición de gracia dentro del aparato de control gubernamental.
La realidad es que La Comay, el NY Post, Abbasi y los demás solo hacen lo que detectan que desea la industria publicitaria que pauta durante su transmisión, y en segundo plano, lo que sea que detecte que caldeará los ánimos de los televidentes. ¿Qué viene primero, el chisme o los anuncios? Cual gallina o huevo malentendido, para mí es obvio que le están dando a la gente lo que el status quo pide. Y tampoco me sorprendería que los 60,000 ‘fans’ de la susodicha página de Facebook no hayan hecho merma en la cantidad de gente que de hecho ve el programa de La Comay.
¿Por qué siguen subiendo los números de usuarios de drogas, de alcohólicos, de maleantes, de abusadores, de intolerantes y de racistas? ¿Por qué nos rehusamos a ver nuestro propio rol en este mal cultural que nos ahoga? ¿Será posible que nadie vea la contradicción inherente en el ataque a la Comay, al NY Post, y que critiquemos mientras nos atracamos un combo del Burger King de Río Piedras o unas frías en el happy hour auspiciado por Coors Light, corporación que tuvo su primer ejecutivo afroamericano a mediados de los 1990?
Me cuesta trabajo sentir esa emoción contagiosa de alegría por la caída pública de La Comay, por más racista, intolerante y homófoba que sea esa marioneta. Tampoco me uno al coro que pide la inmediata cancelación del programa Súper Exclusivo, ni me dejo llevar por la fiebre de canonización del publicista. De hecho, los publicistas, tanto como la industria de la publicidad, son lacras en el cuerpo de la humanidad.
Es que simplemente no puedo, porque si no, tendría que boicotear el programa de Breaking Bad, que promueve la violencia de genéro, de clase y glorifica el narcotráfico. No seamos ingenuos, no tapemos las ronchas con la ropa, las marcas con las mangas largas, los chancros con el maquillaje. Necesitamos a La Comay y a Abbasi para que nos sigan recordando que se nos ha escapado la humanidad.
Residente Calle 13 tuvo un acierto al diferenciar el boicot de la censura, pero sospecho que eso fue antes de que se difundiera la carta esa que exige la cancelación de Súper Exclusivo. Ahí trazo la raya yo. Es el clásico slippery slope; se empieza con La Comay y se termina con National Geographic por promover el eurocentrismo, el racismo y por publicar fotos de mujeres desnudas.
Nadie se merece el fin que sufrió el publicista, nadie debería sentir la necesidad de vender su cuerpo por dinero o tener que vivir del narcotráfico. Pero tenemos que reconocer que nos hicimos nuestra propia cama. Si ahora no nos queremos acostar en ella porque no nos gusta, pues hagámonos otra que esta ya no sirve.