La lucha universitaria y la ira de un cortacabezas
En “Grief and a Headhunter’s Rage”, un clásico de la antropología cultural norteamericana que le sirve de introducción a su libro Culture and Truth (1987, re-editado en 1993), Rosaldo plantea la necesidad de reconocer la irreducibilidad de las emociones, como la ira, para entender los rituales de diferentes sociedades, sobre todo los relacionados a la muerte. Toma de ejemplo la etnia Ilongot, de Luzón en las islas Filipinas, entre quienes él y su primera esposa Michelle hicieron trabajo etnográfico durante los años 70. Los Ilongot, un pueblo considerado muy “primitivo” por sus vecinos, se caracterizaban por un ritual muy peculiar que usaban para manejar las pérdidas de seres queridos: un grupo de hombres se infiltraba sigilosamente en el territorio de otra etnia, y tendían una emboscada para matar al primero que pasara, cortarle la cabeza y lanzarla tan lejos como sus fuerzas les permitieran. A su regreso celebraban el fin del duelo.
Rosaldo cuenta que pasó años intentando explicar el fenómeno; se le ocurrieron diversas e ingeniosas explicaciones, pero sus informantes siempre le dijeron que no, por eso no era que cortaban cabezas. Era por la ira que sentían por la pérdida sufrida. Solo fue cuando su esposa Michelle murió repentinamente por una caída accidental en otra parte de Filipinas, que Rosaldo comprendió la emoción que llevaba a los Ilongot a cortar cabezas. De una forma magistral, Rosaldo utilizó su propio dolor –y rabia—para señalar direcciones importantes para la teoría antropológica.
Pero mientras yo caminaba hacia el portón de Naturales esa mañana, no estaba pensando en la ira. Como antropólogo que se preocupa por los rituales relacionados a la enseñanza y el aprendizaje, desde la primera vez que leí el ensayo de Rosaldo, me llamó la atención la relación entre hombres mayores y jóvenes en ese extraño ritual de matar, decapitar y arrojar cabezas. Los jóvenes, según cuenta Rosaldo, eran “the constant in the headhunting equation” (18). Por lo que tal vez aquí llamaríamos “hormonas”, y por su condición social de hombres “no terminados” al no haber ido a una expedición decapitadora, los jóvenes siempre estaban “puestos pa’l problema”, prestos a participar en una salida para cortar cabezas. En cambio, los mayores –por su edad y por su status- no sentían esa necesidad, y solo organizaban expediciones cuando una pérdida importante les requería desahogar su dolor y su rabia. Ellos, con su experiencia, eran los que dirigían la violencia y determinaban cuándo y cómo se pondría en práctica.
En esa madrugada de abril 2010, pocos minutos antes de un episodio que –gracias a Dios— no fue ni remotamente tan violento como una despedida de duelo tradicional de los Ilongot, iba pensando en lo que la modernidad ha hecho con las relaciones intergeneracionales. Yo iba en la cola del grupo de estudiantes, “como observador”, según el protocolo que me habían explicado; cuando alcancé el portón, ya estaba cerrado, y solo pude ver, atónito, cómo un encapuchado golpeaba con un palo a un guardia que ya estaba en el suelo. Me he dicho, y creo que le dije al guardia unos meses después cuando me lo encontré, que si lo mismo hubiera pasado unas semanas más tarde, ya curtido por la experiencia de otras confrontaciones, yo hubiera intervenido de alguna forma para detener los golpes, pero eso es mayormente asunto de aplacar mi propia conciencia. El problema de fondo era que, para empezar, yo no tenía un rol activo en ese incidente. Ahí se estaba iniciando un paro decretado por el estudiantado en asamblea, igual que pasó en marzo de este año, en el cual el profesorado no tomó parte.
El generation gap del que tanto se habló y escribió en los años 60, esa diferencia tan marcada de mentalidades entre jóvenes y mayores, no se ha atenuado, ni mucho menos, en el medio siglo que ha transcurrido. No siempre ha tomado visos políticos, como en aquellos años de protestas contra la guerra en Vietnam, el inicio de la segunda ola del feminismo norteamericano, y los movimientos de liberación dentro de Estados Unidos y alrededor del mundo. Pero las bases de la autoridad de mayores sobre jóvenes se han erosionado de forma continua.
Durante casi toda la historia de nuestra especie -hasta que la revolución industrial comenzó un proceso de cambio tecnológico que ha se ido amplificando como bola de nieve cuesta abajo— cualquier cosa que hubiera querido saber una persona joven, ya la sabía alguien de mayor edad. Habrá existido la impetuosidad, la rebeldía y la confianza en la propia capacidad de razonar, pero la evidencia empírica mayormente terminaba por darle la razón al viejo: algún ángulo que no se tomó en consideración, un cálculo hecho de prisa, demostraba que Father Knows Best. Era sumamente raro, en ese mundo pre-industrial, que una persona joven pudiera demostrar mayor conocimiento que otra persona mayor que ella.
Pero nuestras condiciones materiales de vida van cambiando a un paso sin precedentes en la historia, y muchas cosas importantes para nuestras vidas— celulares, redes sociales, todo el mundo digital— son novedades que ya es común suponer que la gente joven domina más que sus mayores. Todxs mis estudiantes de noveno grado le han explicado cómo utilizar celulares u otros dispositivos digitales a personas mayores. Veo cómo yo, igual que otras personas de mi edad, me voy rezagando inexorablemente respecto a las posibilidades de conexión y utilización de unos recursos digitales que están transformándose de forma continua. Cada par de años adquiero un celular nuevo, con features insospechados de utilidad opaca para mí; cada cuatro o cinco, cambio de computadora, y a cada rato los incesantes prompts me llevan a realizar un software update que, a veces, me confunde o deja inoperantes programas a los que ya me había acostumbrado.
Por primera vez en la historia humana, ahora hay una amplia gama de saberes que la gente joven domina mucho mejor que sus mayores: de ahí que, en muchas escuelas y salones de clase, se prohíban terminantemente los celulares. No es solo que ofrecen distracciones mucho más atractivas que nuestras amenísimas charlas; también constituyen un reto. Hace poco más que una década, una amiga, que se estrenaba como profesora de Derecho en una universidad norteamericana, me comentaba preocupada que tras ella hacer un planteamiento frente a un auditorio lleno de estudiantes, uno buscó un argumento contrario en Google y la cuestionó abiertamente.
Pienso en etnografías de sociedades africanas de mediados del siglo XX, que describían cómo los ancianos ejercían dominio sobre los jóvenes, monopolizando la información genealógica que era crucial para la toma de decisiones política y económicamente importantes. Pienso en los viejos Ilongot, decidiendo cuándo se podía ir a cortar alguna cabeza, y recuerdo la frustración de mis colegas que participaron en las negociaciones entre el Movimiento Estudiantil y miembros de la Junta de Gobierno en mayo, cuando los plenos no respaldaron los preacuerdos que tanto esfuerzo costó alcanzar.
Las relaciones entre jóvenes y mayores jamás volverán a estar dominadas por la gente mayor; al menos, no de la misma manera, no tan unilateralmente. Vamos a tener que buscar un balance, entre lo que saben y dominan lxs jóvenes, y lo que sabemos lxs mayores. Mis estudiantes tienen muchos conocimientos que yo no poseo: cómo manejar las cámaras de los celulares, cómo compartir fotos y videos al instante; los hackers más notorios han sido menores de 30 años. Pero tampoco pueden descartarse los beneficios de la experiencia. Por ejemplo, más allá de conocimientos y destrezas particulares que la gente más joven todavía no tiene, hay algo más profundo: la experiencia permite poner las cosas en perspectiva, y hacer valoraciones más fiables –nunca perfectas, por supuesto—porque se tiene un marco de referencia más amplio. Por ejemplo, de toda la información que puede conseguirse en una búsqueda por Google, qué sirve y qué no. O el saber cuándo aceptar unos (pre)acuerdos porque es lo mejor que se va a poder alcanzar, porque la militancia se agota, porque ya lo vivimos.
He estado rayando en la nostalgia por los tiempos en que, aquí y en Luzon, “había respeto” (o sea, los mayores mandaban), pero todo el mundo sabe que eso no va a volver jamás, y tampoco sería deseable. A los viejos Ilongot se les adscribía el saber cuándo las circunstancias pedían que la cabeza de un desconocido volara por el aire para marcar el fin del duelo por una pérdida irreparable; ¿qué podemos decir la gente mayor hoy?
En nuestra sociedad actual, mucha gente adulta parece paralizada por compromisos económicos y profesionales. No solemos estar a favor de las huelgas, porque sabemos lo difícil que es ganar una, y vemos lo cargados que están los topos en contra de cualquier movilización popular. Nos quedamos al margen, como hicimos los sectores docente y no docente en la pasada huelga, dejando que el movimiento estudiantil se lanzara a confrontar no solo a la administración universitaria, sino al gobierno y la misma Junta de Control Fiscal. No se nos preguntó qué pensábamos, y si nos hubieran preguntado, creo que la oposición a una huelga en abril de este año hubiese sido abrumadora.
¿Debimos habernos ido a la huelga, en abril o en mayo, detrás del valeroso movimiento estudiantil? ¿O debió el estudiantado preguntar por el sentir de los demás sectores universitarios antes de emprender una lucha que era de todxs? ¿Qué tal si la contestación a ambas preguntas es “sí, por supuesto”?
Quienes dependemos de la UPR para el sustento de nuestras familias somos quienes más tenemos que perder, pero si no perdemos el miedo a actuar de forma decisiva, vamos a perder mucho, demasiado… y sí, muy posiblemente, todo. La lucha por una educación pública accesible es demasiado importante para dejársela a un solo sector, y tanto estudiantes como docentes y no docentes tenemos que entrar en el difícil terreno del diálogo multisectorial, de la ardua construcción de los consensos que nos permitan actuar como una sola comunidad. Eso no se va a lograr con discursos enardecidos en asambleas ni concentraciones, sino con muchas reuniones, y mucha paciencia, reconociendo que los miedos tienen fundamento, y que por eso mismo es que los tenemos que vencer.
Aquel sangriento –y sí, a fin de cuentas, salvaje, reprobable— ritual de los Ilongot reconocía y canalizaba la ira como elemento esencial del duelo, y la volcaba sobre una única víctima inocente. En Puerto Rico ahora, la ley PROMESA significa el fin del estado benefactor con el que se crió prácticamente toda la población de la isla: la expectativa de no necesitar muchas riquezas para gozar de servicios públicos como educación y salud, de poder jubilarse luego de 30 años y tener una pensión decorosa, de que Puerto Rico iba inexorablemente hacia un nivel de vida mejor. Vamos a tener que salir de la negación, que es donde la mayoría de la población se encuentra, y pasar a las demás etapas, de las cuales la siguiente es, precisamente, la ira. El liderato de los movimientos populares necesita canalizarla, porque si no, la violencia puede ser indiscriminada y llevarse enredada no a una, sino a cientos o a miles de personas.
En estas circunstancias, no necesitamos un liderato jerárquico, como el que la tradición Ilongot le confería a los ancianos. Pero tampoco necesitamos que un sector radicalizado incite a la rebelión masiva: eso sencillamente no funciona así. Necesitamos hablarnos, pero sobre todo escucharnos, de frente, sin miedo y sin prisa porque esta lucha no va a ser victoriosa este año, ni el siguiente; es más, ni siquiera me atrevería a especular sobre cuál es la victoria que podremos obtener, mucho menos cuándo. Tampoco sé cuáles serán las tácticas que puedan acercarnos más a ella. Pero todo empieza por sentarnos, hablarnos y escucharnos desde nuestras respectivas posiciones y compromisos, y mientras más esperemos para empezar, más nos costará, y más nos tardaremos.