La voz constitucional y una perspectiva crítica
Los derechos constitucionales se definen sobre la marcha. No se congelan en un papel y su evolución no queda monopolizada por jueces, legisladores o gobernadores. La cultura política, nuestra actitud como pueblo ante estos derechos en el discurso público y nuestra práctica dan sentido a nuestras garantías constitucionales y establecen pauta para los operadores del derecho. Así, la interpretación que hagamos del alcance de estos derechos (lo que decimos, lo que practicamos) puede servir de contexto (y brindar contenido) a las garantías formales en la Constitución. Por eso es esencial que nos sintamos autores y dueños del régimen constitucional, de sus instituciones y de la gestión pública en general, desde la cotidianidad.
Lamentablemente, predomina un distanciamiento de la población con relación a su Constitución. Prevalece la idea de que las instituciones constitucionales operan por su cuenta. Y cuando reiteramos que son los jueces los últimos intérpretes de la Constitución, concluimos (a veces sin darnos cuenta) que son, a su vez, los únicos. Nada más lejos de la verdad.
Querámoslo o no, con lo que decimos, callamos y ejecutamos, imprimimos en la cultura política intuiciones que ayudan a constituir una realidad constitucional. Pero no siempre (o casi nunca) explicitamos los valores que están en juego. Es necesario tematizar y disecar las premisas que sirven de soporte a nuestro discurso público, aunque nos resulte incómodo. Sólo así percibiremos claramente las contradicciones y ansiedades que vivimos al interactuar con nuestros derechos constitucionales.
Tres ejemplos de las últimas semanas crearon ocasión para definir (en el discurso público) el contenido de nuestro derecho a una expresión libre. Me refiero al debate público en torno al nuevo código penal, las imágenes de acusados utilizadas por el PNP y las declaraciones racistas de Heidi Wys. La forma en que planteamos (o dejamos de hacerlo) valores políticos y constitucionales en estos tres debates nos da una ventana hacia posibles contenidos que alberga nuestra garantía constitucional de expresión.
Sobre el Código Penal se ha dicho bastante. Una disposición, por ejemplo, prohíbe obstruir intencionalmente durante la celebración de actos oficiales “la transmisión de cualquier medio de comunicación, o la toma de imágenes fotográficas, digitales o de video”, pero excluye de esta prohibición a “personas que por razón de su cargo, oficio o actividad tienen el deber, responsabilidad o la obligación de mantener el orden”. Es decir, guardias de palito y agentes de operaciones tácticas por igual, pueden obstruir la labor de la prensa sin estar sujetos a esta disposición. La ASPPRO reaccionó a esto con fuertes palabras: “la libertad de expresión, de prensa y de asociación no debe ser criminalizada”. En otra disposición, el Código criminaliza con pena de tres años “cometer cualquier desorden” en presencia de cualquier miembro de la legislatura “mientras se encuentren en el desempeño de su función pública, tendente a interrumpir sus actos o disminuir el respeto debido a su autoridad.” Sobre eso en otro artículo expresé que la prohibición criminaliza “expresión que es precisamente la más importante en el ámbito de la política puertorriqueña contemporánea…, expresión dirigida a cuestionarle a nuestros representantes el lamentable comportamiento mediante el cual ellos mismos disminuyen ‘el debido respeto a su autoridad’”. Y, en días recientes, la ACLU presentó un recurso en el tribunal federal impugnando su constitucionalidad.
Para una buena parte de la población, estas disposiciones claramente afectan nuestros derechos de expresión. Los tribunales tendrán ocasión de evaluar el asunto. Pero en la opinión pública se va afianzando la idea de que con el nuevo Código se cruzó una raya. Y es imperativo que esa raya permanezca visible, siendo nuestra responsabilidad marcarla con nuestra palabra y más que nada con nuestros actos. Así, pues, los contornos de nuestro derecho a la libertad de expresión probablemente requerirán demostrar con nuestra voz (como va ocurriendo) pero también con nuestra conducta cómo es que concebimos este derecho. Ya, por ejemplo, el PPT aclaró que sólo con desobediencia podremos imprimir el contenido constitucional que merecemos. De pronto, los tribunales son relegados a un segundo plano. Y así quedamos nosotros impulsando vigorosamente un derecho constitucional enmarcado en la expresión política más estridente.
Pero esta defensa de nuestros derechos de expresión encierra una ambigüedad latente. Cuestionamos al Código Penal porque tenemos como trasfondo reciente (y por ende fresco en la memoria) varios años de protesta pública sobre asuntos de interés político en que vemos manifestado nuestro ejercicio de autonomía colectiva: el futuro de la educación universitaria pública, despidos masivos, Vieques, entre otros. Eventos que, a su vez, recuerdan las grandes causas sociales del siglo veinte y que inspiraron reformas culturales y legales en materia de derechos civiles.
Sin embargo, sabemos que la libertad de expresión no se limita a este tipo de expresión ni a este tipo de asunto de protesta tradicional. Los valores detrás de la protección constitucional incluyen a la expresión individual, aunque no tenga ni pretenda tener el alcance de la protesta pública política. A veces defendemos la libertad de expresión no por el contenido político colectivo o la forma de la protesta, sino porque el Estado debe respetar la dignidad y autonomía del que habla, diga lo que diga. Esta noción es la que predomina en el régimen constitucional norteamericano. Allí, y por tanto en Puerto Rico, el sistema constitucional enfatiza al individuo que habla “y no a las condiciones sociales necesarias para la expresión”, según describí una vez. “Es la razón por la que la expresión de odio está protegida, por más destructiva que sea, pues lo que importa es la autonomía individual de quien se expresa”.
Según percibo el debate sobre la asesora legislativa Wys y las fotos de los acusados sacando el dedo, esta no parece ser la visión que impera en buena parte de la población. Para mucha gente, su interpretación constitucional es sustancialmente diferente a la que está disponible en el régimen legal prevaleciente. Así, por un lado, justamente manifestamos públicamente preocupación por el efecto dañino de la expresión de odio y racista en la reproducción de estereotipos y estigmatización de seres humanos por razón de su raza. Asimismo, aunque con menor fuerza, muchos expresaron preocupación por el efecto de la publicación de imágenes sobre los sujetos en las fotos o sobre sus familias.
Puesto de otro modo, muchas de las voces que cuestionaron el Código Penal se sintieron incómodas con el planteamiento de libertad de expresión en estas dos controversias. En cambio, se articularon para rechazar el impacto de esas expresiones sobre intereses sociales e individuales importantes, tales como la intimidad, el derecho a un juicio justo, la dignidad y el discrimen. De hecho, todo el debate sobre las expresiones de Wys ignoró por completo que lo dicho (por despreciable que sea) está completamente protegido por la Primera Enmienda. Tanto así que aquellos reclamos para que la Presidenta de la Cámara le cancele su contrato probablemente no serían bien vistos por un tribunal competente; se trataría de una acción estatal en represalia por el ejercicio de sus derechos constitucionales. En el caso de las imágenes de los acusados, un tribunal tiró la raya a favor de la expresión como creo que corresponde según el ordenamiento vigente (no porque no exista un derecho de intimidad en esos casos, sino porque la libertad de expresión sobre asuntos públicos tiene un rango superior en estas circunstancias muy particulares). No obstante, el Tribunal de Apelaciones le revocó en días recientes, invirtiendo el razonamiento. La conversación continúa.
Así, durante las últimas semanas vivimos un periodo de ansiedad en que oscilamos entre, por un lado, nuestro interés por defender nuestra autonomía individual y colectiva para expresarnos sobre asuntos de interés público al cuestionar el Código Penal y, por otro lado, nuestro interés por preservar precondiciones de cohesión social mediante la defensa de un grado de dignidad y respeto recíproco que haga posible nuestra convivencia.
En el proceso, tocamos un nervio muy sensible: hasta dónde queremos reconocer legitimidad a la expresión individual frente a otros intereses, no siempre coincidirá con nuestro régimen constitucional según interpretado por los tribunales. Esto me devuelve al planteamiento inicial.
Resulta que yo sí estoy de acuerdo con la preferencia que actualmente se da al derecho individual a expresarse, aun en los casos más extremos. Debemos partir de la premisa de que los cimientos mismos que posibilitan nuestra convivencia deben estar sujetos a examen crítico en el discurso público. Salvo circunstancias extraordinarias, la agenda de discusión no puede estar predeterminada.
Pero por esa misma razón, paradójicamente, esta postura debe ser objeto de cuestionamiento robusto. E insistir desde el foro público que se limite alguna expresión que impacte otros intereses fundamentales, es parte de una conversación constante sobre las reglas de juego en una democracia; conversación que nunca puede darse por concluida.
Por eso, no podemos renunciar a nuestra capacidad crítica de enfrentar el orden constitucional prevaleciente en nuestro esfuerzo por imprimirle significado. Independiente de los tribunales y lo que digan sobre el texto constitucional, nuestra voz constitucional cuenta. Cuenta, entre otras razones, para crear el contexto desde el cual actúan los operadores políticos. Cuenta también, como mínimo, para crear una cultura que promueva políticas públicas protectoras de aquellos intereses agraviados por la expresión ofensiva y para manifestar nuestro repudio por aquellas expresiones lesivas a la dignidad humana (aun cuando el régimen vigente no permita cancelar la expresión dañina).
Así, esta responsabilidad de interpretar no recae en los políticos, en los jueces o en burócratas. Es una responsabilidad compartida con nosotros, la ciudadanía. Y en la medida que recordemos que esa es la relación que debemos tener con nuestras estructuras constitucionales, nos acercamos a un entorno político participativo más democrático.