Las autobiografías ficticias de Osvaldo Budet
Se agotaban los últimos días de julio de 1830, cuando las calles de París se vieron inundadas por un torrente de insurrectos contra las represiones impuestas por el Rey Carlos X. Escasas jornadas de revueltas después, el estallido urbano había logrado provocar su destronamiento, abriéndole entrada al poder a Luis Felipe de Orleans y, con él, a la burguesía liberal. Fueron miles los franceses que tomaron acción directa en aquel histórico evento, pero serían muchos más los que presenciaron, como testigos, el devenir de los hechos. Entre ellos, un joven Eugène Delacroix, quien fija en su memoria aquel suceso y, meses después, lo inmortaliza de manera idealizada en el lienzo La libertad guiando al pueblo. Pero aquel artista, cumbre del Romanticismo francés, no se contentó con documentar épicamente la hazaña parisina, sino que decidió ponerle su rostro al individuo que marcha, con un arma de fuego y vestido de negro con elegancia, como líder simbólico de la lucha burguesa, codo a codo con un obrero, un estudiante y un campesino. En una carta dirigida a su hermano, Delacroix dejaría manifiesta su intención con esta obra: “He emprendido un tema moderno, una barricada, y aunque puede que no haya luchado por mi país, al menos habré pintado por él”.
Cuando Osvaldo Budet se cuela entre decenas de célebres momentos históricos, tales como los discursos de Salvador Allende, o cuando se convierte en un soldado republicano más en la Guerra Civil Española, la incorporación de su rostro parafrasea aquella declaración epistolar del pintor francés y confirma que, a pesar de no haber sido partícipe físicamente en aquellos hechos, su rescate simbólico encarna un manifiesto político en toda regla. Cuando el largo pelo negro y los inconfundibles espejuelos de pasta del artista puertorriqueño aparecen presenciando la detención de Albizu Campos en 1950 o son testigo del arresto de Lolita Lebrón y otros miembros del Partido Nacionalista en ese mismo año, Budet reafirma también su indiscutible toma de posición en el activismo político y su ejercicio a través de la creación artística.
Gran parte de las piezas exhibidas en Correcciones políticas, abierta en la Galería Nacional del Instituto de Cultura Puertorriqueña, componen un catálogo parcial de la colección de eventos que ha ido seleccionando el artista durante años, con sus héroes, sus símbolos, sus escenarios y, de modo imprescindible, con ese recurrente polizón que logra embarcarse en las naves de la historia gracias al boleto que le brinda el arte, y que no es otro sino él mismo. Si Miguel Ángel decidió infiltrarse al lado del mismísimo Cristo en el Juicio Final al prestarle su rostro al desollado San Bartolomé o si, siglos después, Alfred Hitchcock se las arreglaba para aparecer en plena tensión narrativa de sus películas, ya fuera paseando unos perritos o montando en guagua al lado del protagonista, Budet se decide a colarse en el pasado y a reescribir la historia con esa particular venia que le otorga la ficción.
Este peculiar don de la ubicuidad del que Budet disfruta guarda un fuerte lazo conceptual con la misteriosa ocupación de sucesos históricos que el alemán Matthias Wähner efectuó en 1994 con su serie Mann ohne Eigenschaften (Hombre sin cualidades). Uno de estos eventos, inmortalizado en una instantánea tomada en Varsovia el 7 de diciembre de 1970 y que daría la vuelta al mundo, muestra a Willy Brandt, un célebre político socialdemócrata alemán, quien tras depositar una corona de flores frente al cenotafio del Gueto de Varsovia, se arrodilla en señal de duelo por las víctimas que perdieron la vida en el que fue el campamento de judíos más grande de Europa durante la ocupación nazi. A su lado, imitando su genuflexión y en idéntica actitud de respeto, aparece un enigmático individuo, un tipo sin cualidades específicas, cuya presencia pareció haber pasado desapercibida en las miles de copias que circularon de esta imagen. La figura, un autorretrato del artista, había sido introducida en la escena digitalmente por él mismo, al igual que sucede cuando presencia con ademán curioso la exposición del cadáver del Che Guevara o mientras saluda junto a John F. Kennedy desde su automóvil oficial instantes antes de que éste fuera asesinado en Dallas. Con estas ocupaciones históricas, Wähner demostraba que su autobiografía artística era tan nutrida, y ficticia, como la que aparenta haber vivido el propio Osvaldo Budet.
Existen, sin embargo, algunas diferencias fundamentales entre la serie del impostor testigo histórico alemán y las intervenciones del creador boricua. Así, las apariciones de Wähner fueron posibles gracias a la manipulación digital y, con ellas, éste venía a dar un toque de insistencia al ojo público ante la invasión de adulteraciones visuales que, bajo el disfraz del documento, inundaban páginas de periódicos y pantallas de televisión, una invasión que, para ser fieles a la historia, ya venía gestándose desde el mismo nacimiento de la fotografía, con especial interés en aquellos retratos que los gobiernos de Lenin, Stalin o Mao Tse-Tung, entre otros, lograron modificar por arte de magia -y por magia entiéndase aquí la del tijeretazo y el aerógrafo- cuando alguno de sus hombres comenzaba a ser molesto para el conveniente devenir de la historia. Osvaldo Budet, en cambio, efectúa una espléndida vuelta de tuerca a proyectos como los de Wähner y otros artistas, puesto que eleva un grado más el nivel de ficción en sus obras y juega a ser políglota en el idioma plástico. Emulando el lenguaje y la estética tradicional del cine y de la fotografía documental, sus piezas toman forma con sustancias pictóricas, óleo y acrílico, que imitan su clásica bicromía en blanco y negro, combinadas con toda una suerte de materiales que inciden en su obsesión por citar aquellos dos medios narrativos y que logran como resultado final un espectáculo que sólo puede apreciarse cara a cara con las piezas. El óxido de hierro, la mica, el acero inoxidable, el vidrio, la resina o el polvo de diamante son metonimia de la materialidad tradicional del cine, así como metáfora de las tomas y de la proyección luminosa, para así citar el esplendor de la pantalla en la penumbra de la sala.
Iconográficamente, ambos artistas han decidido interpretar un papel distinto en sus incursiones históricas. Mientras que Wähner se suele presentar en las célebres instantáneas como un observador curioso, Budet toma parte activa en la dinámica de la escena y se enrola como un miembro más. En otras de sus brillantes apariciones, pasa de la acción a la narración, sosteniendo un micrófono, una cámara de video o un altoparlante –como puede observarse en la segunda imagen-, lo cual aporta un elemento clave para descifrar su capital propósito. Su autorretrato, su personaje, su alter ego, su papel de reportero de pincel, viene a dar voz a los protagonistas de unas historias que corren el riesgo de ser condenadas al ostracismo de la memoria, efectuando así un acto de resistencia al rescatarlas del peligroso polvo del archivo.Sin embargo, no toda la producción de Budet está marcada por la admiración sincera hacia unos rostros estelares en la historia reciente. Una de sus piezas más conocidas, My first time with Obama, condensa su veredicto sobre la actitud de distintos líderes políticos durante la fugaz visita a Puerto Rico del que más tarde sería elegido para la presidencia de Estados Unidos. La metafórica escena que Budet orquesta, nuevamente con su rostro como centro de atención, no tiene desperdicio alguno. Si observan, a pesar de que los rasgos faciales pertenecen al artista, sus manos o su estatura parecen haber sido diseñadas con una intención más sarcástica. La imagen, de hecho, se presta a jugosas citas con el pasado de la historia del arte, como sucede con La Rendición de Breda (también conocida como Las lanzas) y ese conato de abrazo que parece efectuar el General Spínola -al mando de los victoriosos tercios de Flandes frente al combate de los holandeses por su independencia- ante el gesto de pleitesía que le rinde el derrotado gobernador holandés Justino de Nassau al entregarle las llaves de la ciudad allá por 1625. La composición del lienzo, encargado a modo de propaganda para enaltecer la clemencia de la monarquía española frente a la rebeldía de sus territorios, presenta aquí un eco nada desdeñable. Pero si de ironía y de sonrisas ácidas se trata, no hay que dejar pasar otro peculiar paralelismo, curiosamente con el mismo protagonista que encargó Las lanzas a Velázquez, un futuro Rey Felipe IV, quien posa junto al enano Soplillo en un retrato de Corte de Rodrigo de Villandrando. Según era un código usual en este género pictórico, la noble belleza del príncipe se contrapone con el cuerpo deforme del súbdito y los gestos de ambos confirman tanto la simpatía y la protección del monarca hacia este grupo de cortesanos en palacio como la benevolencia y la ternura con que éstos le servían a diario.
Recientemente, Budet ha efectuado un sustancioso giro en su producción y Correcciones políticas sirve de engranaje hacia sus investigaciones en lo que él denomina política laboral. Sin perder la oportunidad de adoptar otra identidad y de convertirse en protagonista, el artista, ahora afincado en Berlín, es en esta ficción Johannes, un empleado en una manufacturera líder en la construcción de grúas. Kirow, esta serie recién estrenada, se construye a través de un caleidoscopio de medios. En un inicio, el story board que convierte a aquel anodino obrero en un héroe de tuerca y tornillo da paso a un documental tan ficticio como fascinante, en el que una voz femenina narra en tono neutro la jornada de este autómata de carne y hueso, como si de un episodio de entomología del National Geographic channel se tratara. De ahí, pintura y fotografía cierran este poliedro narrativo-visual, con unas instantáneas que remiten a la precisión de los espacios vacíos de la alemana Candida Höfer en sus retratos psicológicos de la arquitectura social, pero que Budet convierte aquí en el poderoso escenario –fotográfico o pictórico- de un habitante de la arquitectura laboral alemana. Su orquestada rutina, su característico uniforme y sobre todo la relación que establece entre el humano y la máquina hacen de este peculiar obrero un heredero artístico de un soberbio icono de la gran pantalla, el Charles Chaplin de Modern Times (1936). Los esperpénticos espasmos que éste sufre en la línea de montaje a consecuencia de su frenético ritmo de trabajo y su premonitoria transformación en frágil bocado de las fauces mecánicas de la fábrica en la que trabaja son un vaticinio sarcástico de aquellas horas diarias al cien por cien que se le exigen al ficticio obrero del siglo XXI y a sus compañeros. Estos empleados, tan reales como la industria en la que trabajan y henchidos de orgullo de sudar cada minuto por el prestigio de su empresa y por el progreso de su nación, son el vivo símbolo de la competencia y de la fidelidad profesional, que se afanan laboriosamente como formícidos en el hormiguero mientras Johannes parece meditar, absorto, cabizbajo o distraído, sobre si ese es el sistema al cual él pertenece. Puede que las incursiones laborales de este reciente alter ego de Budet no sean pantomimas histriónicas ni caricaturas de amarga carcajada, pero de una reveladora manera vienen a recordarnos lo que hace décadas advertía aquel genio londinense, también creador y protagonista de sus obras cinematográficas: que la ficción es un ingenioso instrumento para lograr interpretar la realidad y que, aunque pueda ser un arma para sobrevivir a esta última, no hay que olvidar nunca que el humor es también algo muy serio.
Correcciones políticas / Political Correctness, curada por Abdiel Segarra, se exhibe hasta el 10 de septiembre en la sala de arte contemporáneo de la Galería Nacional del Instituto de Cultura Puertorriqueña.