Lengua política, radicalidad e interpelación en Puerto Rico
(Nota a l@s lector@s: Lo que leerán a continuación son unas notas surgidas tras la escucha del programa Puerto Crítico, Episodio 115: Conversación entre Juan Carlos Rivera Ramos y Miguel Rodríguez Casellas. Nos parece que se hará más fácil seguir la lógica de nuestros argumentos si antes de leer este artículo el/la lector(a) escucha el programa.
Ese es el sentido de la emancipación: emanciparse es salir de la minoría. Pero nadie sale de la minoría social sino es por sí mismo. Emancipar a los trabajadores no consiste en mostrar el trabajo como principio fundador de la sociedad nueva, sino sacar a los trabajadores del estado de minoría, probar que efectivamente pertenecen a la sociedad, que efectivamente se comunican con todos en un espacio común, que no son solamente seres de necesidad, de queja o de grito, sino seres de razón y discurso, que pueden oponer razón a las razones y esgrimir su acción como una demostración.
[…]
Se trata, antes que fundar un contra-poder que legisle en nombre de una sociedad futura, de hacer una demostración de comunidad. Emanciparse no es escindirse, es afirmarse como copartícipe de un mundo común, presuponiendo, incluso si las apariencias dicen lo contrario, que se puede jugar el mismo juego que el adversario”. –Jacques Rancière, En los bordes de lo político. 39
Este es un programa que nos entusiasmó y perturbó a la misma vez. Esto se debió, por lo menos, a tres aspectos. El primero, el gesto de “retomar” una conversación entre estos interlocutores revela una suerte de acopio, recapitulación pero también el cansancio y frustración de dos voces ante la mismidad política puertorriqueña. El segundo tema, el deseo de ambos por asomarse a retos e incluso a los puntos ciegos del discurso crítico-político de la izquierda en Puerto Rico. El tercero, los retos que transporta el uso de un lenguaje político que interpele y genere prácticas políticas de transformación real para el país. Eso que, con sagacidad, apunta Miguel Rodríguez Casellas temprano en la conversación como “una crisis de imaginación”, una crisis del lenguaje al momento de hablar de un espacio u objetivos comunes donde pensar procederes políticos alternos. A pesar de señalar acertadamente hacia el problema de la crisis del lenguaje, en el programa ambos participantes visitan una y otra vez lugares comunes del lenguaje político que intentan cuestionar. Somos conscientes de que se trataba de una conversación en la que los participantes pensaban en voz alta.
Este programa es, en parte, indicador de la condición del lenguaje crítico en la esfera pública puertorriqueña. El programa expone, sobre todo, a través de las intervenciones de Rodríguez Casellas, que en nuestros días vivimos una crisis de lenguaje, una crisis al momento de imaginar políticamente alternativas efectivas y esta crisis dificulta toda conversación política transformadora en Puerto Rico. Crítico o en crisis, ningún imaginario político puede escapar del lenguaje y de las imágenes y decisiones que lo constituyen, y es con este lenguaje que se podrían rebasar los obstáculos que se nos presentan en la actualidad. En ese sentido, coincidimos con Rodríguez Casellas cuando advierte que reducir esta situación de la lengua política puertorriqueña a una búsqueda y traducción de “las verdaderas” intenciones tras las voces políticas implicadas en el presente político puertorriqueño es una operación simple que poco o nada contribuye a las posibilidades de un pensamiento crítico renovador. No estamos convencidos, sin embargo, que esta crisis de lenguaje se manifieste solamente en ese no encontrar las palabras, o de “que se nos pierdan las palabras” necesarias para hacer una diferencia. Tal vez no se las conocen, no se las mastica con calma y se las usa de manera descuidada, improvisada o con prisa. Quizás la cultura y situación institucional donde estas voces acceden (o no acceden) a la lengua y los discursos es la condición constitutiva de esta suerte de afasia o galimatías político. Ahora bien, en la conversación circula un presupuesto mayor, grave, que incluso firma momentos del pensamiento de Rodríguez Casellas y Juan Carlos Rivera Ramos, y es asumir que toda palabra para ser efectiva en el territorio político debe ser “acompañada” con acciones y que la imperceptible “unión” de voluntades o proyectos entre los grupos de izquierda en Puerto Rico es una falla de esos mismos grupos para identificar e identificarse con los lenguajes (o prácticas) inequívocos de la contestación radical en el mundo contemporáneo.
El nudo que hermana tautológicamente acción con praxis, lenguaje con teoría, es un ideologema, un falso problema consensuado en la arena política del Estado Libre Asociado y de otras sociedades modernas. Lo estructural es una condición y una actividad de sentido del lenguaje. No hay manera de transformar lo estructural sin echar mano o boca al lenguaje. A pesar que el programa comienza haciéndose preguntas medulares: ¿qué es lo progresista y qué es lo radical en la política contemporánea?, nunca se explicitan cuáles son las diferencias entre “progresista” y “radical” y parecería que de lo que se trata es de “identificar” quién pasa por radical y quién lo es de verdad, de-a-verduras. En este y otros sentidos, la conversación de Rodríguez Casellas y Rivera Ramos participa del salmorejo categorial que domina en la esfera pública puertorriqueña.
Así por ejemplo, las expresiones sobre Syriza, Podemos y Bernie Sanders que hiciera sobretodo Rivera Ramos, se hacen sin contextualizar adecuadamente ni ver cómo lo “radical” o “progresista” se despliega y trasforma en el tiempo. No se trata de evocar “principios” inmutables que basta arroparse en ellos para ser considerado “radical”. Se puede precisar que el término de “izquierda” nació como identificación política moderna a partir de la Revolución francesa para designar a aquellas tendencias cuyo imaginario se conformó en torno al problema de la igualdad social frente a los (liberales) que se centraban en la noción de la “libertad” del individuo (libertad de ejercer el “derecho” a la propiedad) y los conservadores que defendían la vuelta al régimen aristocrático y a la “tradición”. En el siglo XX, el “radicalismo” se ha identificado con las diferentes variantes de la izquierda: anarquismo, social-democracia, socialismos (soviético, chino, cubano, etc.), comunismo. De ahí que se pueda “ser” de “radical” o de “izquierda” sin ser comunista o neocomunista, es decir, sin favorecer la abolición de la propiedad privada y la extinción del Estado. Este asunto se complica aún más con la ola de descolonización que recorrió el mundo a partir de la Segunda Guerra Mundial y toda expresión de nacionalismo “anti-imperialista” pasó a formar parte central del imaginario político “radical”. Podríamos entonces discutir qué queda de ese imaginario “radical”, si queda algo, y qué se puede reivindicar hoy para apuntar hacia a una transformación democrática radical. Esta labor teórica y política sería una forma de profundizar la discusión sobre la crisis del lenguaje y de la imaginación en Puerto Rico, así como también interrumpir y cuestionar lo que pasa por discusión política en la isla.
Haría falta, también, analizar las condiciones contemporáneas que contribuyen a la “des-radicalización” de los tiempos y al problema de cómo transformar la correlación de fuerzas adversas a una transformación democrática radical favorable a las mayorías sociales. En vez que señalar quién es y quién no es “radical”, nos parece más efectivo, en términos políticos, examinar cuáles son los mecanismos de subjetivación que posibilitan la hegemonía aplastante del neoliberalismo. ¿Qué le ha permitido a la lógica neoliberal convertirse en el sentido común dominante en contra de los sentidos que dictarían una política democrática de lo común? ¿Por qué el individualismo y el mercado y no “lo común” se han convertido en el sentido común dominante? Por supuesto, la crisis del lenguaje y de la imaginación política juega un papel fundamental en el estado de la cosa política, pero hay que insistir en esta discusión, y no volver al viejo lenguaje que ha contribuido a la situación actual. De igual manera deponer las decantaciones simples entre teoría, acción, lenguaje, praxis.
Sigue apareciendo en el discurso de los anfitriones de Puerto Crítico una pulsión anti-intelectual que denuncia los discursos intelectuales o académicos que insisten en la complejidad cuando en el momento actual urge un “reduccionismo” y cierta “generalización” que contribuya a la “praxis”. Esta lógica crítica sospecha de ciertos intelectuales por seguir instalados cómodamente en un discurso teórico que no solo es una forma de evasión de la responsabilidad y compromiso político que debe exhibir todo intelectual, sino que además termina “saboteando” las exigencias de la “praxis” y de la acción. Demás está decir que este es un debate irresuelto y viejo que circula como un tópico resuelto y obvio como tantos asuntos en Puerto Rico. La denuncia contra los intelectuales y académicos que no traducen su discurso en praxis es uno de los núcleos calcificados de la cultura política puertorriqueña, una cultura que nunca ha ocultado su desprecio por “el mundo académico” e intelectual. Apuntalar o hacerse eco de ese lugar común de la lengua política dominante en el país no guarda correspondencia con el deseo de asumir la crisis del lenguaje y de la imaginación y el llamado a construir un nueva lengua política.
¿A quiénes le hablan Rodríguez Casellas y Rivera Ramos? ¿A cuál izquierda, a los yulinistas, a los melones, a los soberanistas, a los académicos, o a todos? ¿Qué se quiere decir con “mundo intelectual”? (Debería ser obvio que estas categorías no son mutuamente excluyentes.) ¿Se imagina que la cohesión de estos grupos constituiría un sujeto político alterno o se siguen añorando organizaciones y discursos convencionales pero con otra nomenclatura? ¿Galvanizaría esta lengua algún sector con fuerza considerable en la arena política puertorriqueña? Estas preguntas y las contestaciones parciales que se le arrimen son claves en la medida que nos permitirían poner sobre la mesa qué es lo que se quiere lograr con este uso del lenguaje público. ¿Este modo de representar el problema discursivo puertorriqueño busca educar a los que no saben lo que hacen, reflexionar en torno a su condición sintomática, o solo aspira a demostarlos en la plaza pública por su incapacidad imaginaria o busconería? ¿Pueden estos modos discursivos convocar a otros sujetos más allá de los que “entienden” esta discusión? ¿Puede esta lengua crítica tener o “hacer” sentido para una escucha que no se asoma a este tipo de programa?
Por ejemplo, ese rápido homologar el gesto cínico-demagógico del senador popular Eduardo Bhatia, quien declarara que no sabe qué es el neoliberalismo, con señalamientos anti-reductivos o señalamientos que reconozcan la complejidad de ciertos asuntos por parte de “intelectuales jóvenes con formación académica en los EE.UU.” no nos parece productivo ni dialógico. Esta desafortunada y presurosa equivalencia, otra vez, presupone que todo afán de puntualidad y rigor intelectual es sintomático de cierto discurso académico que no desea “salir” de “su espacio cómodo” o de su apatía y se moviliza protegido por los “cucos” del “moralismo” o “la generalización” para así encuadrar la discusión y callar a los que “pecan” de no practicar lo que a fin de cuentas se desprecia como un mero problema de modales disciplinarios. Otra vez, topamos con una simplificación obsesionada y desesperada ante esos que “no reconocen” la autoridad y valor de los que hablan o hablamos de otro modo. ¿Quién se amedrenta, desespera o enfurece cuando se le solicitan matices? ¿Por qué concederlos o meditarlos es una pérdida de tiempo? Estos (no sé sabe quiénes) que señalan moralismos y no toleran simplificaciones, además, son responsables de “atomizar” la discusión, “de que nada exista”, de incluso facilitar la “cooptación” y lo que queda es “una sopa” que no permite abordar incluso lo ideológico sino es a través de continuas notas al pie, matizaciones, cautelas que “impiden que podamos ponerle un nombre a algo”. Tanto poder no pueden tener, ni lo tienen. Incluso, ¿por qué creer que apalabrar, en reversa binaria, esos “modos de nombrar” agilizaría una praxis política radical o transformadora? ¿Por qué investigar es posponer la acción? ¿Por qué se está tan seguro que todo esto es así? ¿No será tal vez dicho gesto el doble perfecto de la mueca del antagonista, ahora con otra verba, con otro vocabulario, con “otro” tono?
No creemos que el esquematismo sea una precondición para usar la palabra en cualquier arena política o que la complejidad no sea abordable sino aguándola o rebajándola al común denominador. Por esto en el programa, al final de ese momento que hermanara los gestos arribas mencionados—el de Bhatia ante el neoliberalismo y las matizaciones de “intelectuales jóvenes con formación académica en los EE.UU.”—se derivó haciauna “lectura” de ambas modalidades asentada en un determinismo burdo de clase y de formación educativa. En fin, plantean los anfitriones de Puerto Crítico, no se hace nada porque todos quieren guisar con los dos bandos.
La radicalidad, como un modo de pensar y transformar el estado de las cosas no es una situación evidente, obvia, surgida de la constatación de un vocabulario, de una filiación ideológica, dichos o suprimidos en la lengua de los que sin duda no son radicales. La radicalidad, el ir a la raíz de las cosas no exime de puntos ciegos, errores o de imposibilidades sobre todo para quien la practica como credo o decisión lingüística. En este sentido la radicalidad política de Eduardo Lalo en su discurso-ensayo, “La herencia de Tersites”, http://www.80grados.net/la-herencia-de-tersites/, no se manifiesta meramente en el hecho de nombrar con nombre y apellido al exgobernador Rafael Hernández Colón como ejemplo de esa clase política, el abogado-político profesional, que ha empobrecido y legitimado la institución de la ley bajo el Estado Libre Asociado de Puerto Rico. La radicalidad de la palabra de Lalo, con la que se puede debatir y tener diferencias sustantivas, es un efecto de su escritura, de su palabra en tanto deja aparecer al sujeto o a los sujetos dañados, violentados por una práctica discursivo-estatal colonial puertorriqueña. (Se trata de una operación literaria nada nueva. Pero esto es otra conversación.) Nos parece muy bien que tanto Rodríguez Casellas como Rivera Ramos paladeen en su conversación la naturaleza narcisista y pequeña de los ataques y ninguneos que ha recibido el escritor y su obra sobre todo a raíz de haber obtenido el Premio Rómulo Gallegos por su novela Simone (2013). Ambos captan con agudeza cómo la praxis política de la literatura es, en el caso de Lalo, esa suerte de jugada, de pieza que su escritura (no su personalidad) pone en discusión y, en dos direcciones, por igual estimula como traba el juego del debate político puertorriqueño.
Es muy valiosa, también, la observación de Rodríguez Casellas sobre la existencia de estructuras e instituciones (otra vez, palabras, discursos e imágenes) que no cuestionamos ni de lejitos y cómo este apocamiento tiene consecuencias nefastas para una práctica democrática radical. No hay manera de mirarle el rostro a esta situación si no se le reconoce su manufactura discursiva y los modos de apalabrarla. Tal vez, la mayor estructura que ha naturalizado su autoridad e invisibilidad consensual en la esfera pública puertorriqueña es la del lenguaje que se identifica como el lenguaje que hace política en Puerto Rico. Y dicho lenguaje no está separado de una tonalidad específica.
La ausencia de singularidades y particularidades al manejar los conceptos radical, progresista, de izquierdas, en la conversación de Rodríguez Casellas y Rivera Ramos, parece una atropellada práctica profiláctica contra la plaga del uso y abuso del argumento ad-hóminem boricua. Pero lo que sucede es que nos parece que el argumento ad-hóminem todavía sigue operando allí como falsa crítica o la modalidad tonal de esa opinión fulminante ante los actos o palabras de una persona a quien se le dirige el argumento. No habría que olvidar que todo argumento ad-hóminem se despliega con las opiniones o actos de la misma persona a quien se le dirige dicho argumento. Esto se hace para combatir a esa persona, para tratar de convencerla o para convencer a aquellos que patrocinan las ideas y actos de la misma. Ahora parecería que con no ofrecer el nombre de pila del sujeto estaremos a salvo de esta “caída” discursiva. El argumento ad-hóminem sigue vivito y coleando movilizado ahora bajo generalizaciones, descripciones y perfiles que le permiten a los buenos entendedores identificar, en ocasiones, a los aludidos. No se elimina la lógica ad-hóminem y sus efectos nefastos en la discusión política con meramente evitar(nos) nombrar con pelos y señas a los agentes de la parálisis política puertorriqueña para convertirlos in absentia en “case studies” sin derecho a la réplica. Lo que está en juego con el abandono de la lógica beligerante y simplista del ad-hóminem es la posibilidad de pensar y usar los discursos fuera de alguna plataforma o perspectiva (intencional, personal) que se regodee en la “evidente” ineptitud política del opositor. Entregarse al argumento ad-hóminem, con o sin máscara, es avalar y reconocer los beneficios que genera como moneda de cambio valiosa en la arena político-gubernamental puertorriqueña.
Por otra parte, el imperio del sentido común en el debate público contemporáneo no se manifiesta exclusivamente en sus modos muy reales de excluir a los diferentes. Ese sentido común posee un modo de telegrafiar, adelantarse y hasta administrar los modos de “disidencia” en la arena pública boricua. Sin duda, agonismo, antagonismo y lo personal no son sinónimos pero desafortunadamente avasallan la arena pública puertorriqueña y no parece haber afueras o salidas de los mismos. Si atravesamos una crisis de lenguajes e imaginarios radicales, dicha crisis no surge de la falta de un lenguaje crítico “verdadero” sino de la aceptación y de la reproducción del mismo lenguaje “político”, sus tropoi y sus tonos, por los que incluso lo padecen y hasta lo resisten. Más aún, la imposibilidad de concertar proyectos comunes que rebasen el perímetro de los convencidos y airados, en parte, está ligado a esta concesión discursiva que no parece ni merece ser pensada. Creemos en y compartimos la distinción que hace Rodríguez Casellas entre agon, agonía y antagonismo pero creemos que el vocablo antagonismo no da cuenta o le hace justicia a lo que el propio Rodríguez Casellas aprecia en la arena crítico política alternativa en Puerto Rico: la caricaturización, desprecio y silenciamiento sumario de ese o esa que ensaye otro modo de pensar-actuar en el arena política.
Hacemos estas puntualizaciones no para corregir, ni a modo de nota al pie para autorizar un discurso crítico “que esté a la altura de los tiempos”, sino porque nos interpela lo que sería la contribución mayor de una conversación abierta sobre este tema: el comienzo o el recomenzar de una discusión en torno al problema del lenguaje, los modos de hablar y de hacer hablar crítica y políticamente en Puerto Rico. Esta conversación necesita considerar preguntas básicas como: ¿con qué voces desea orquestarse y qué efectos busca generar este diálogo comunitario amplio?, entre otras. Las puntualizaciones de orden discursivo no son meramente tics académicos o maneras de perfeccionar alguna retórica disciplinaria—entrenamiento previo a la batalla política “real”— sino maneras de representar con rigor y franqueza lo que se quiere pensar y transformar.
Nos parece que enemistad, desprecio o la bipolarización absoluta son mejores términos para nombrar lo que Rodríguez Casellas lee como la firma de la “garata” antagónica puertorriqueña. Pues la práctica democrática necesita de antagonistas, posiciones opuestas y encontradas, de polémicas incluso feroces, que no pasan por la descalificación y denostación sumaria de aquellos que las encarnan en sus palabras. Lo que sucede en Puerto Rico, nos parece, es que el pálpito de la diferencia entre los modos de hablar o de hacer crítica ante lo que supuestamente se está haciendo en la calle, de inmediato despierta extrañas incomodidades y lenguas beligerantes que buscan suprimir y silenciar ese otro. Las razones o sinrazones para esta agresiva reacción defensiva son varias y necesitan discutirse sin cortapisas. De todos modos, que estas formas de “debatir” hayan “florecido” y se hayan naturalizado en el ágora puertorriqueña es consecuencia de una complicada y larga tradición de prácticas del lenguaje, de escenas subjetivas donde el sujeto político puertorriqueño entra al lenguaje que condiciona y constituye nuestros modos. Son escenas subjetivas (íntimas, familiares e institucionales) donde las voces advienen a su lengua, a su identidad política y desde ellas se practican maneras de hacer y decir políticas. Es en medio de este caldo donde borbotea un ethos comunitario que ha cultivado, sancionado y premiado estas reducciones “yoicas”, personalistas de la actividad política en Puerto Rico, entre otras malas mañas. Este es otro consenso, otro convenio a nuestro entender mayor en el ágora puertorriqueña, anterior a la decantación de ellos o nosotros, y donde todos participamos en la medida que constituye el espacio y los modos de narrarnos, de figurarnos, de constituirnos como animales políticos en Puerto Rico. Por lo tanto, prescribir o filiar cómo se habla-hace política y separar, sin matiz alguno, en bandos impermeables a estos, los que son los radicales y a aquellos, los malvados conservadores, es una manía discursiva que perpetúa la escena del “diálogo” político puertorriqueño y contribuye a su endurecimiento y pobreza conceptual. Cambiar de tono o de vocabulario no altera la lógica de esta teatralización intransitiva de la polémica porque no se cuestiona el carácter compulsorio que le exige a todo vocero que se presente a usar la voz allí, antes o después de decir o de hacer algo “políticamente” radical o transformador, el definir su personalidad ideológica y su política. Es más, en demasiadas ocasiones, hacer esto es suficiente para supuestamente ser radical.
Un arte político efectivo consistiría en experimentar con una paradoja fundante de lo democrático (Rancière): todo demos combina fuerzas centrípetas y fuerzas centrífugas, voces para la reunión como voces para la disgregación. En ese ágora se convoca una colectividad política formada por sujetos a-políticos, sujetos que resisten e incluso odian las prácticas democráticas y aparecen otros sujetos que desean lidiar con un daño o problema que le reclama solución y justicia a dicho demos. En el caso puertorriqueño parecería que esta paradoja constitutiva de lo democrático ha optado por distanciarse de sus contradicciones y verdaderos conflictos para privilegiar prácticas del goce, de la negación y del gozo innegociables (incluidos el agravio, la brega cínica, el joseo, la histeria, la ineptitud y la “indisciplina”, entre otros). Sin esos momentos cuando el demos detiene la gozadera que privilegian sus sujetos, aunque sea por un instante, y procede a sostener, proteger y estimular poéticas y políticas que instituyan modos de la libertad y la justicia que no devengan otro escenario más para alguna fiesta u homenaje, lo que (nos) queda es la administración y negación del descalabro, como la conservación de los sagrados mandamientos que rigen esta fiesta perpetua y que, sin duda, no excluye robos, violencias y todo tipo de incompetencias. La fiesta puede ser electoral, popular, partidista, sectorial, creyente, mediática, boba también, universitaria. Misal cafre o asamblea circunspecta donde los “mejores”, “los radicales” llevan décadas, tal vez siglos, rasgándose las vestiduras ante el desastre que nos traen y nos traerán siempre “los demás”.
La recurrencia al ataque personal, al insulto o la subida de un tono son también manifestaciones de una doxa identitaria, pobremente “yoica”, en la que hemos advenido al lenguaje en Puerto Rico y en la que resignados coreamos: pero si así somos. El antagonismo extremo, como una pulsión consensual pro status-quo, la enemistad más bien como inevitabilidad de la esfera crítico-política pública, la inscripción de un “pueblo puertorriqueño” en perenne modo-alharaca son situaciones imposibles sin la zapata identitaria que sostiene el edificio del “nosotros” puertorriqueño. Si la hipótesis de Rodríguez Casellas es cierta —que incluso los que se preocupan por transformar o mejorar la condición vivencial y política de Puerto Rico, de manera inconsciente, trabajan en contra de sus propios afanes políticos y desean que nada cambie—podría preguntarse: ¿por qué esta reacción autodestructiva surge con tanta familiaridad, frecuencia y predictibilidad en la arena pública puertorriqueña? ¿Cómo ha devenido hegemónica e incluso imperceptible, un no-problema, aún entre aquellos que dicen manejar una lengua política de izquierdas? Se trataría de pensar también qué beneficios de todo orden ha generado y genera esta rápida “pérdida de ecuanimidad”, o si de verdad se trata de una mera pérdida de temple y cuestionar el trazo subjetivo que la ha naturalizado en Puerto Rico.
La envidia superlativa, el basureo, el ninguneo, la sospecha, la desconfianza resentida ante la palabra de ese o esa que se aleja de los lugares acordados practicando otra lengua —otra manera de pensar ante lo consensual— no parecen ser prácticas discursivas extrañas, recién llegadas al ethos dominante en el espacio social puertorriqueño. No estamos seguros de que el apasionamiento, el barrecampos, la simplificación, la avería, el desafuero o la indisciplina sean prácticas discursivas minoritarias, marginadas, vigiladas y castigadas en la esfera política-pública puertorriqueña. No nos interesa negar su ambigüedad y complejidad como tampoco idealizarlas o celebrarlas. Creemos que en nuestros días estas modalidades afectivas son parte del arsenal retórico puertorriqueño que ha hegemonizado el debate público y además son herramientas que tiene a la mano la cultura del poder en la isla y en otros lugares. ¿Cree alguien hoy que el arrebato patriótico, el desplante, la chatura, el insulto, el agite, la chapucería o la pataleta constituyen poéticas y tácticas marginales en la arena pública puertorriqueña?
El fin de un tiempo para la política puertorriqueña, el acabose del tiempo para el despliegue de una promesa que nos acercaría a un presente y futuro mejor que el actual, exige desatar otras energías en la arena pública, no modos para la reunificación de un Uno puertorriqueño ya sea alternativo o radical. Incluso no estaría demás dejar de pensar la política como escenario para la promesa. Habría que asumir la crisis del lenguaje y de la imaginación atravesándola, y abriéndonos a experimentar una nueva lengua política con todo lo que ello implica. Esto significa, entre otros asuntos, abrazar la complejidad de esta crisis, la complejidad misma, con todas las contradicciones que esto pueda conllevar, no rehuir de ella, tropezar, ensayar y también abrirse a la idea harto incómoda de que nuestra común-unidad, nuestra comunidad política por-venir estará constituida por incluso aquellos con los que no coincidimos, o por aquellos cuyas ideas nos parecen “peligrosas” o insostenibles. Algunas preguntas claves que hacemos es ¿cómo y para qué intervienen los intelectuales en ese espacio público, en el debate público? ¿Es esta intervención siempre una, participa siempre de una lengua, de una modalidad discursiva, o existe una multiplicidad de las mismas? La proposición que hacemos es que toda intervención crítica le corresponde propiciar el debilitamiento del imperio del sentido común dominante y la simplificación reinante. La simplificación engrasa la maquinaria del presente. Este debilitamiento comporta, además, transformaciones estructurales considerables si con él se activan otros sujetos que sumen heterogeneidad y compliquen o traben el atroz cálculo de la lógica neoliberal. Podemos intervenir en la arena pública tratando de ir en contra de la avalancha del sentido común, contra la banalización y la superficialidad, es decir, contra la simplificación de un mundo. Confrontar todo esto sin aspavientos discursivos no garantiza victorias, ni conquistas, tampoco nos “inmunizará” contra el silencio o el olvido. A nuestro modo de ver esta es una forma —una entre tantas— de asumir la crisis de lenguaje y de la imaginación política por la que atravesamos.
Obra citada
Rancière, Jacques. En los bordes de lo político. Trad. Alejandro Madrid-Zan y José Grossi. Chile: www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. 1990.