Litoral
Es un terreno vasto y aguanoso sembrado de garzas, gaviotas y esbeltas aves zancudas. En toda la amplitud del campo espejean las charcas de un azul luminoso. Hierve sobre ellas el plumífero enjambre con sincronizado movimiento.
-Luis Palés Matos
Novela y etnografía de la costa
Quiero pensar que las últimas observaciones y cavilaciones de Luis Palés Matos para su novela Litoral: reseña de una vida inútil, coincidieron con los primeros pasos etnográficos de Sidney W. Mintz, en 1948. Ambos, a una distancia breve, realizaron importantes reflexiones sobre el litoral puertorriqueño que han quedado ocultas detrás de la poesía y la prosa ágil que dejan entrever los exquisitos poemarios de Palés y la etnografía densa y alerta de Mintz y la historia de vida de Taso Zayas, a quien Palés pudo haber observado (como sector de clase) desde cierta distancia social y cultural.Ambos le dedicaron sus mejores horas a observar y sentir, con empatía de poetas y antropólogos, la tensa vida del litoral, triturada por las fauces de las centrales azucareras. Uno, desde su propia vida “inútil” y el otro, desde la vida del otro, sumida en el cañaveral. Ambas vidas transitando diversos tipos de pobreza: la de las clases pudientes, venidas a menos, y la otra, la de las vidas que hacían posible ese mundo de colmillús, usureros y explotadores. Ambas vidas entrecruzándose por los senderos de un paisaje común, así como por la desesperanza y las prebendas políticas (tanto Taso como Palés nos ofrecen sus comentarios acres sobre ello).
Hasta aquí llego con ambos autores, en paralelo, pues me interesa comentar la novela de Palés, como una auto/biografía (género y área de estudios muy de moda en estos días), o mejor aún, como una etnografía personal de la costa boricua, que como saben algunos lectores, ando en su búsqueda —puesto que anda en fuga— en los archivos, en los textos antiguos y en uno que otro escondrijo.
No tengo el dato muy claro, pero Palés Matos va escribiendo ese trabajo a modo de una memoria de sus años mozos y lo termina en 1948, cuando el reino que creó el azúcar va mostrando señales de decadencia. El país se había empezado a reconfigurar en la década del treinta y en los cuarenta comenzaban a apuntalarse esos nuevos actores sociales y políticos que le darían los golpes mortales al latifundio y a las centrales azucareras. Para entonces, el espacio rural se transformaba, y entre la parcela y el exilio se formaba un nuevo Puerto Rico, donde las masas desarraigadas invadían en mayores números los manglares y arrabales de lo que hoy llamamos con cierto esnobismo, el Estuario de la Bahía de San Juan.
La playa, el salitral, el humedal, las lagunas costeras, las ciénagas, los eneales, el bosque de mangle, los caños, eran los últimos reductos espaciales que se resistieron a las fuerzas agrícolas cañeras, que en su paso arrollador hicieron todo lo posible por tragárselas, rellenándolas, deforestándolas y convirtiéndolas en “tierras productivas”.
Lentamente, esas tierras fueron quedando en el olvido y su entorno se convirtió en un museo viviente del desplome del azúcar. Esa desolación exasperante, el letargo vivencial y el calor sofocante eran parte del paisaje costero que exploré en los pueblos del sur desde 1976 iniciándome en el rito etnográfico del trabajo de campo.
En los campos donde una vez dominaron las piezas de caña podían verse las ruinas del imperio, donde las calderas de la riqueza que formaban el tren que hervía la melaza, se habían convertido en abrevaderos para las reses, que pastaban entre los pedazos de maquinaria retorcida y enmohecida por el abandono. El bosque secundario, la maleza y las reses —casi cimarronas— empezaban a sustituir la caña en los valles costeros, rodeados de salitrales cuyo vaho yodado contribuía al sopor de soñolientos poblados costeros, casi sin futuro.
Entre el manglar, en el borde de playas y bosques costeros, todavía se sostenían sobre pilotes pequeñas casonas para el placer lúdico de las viejas clases acomodadas que habían cambiado la mayordomía de los campos de caña de azúcar por estetoscopios, libros de cuentas, planos, tránsitos y plomadas y actas notariales, seguidos por cañas de pescar en pequeñas pero lujosas embarcaciones. En unos pocos años, digamos que a partir de la década del ochenta, la invasión de esas unidades de ocio playero se hizo más acuciante y común por toda la costa. En vez de huir de la costa, como muchos quisieron hacer —incluyendo a Palés— ahora estos nuevos actores sociales buscaban en el litoral el solaz y el acomodo razonable a una vida agitada. Palés vivió el preámbulo de esa transformación y apenas se percataba de sus signos, a los que pensaba como parte de su mundo. En la plaza de su pueblo, en las calles, en la poltrona municipal, en la capital, quienes comenzaban a ocupar los espacios de prominencia social y política eran unas nuevas clases.
Los paisajes del litoral
Para el poeta el hambre (real o imaginada) era un signo de ese paisaje. Quienes nos hemos asomado a las décadas de los treinta y los cuarenta (en mi caso, con el catalejo de la antropología histórica) hemos avistado la presencia del hambre en las mesas de la gente de a pie, en el robo de comida (y ropa) en los sectores costeros de los pueblos, como relatan los guardias en el Libro de Novedades de la Policía. En la mesa del joven Palés impera el funche y el potaje de arroz con bacalao que con tanta destreza nos ha descrito Cruz Miguel Ortiz Cuadra en su obra sobre la gastronomía y cocina boricua. Pero, al menos ese suplido era consistente en la mesa de su casa; cosa que Palés recuerda constantemente, por toda la obra.
Esa desolación y aislamiento de la costa, que Palés describe tan contundentemente en las pinceladas que le da al paisaje, era solo para quienes la vivían en la pobreza y aparente sin-sentido de su cotidianidad. Palés reconoce en esas páginas que ese litoral estaba conectado con la economía global. La “corporación abstracta, remota y fluida” se inserta en un mundo de intercambios, en el que dábamos nuestro oro y recibíamos baratijas y un paliativo contra el hambre. El azúcar se va, pero “vuelve hecha pacotilla: pacotilla de malas telas, burundanga de baja harina, arroz y bacalao, para el jíbaro y el negro que la sudan y la trabajan” (87).
El paisaje del litoral es multidimensional en la novela de Palés. La dimensión más evidente lo es el paisaje inmediato, el manglar palúdico, la playa, el monte bajo que llega hasta los lindes de las piezas de caña. Esa enrevesada manigua es…
“Un jaral greñudo y salvaje que se condensa en bosquecillos intricados llenos de arañas y hormigones. Medran allí el barbasco, el cadillo, el cardosanto, junto al sebucán y a la tuna brava (50).”
Palés sabe muy bien que la araña es, en ese mundo costero y negro, una figura mítica. «Ese bosque termina en una tierra quebrada, con humores salobres y malolientes, una tierra herida por cuevas de cangrejos (50).» Hay que decirlo, el paisaje, que usualmente se piensa como una categoría visual, es también para Palés una categoría olfatoria. Los pueblos de litoral le huelen y le hieden, y su música también. Guayama le huele a estiércol y yerba seca de día, y las noches a jazmines”. Aguirre le huele a marisco, “Fajardo a agua sucia», y “Ponce a ron con música de cafetín” (139).
Hacia el cielo, la oscuridad del litoral y la poca luminaria del país en ese momento asombra al absorto observador con la lechada astral de la Vía Láctea y la miríada de estrellas y constelaciones, que invitan al poeta a pensar sobre la densidad y el movimiento perpetuo del Universo, en un lenguaje que casi nos habla de su expansión como un hecho constatable. Al igual que aquí abajo, se trata de “un Mar de Sargazos” formado por el detrito de mundos esculpidos en el infinito. No nos equivoquemos, quienes viven en la costa saben muy bien que el tránsito por los cayos e islas depende de una cosmografía —formal o tradicional— para navegar por toda su inmensidad y para atravesar bajos, escollos, pasas y restingas. Para movernos en ese universo líquido donde viven las estrellas de mar, tenemos que conocer las estrellas del cielo.
Finalmente, Pales se apropia de las palabras de los pescadores, para sumergirnos en esa otra dimensión de la costa: el fondo del mar. En sus vacaciones en una casa en la playa (una concesión de un pariente acomodado), en Pozuelo —sitio de pescadores desde el siglo XIX— dialogó con esos trabajadores del mar, quienes le asombraron con su saber sobre las especies y los hábitats. El enjuto Tiburcio le hizo saber que:
“no existe poza, bajo o escollera, que no nos sea familiar. Conocemos los rincones oscuros y sombrajosos donde duermen el mero y el robalo; el agua tibia y llana propia al tránsito desesperado de la jarea y el machuelo; los caños donde el sábalo hace sus cabriolas; los fondos de légamo donde chapotean pesadamente la chopa y la muniama engullendo inmundicias; los agujeros rocosos preferidos del chillo; los bajos de arena clara donde se atrapa la langosta… (60)”
Los próximos dos párrafos nos regalan una precisa descripción de especies, hábitats, hábitos y artes de pesca, datos que en esa misma playa compartieron recientemente los pescadores con mi colega Carlos García Quijano, y lo que compartieron conmigo los pescadores de La Parguera, en nuestro empeño de hacer una antropología de sus saberes. Pero la literatura a veces es más ágil, y Palés nos regala una compresión del saber de los pescadores en un puñado de páginas. Tiene, no faltaba más, una enorme belleza. Personalmente, me evoca los igualmente hermosos párrafos que les dedicó Alejo Carpentier al arrecife de coral y sus organismos en su obra El siglo de las luces, publicada en 1962, mucho después que Litoral viera la luz pública.
Paisaje de negros
Luis Palés Matos transita, como es de esperarse, por un paisaje costero pintado de negros, quienes habitan ciertos intersticios de los llanos, sobre todo aquellos marcados por la pobreza. Para muchos la costa es tierra de negros (lo ha dicho así Sidney Mintz), y sin embargo, debemos ponerle atención al flujo de negros y mulatos del pie de monte y de la altura, hacia la factoría azucarera del llano, y hacia los talleres de las incipientes industrias que se forjaron en los centros urbanos de la costa. La altura, como sugería el maestro Carlos Buitrago Ortiz, había sido también un entorno esclavista en el siglo diecinueve.
Por una cosa o por la otra, los negros también están en la costa, y Palés los busca metiéndose por los oscuros y catingosos arrabales (aquí parafraseo al poeta) donde se sentía como en otro mundo, “en un mundo de negros” (77). Allí Palés se introduce al mundo del rito, de los saberes, de las narrativas milenarias de conejos, arañas, tigres y jicoteas (véase la obra de Julia Cristina Ortiz Lugo para más detalles sobre estas narrativas) de los cuentos africanos, contados por mujeres; en un mundo de voces y lenguas diferentes, según lo contaban nuestras bisabuelas. El capítulo titulado «El baquiné» es una etnografía breve de un momento único, del que Pales hará brotar una poesía poderosa, arrancada de las tradiciones hechas vida y memoria, ante la muerte. Y allí, se enfrentará al Gran Ciempiés, al chamán, al sabio, al maestro de la palabra, a quien Palés evocará en su obra escrita: “Adombe gangá mondé, ¡Adombe! (81)”.
La huida
Como dije al empezar este escrito, Palés Matos termina esta novela en 1948. Curiosamente, otro antropólogo —muy poco conocido, excepto por la obra de rescate de Jorge Duany— Morris Siegel, se había empeñado también por aquel entonces en describir el litoral del sur, pero desde las coordenadas salitrosas de Lajas y su inexorable vínculo con la pequeña propiedad al margen del latifundio, el campesinado y proletariado rural pobre, el salitral y las salinas y las piezas de caña cuyos frutos iban a parar a la Guánica Central, o las centrales Rochelaise e Igualdad en Mayagüez. Curioso, que en ese momento preciso, en la víspera de un nuevo país, estos tres escritores observaron y describieron el litoral boricua, desde perspectivas un tanto distintas, pero con una confluencia extraordinaria.
En ese paisaje costero descrito por Siegel, Mintz y Palés, se dibuja, como telón de fondo, la vida en el humedal y en el mar, como una tarea “subsidiaria” al trabajo esencial de la caña y su voracidad productiva. Es ahí donde la gente (y los poetas) huían de la fuerza demoledora de la máquina de azúcar, sus vales y sus míseros salarios. Interesantemente, Palés inicia la novela con un sueño en el que comienza describiendo el humedal y su avifauna (véase la cita inicial), aves que huyen de las armas de los cazadores. Palés, el cazador, queda atrapado en su sueño, en el terreno palustre del eneal. Es precisamente de ahí de donde quiere huir, a pesar de la hermosura que describe en esas páginas.
El litoral es un lugar hermoso y ambivalente que es a la misma vez un encierro, y quienes lo habitan están en constante movimiento. Es el entorno de los tránsfugas, de la terapia (ya lo he escrito muchas veces), de la ilusión, del contacto íntimo con la naturaleza. Es el espacio de la pesca, del palenque centenario y cimarrón transmutado en arrabal a la orilla de la molienda. Es la manigua donde el unicornio de Tomás Blanco se apresta para la fuga, tenso y sobre todas las cosas, alerta.
Referencias:
Alejo Carpentier. 1983. El siglo de las luces. Barcelona: Seix barral. (Edición original en 1962.)
Sidney W. Mintz. 1974. Worker in the Cane: A Puerto Rican Life History. New York: The Norton Library. (Obra originalmente publicada en 1960 por Yale University Press.)
Julia Cristina Ortiz Lugo. 2004. Saben más que las arañas: Ensayos sobre narrativa afropuertorriqueña. Ponce: Casa Paoli.
Luis Palés Matos. 2013. Litoral. Reseña de una vida inútil. Edición con Prólogo de Noel Luna. San Juan: Folium. (Publicación original en 1948, fragmentos de la obra.)
Morris Siegel. 2005. Un pueblo puertorriqueño. Introducción y revisión de Jorge Duany. Traducción de Jorge Duany, María de Jesús García Moreno y Noelia Sánchez Walker. Hato Rey: Publicaciones Puertorriqueñas. (Manuscrito.)