Los fantasmas no ven su reflejo en el agua
Adaptado de presentación de la novela titulada La piscina de Edgardo Rodríguez Juliá. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Corregidor, 2012. Prólogo de Carolina Sancholuz, el sábado 6 de octubre de 2012, en el contexto del Festival de la Palabra.
El niño lloraba, la mujer estaba histérica y el objeto de su deseo ahora habíase convertido en un furúnculo nacido entre las nalgas. Ahí estaría siempre, aquella trigueña de buen culo y cara hermosa, de facciones finas aunque de cutis dañado. Para colmo se pintaba el pelo de rubio, aquella mujer de tez algo amarilla, como oxidada. La sagrada familia había adquirido un nuevo e insólito miembro; habría que preguntarle a la abuela, pensó el niño, quien ahora ensayaba, a sus pocos años, las destrezas propias de la mordacidad. (127) La piscina.
En la cita que sirve de epígrafe a esta reflexión están todos los actores principales del drama familiar nacional desde la óptica pequeño burguesa, menos el padre. Está la madre, el hijo, la corteja o chilla o amante mulata y culona, está la abuela. En la metáfora familiar que se impuso como parte del relato nacional durante el siglo XX, estos son los protagonistas en lucha antagónica, con implicaciones sociales, de clase, de raza y de género. Lo interesante del relato más reciente que nos ofrece la imaginación de Edgardo Rodríguez Juliá es que ése no es el drama en torno al cual gira la historia, puesto que lo que se cuenta en La piscina versa sobre otro asunto. Veamos.Digamos que asumir la muerte del padre es la tarea que, a la vez que nos convierte en huérfanos, nos saca del lugar de hijos para así pasar a ocupar ese lugar vacío de autoridad. Al huérfano le toca ordenar nuevamente el mundo. Ordenar implica asumir el control de la situación desde una voz que se impone sobre las otras al indicarles el modo de proceder. Se ordena en imperativo. Pero para ordenar hay también que identificar y fijar el lugar a ocupar de los distintos actores sociales; colocar cada cosa en un nuevo lugar; en orden. Ese lugar—el espacio desde el que se ordena, pero también la dirección fija que ocupa cada sujeto social- es imposible, al menos en el Caribe, reflexiona la voz escritural de Edgardo Rodríguez Juliá en toda su obra, porque asumir ese lugar implica que la autoridad del nuevo patriarca es aceptada por el consenso de todos. ¿De todos?, se pregunta cada nuevo texto que recuerda el intento fallido de ordenamiento por parte del patriarca moribundo, y luego muerto. Recuerda sin compasión y aparecen en respuesta a esa pregunta las múltiples voces que obedecen un orden y concierto propios. La palabra concierto en este lugar del mundo recuerda ritmos sincopados y fugas. Además, ese orden que el padre muerto pretendió imponer era disfuncional desde adentro, puesto que la retórica familiar, de sexo higienizado y armonías sonrientes para la cámara era sólo una retórica. En la memoria están y reaparecen cual fantasmas, las infidelidades que acercan la casa patriarcal al otro distante y cercano; nos emparentan, con las implicadas histerias que provocan esos deslices en el discurso que se quiere dueño de una casa burguesa, lista para posar para la cámara. En la escritura de Rodríguez Juliá la histérica es la madre. Digo yo que además es histérica la escritura misma; lo cual quiere decir que somatiza la enfermedad que es la imposibilidad de la casa familiar imaginada. Ella, la casa y la escritura, se vuelve un síntoma.
Digamos entonces, además, que esta novela corta, de escritura controlada, es un destilado que se puede incluir en el corpus de la obra amplia y coherente que el autor proyectó en su “Mapa desfigurado de la literatura antillana”.1Su obra se proyecta en las Antillas, pero también en Latinoamérica y el mundo, puesto que esta escritura hecha de fantasmas que conversan, dialoga ella misma además con los fantasmas que son cierto cánon de la literatura mundial. Los fantasmas habitan la obra del caribeño, porque todo el Caribe es imposible por la violencia de sus orígenes y la continuada violencia de su acceso fallido a la modernidad, que me atrevo a afirmar que es fallida en todos sus intentos por el mundo, aunque cada lugar la proyecte y la descomponga desde su particular historia de tensiones entre la tradición y lo nuevo. Y nosotros, como no, tuvimos novedad. Muy notablemente en los años cincuenta con su tan promovido desarrollismo desenfrenado, tiempo en el que se ubica la novela. Entonces, sin tránsito posible hacia una autoridad nueva, en esta novela que es, como dije, de síntesis, se conversa ya francamente con fantasmas en una especie de tiempo detenido, puesto que el pasado está en el presente y el futuro no cabe en la imaginación de las palabras ni en la esperanza, hasta el final donde agarran el relato los sobrevivientes; pero a eso voy luego. Estamos en que los fantasmas son personales del protagonista, Edgar, pero también son los del país, los de las Antillas, los de la América Latina en la que este archipiélago de islas está inserto, los del mundo.
He ahí el fantasma de Pedro Páramo publicado en 1950 en México, donde un Padre Piedra llamado Pedro cuenta su historia a través de la voz de su despreciado hijo Juan Preciado, sin darse cuenta de que está muerto—ninguno de los dos se da cuenta de que son cadáveres—hasta que trata de levantarse y se desmorona en una montaña de pedruzcos. El padre ha matado el país que es Comala, más caliente que el infierno, pero todos los hijos también han colaborado en esa hazaña, puesto que viven agarrados al rencor que heredan del padre, a quien se le conoce como “un rencor vivo”. El rencor es lo único que vive en esa historia mexicana y en la puertorriqueña de La piscina, como el río es lo único que fluye feliz e indiferente a la tragedia que lo rodea en La Charca, obra publicada en 1894 en Puerto Rico por Manuel Zeno Gandía. Es nuestra novela decimonónica más conocida en la que, desde el naturalismo, se reflexiona sobre el estancamiento—la imposibilidad—de una vida moderna saludable en las miasmas sociales (no naturales) en las que habitan los seres rurales de ese momento histórico. A partir de Zeno, la metáfora del estancamiento ronda la literatura de esta isla y en La piscina, tenemos una versión moderna de charca, diseñada por el hijo arquitecto, larga y estrecha como para nadar de ida y vuelta infinitamente en ella cual pez dorado en un recipiente de agua, y profunda, como para poder bajar a donde nos faltará el aire. Dice Carolina Sancholuz, quien escribe el eficiente prólogo que acompaña esta ficción, que el protagonista, Edgar, en la última etapa de su vida, que llama “el último tramo”: “… se obsesiona con la construcción de una forma perfecta para su piscina, otro espacio que se va cargando de intensas significaciones, donde se estrechan el placer corporal, casi sexual, cierta reminiscencia de regresión al útero materno, también una oscura tendencia a bucear en lo inconciente” (23). Como el peruano César Vallejo, en su emblemático poemario de 1922 titulado Trilce, esta búsqueda es una reacción a descenso a la ciudad como quien desciende al infierno, donde la voz poética se fuga mentalmente al goce de la sexualidad evocada y la comida en familia, los afectos perdidos y que se niegan a escapar cual fantasmas acosantes. Entonces, la imagen preferida del protagonista de La piscina, será Origen del mundo de Courbet, un cuadro de 1866 que pinta una vagina con pelos y señas, puesta en primer plano; el lugar del placer y el excremento, ha dicho nuestro autor en distintas reflexiones.
La piscina en la que nada el arquitecto para refugiarse en el goce al final de sus días no aparece hasta el final, porque antes se nos contará como Edgar mira el Álbum de la sagrada familia puertorriqueña, título de una crónica fotográfica que Rodríguez Juliá publicara en 1989. En la ficción no se trata de este libro de Edgardo que el lector al tanto de su trayectoria reconoce, sino del álbum familiar al que regresa Edgar en el contexto de la reflexión en torno a la muerte del padre. Parte el relato de la niñez en la casa rural de Aguas Claras, que es otro nombre para el Aguas Buenas de la infancia del autor que se consigna en el libro sobre la fotografía insular, que es a su vez una historia de la puertorriqueñidad y parte del dato personal también para reflexionar sobre los cambios en la modernidad desarrollista que se impone. Estos tiempos, según el cubano José Martí reflexiona en su época, finales del XIX son “de gorja” y “rapidez ”. En la novela, sin embargo, no pareciera que sobre lo que se reflexiona es sobre cambios acelerados, por el tiempo parsimonioso con el cual se construyen los fantasmagóricos recuerdos. Ese álbum también será testigo de la mudanza a la ciudad, a la mítica avenida llamada 65 de Infantería, a la adquisición de la casa citadina luego del abandono de la casona rural, a la que el arquitecto volverá como quien retorna al útero, al goce de la niñez o del pasado, desde el presente, para solazarse en la piscina—aguas claras ya con cloro pero con dominio visual de la ruralía campestre, además de la costa que se vismumbra desde la montaña, la mirada desde dentro de la piscina con bordes de efecto infinito. En ella nada feliz en compañía de su amante innombrada, quien se apropia del relato al final, para dejarnos saber el secreto familiar—siempre tiene que haber un secreto, nos enseña el melodrama tan nuestro—.
El fantasma también es Artemio Cruz, patriarca decadente que muere para liberar a los otros, e incluso La amortajada de María Luisa Bombal, quien recuerda amores y amantes, el goce una vez prohibido en el que se refugia este protagonista finalmente, en búsqueda de la muerte propia, puesto que eros y tánatos van juntos, aunque la historia sigue, porque queda una voz protagónica de mujer innombrada que agarra el relato y lo completa. Es como si la China Hereje, corteja que protagoniza La guaracha del macho Camacho de Luis Rafael Sánchez, quedara al final para contar la historia, que no termina con el fraticidio, que también protagoniza Sol de medianoche.
Honestamente, lo asombroso para mí es que desde la síntesis, a este autor no se le escapa nada. Su reflexión sobre el ser o el no ser continuo recuerda distintos padres muertos que reclaman venganza: el plenero Cortijo el del Combo, el Otro amante que habla en una voz extraña con Maelo o Ismael Rivera, el sonero mayor; y Muñoz Marín, el político inventor del relato que en que chapoteamos, pero en esta piscina nadan, como en su obra, también Campeche y Oller, que nos pintan ventanas para ver la isla y a partir de la mirada imaginarnos sus voces silenciadas.2Bonita imagen que me contagia Rodríguez Juliá: ver voces. Esta voz escritual se fascina con la luz de la Antillanía y la posibilidad o imposibilidad de plasmarla en un lienzo, porque esa luz es el ambiente en el que hablan los muertos. El narrador, Edgar, y Edgardo el autor en su obra toda y en esta de modo especial, mira de frente a los muertos que nos van quedando, incluso en la fotografía que se vuelve documento sobre el exilio, la esperanza de la huida, sus conflictos, fracasos y momentáneas felicidades. Se fija en los espacios, el rural, el citadino, el artificial producto del sueño humano desde la arquitectura, el paraíso artificial que buscan muchos desde la droga o el consumo, en sus novelas policiales. Pensándolo bien, todos los relatos de Rodríguez Juliá son sobre la pérdida del paraíso, lo cual nos recuerda el título del inglés John Milton, segundo inglés que cito (el anterior fue Shakespeare y la crisis existencial hamletiana, tan nuestra). La genialidad está en exponerse; en plantear un problema familiar como una crisis de representación que ha sido un tema principal en la literatura mundial moderna. Todo eso está aquí en esta novela que hace las pases con el fracaso. Nadar feliz es como vivir la nada feliz de la piscina-charca.3Al final, llegado el relato a la paz de ese descubrimiento, al protagonista llorón e inmaduro se lo entierra junto con sus fotografías de felicidad fingida; y la vida sigue.
- Título de la “Charla Magistral” que leyó Rodríguez Juliá en el Festival el viernes 5 de octubre de 2012. En ella hizo un mapa de coordenadas comunes a la mejor literatura antillana. Estas son: 1. el mito fundacional 2. la búsqueda de la interioridad 3. la consecución de la oralidad 4. la ciudad. [↩]
- Áurea María Sotomayor tiene un artículo en Las tribulaciones de Juliá editado por Juan Duchesne Winter, titulado: “Escribir la mirada”. [↩]
- Agradezco a mi amiga, la psicóloga Victoria García, quien me hizo notar el juego que existe entre nadar feliz y la nada feliz. [↩]