Nada es igual
* Estas son las primeras páginas de Nada es igual: bocetos del país que nos acontece, publicado por la editorial Educación Emergente en junio de este año.
I
María hizo posible este libro: la misma que detuvo una cantidad indeterminada de corazones, la que con su obstinada ruta cambió las nuestras, la que en un pequeño país tan renuente al cambio trastocó casi todas las rutinas y gran parte de las expectativas. Escribí los primeros textos en la súbita eternidad que se abrió luego de su lento paso. En los días que no pasaban ni los carteros repartiendo cartas de cobro, mucho menos llegaba todo cuanto faltaba para socorrer a los cientos de miles de los que no teníamos siquiera noticias. Trabajé en el teclado de un teléfono, que presumía ser bastante inteligente, hasta que sufrió una feroz lobotomía. Lo mismo le pasó a los que estuvieron a cargo de las funciones vitales de un país entubado. Que si los suministros llegarían a las armerías de la Guardia Nacional que nadie recordaba donde estaban, que mejor el ejército los distribuiría a los setenta y ocho municipios; que no, que FEMA se encargaría directamente estableciendo un calendario de reuniones con los alcaldes para ver en qué podía ayudarles. En un zas, de la noche a la mañana, la incoherencia. Juro que veía El Grito de Munch en el espejo. Sobre el teléfono, ya he dejado de contar las semanas que lleva lelo sin su conexión vital a una red que se anunciaba como la más poderosa. Nada parece tan poderoso como alguna vez imaginamos. Ahora sabemos que llegar a Utuado o Comerío con algunas botellitas de agua es un reto inexplicable para todos menos los vecinos, incluyendo a las tropas bajo el mando de un general con tres estrellas. Confío que esto, como tantas otras cosas, no las olvidemos nunca, como mi pobre teléfono no olvidó ninguno de los otros textos que aquí aparecen y que extraje uno a uno de su memoria.Antes del 20 de septiembre, cuando los vientos y la incapacidad derrumbaron casi todo, el teléfono servía para alimentar a diario el suspenso. Y no me refiero a los cinco días luego que Irma se alejara de nuestras costas, los días en que los boletines meteorológicos comenzaron a mostrarnos las variaciones en una ruta que María cumplió casi al pie de la letra. Hablo de antes: antes de este silencio inédito y de esta nueva desolación, cuando éramos un país que aguardaba sentadito en la galera de los condenados. Parece que teníamos entonces menos aliados que ahora, aunque estábamos igualmente destinados a una muerte lenta. Salvo la jueza Taylor Swain y las decenas de abogados de Nueva York y Washington que llegaban puntualmente cada seis semanas, no teníamos ninguna de las visitas que ahora en un par de horas lo miran todo con cara de circunstancias. Parecería que quieren cerciorarse que esta vez sí que sufrimos lo suficiente para merecer alguna endeble concesión de la otra muerte con la que ya antes nos mataban. Nadie se ha atrevido a publicar el titular en el que todos piensan: “This time is for real. Puerto Rico in the midst of a humanitarian crisis.” Parecería que nuestros visitantes toman nota, como si fueran a concedernos un último deseo o algo así. Y sí, tenemos uno: queremos vivir sin que nuestra vida dependa del juicio ajeno.
No es que antes deseáramos otra cosa. Es que no estábamos cabalmente enterados de cuánto ocurría en un proceso kafkiano que apenas comenzaba. Tampoco lo estamos ahora. Recibíamos, sí, un lento gotear de las peripecias de un juicio sin precedentes en el que, una por una, toda la institucionalidad pública había sido llamada al banquillo de los acusados. Nadie sabía si alguien saldría con vida, pero todas las noches las apuestas cerraban en nuestra contra. Para esto servía entonces el teléfono en el que ahora escribo: para leer a prisa las últimas entregas, para tratar de cartografiar, mentalmente, el reconfigurante mapa de nuestras posibilidades. Sin el silencio que impuso María, con una sola emisora nacional en cadena, no hubiera sido posible completar esta tarea ya de por sí rezagada. No es menos cierto que sin esta obligación en la que trabajé a ratos y a cualquier hora, las noches que se alargaron por la falta de acceso a cuánto nos pasaba no habrían tenido otro fin. Tampoco habrían terminado. Los días sí que duraban muy poco; bastaba acometer un par de las tareas que todos reaprendimos para que la luz se acabara de pronto y recomenzara el reto de las doce horas de oscuridad. Los días breves, tan faltos de imágenes, estuvieron siempre llenos de hojas. Todas sueltas. Ninguna de papel.
II
Los ensayos que componen esta colección fueron escritos entre octubre del 2010 y octubre del 2017. La primera fecha corresponde al feliz comienzo de la revista 80grados, de la que soy columnista desde sus inverosímiles orígenes. La última marca los días después del evento que, como ya anunció Edgardo Rodríguez Juliá, puso fin a la primera modernidad de Puerto Rico. Todos son bocetos del país que veníamos siendo, a veces bajo vociferante protesta, otras arrastrando los pies, hasta el momento en que nos encerraron en un calabozo llamado PROMESA. Digo “primera modernidad” sin apego alguno a los que reclaman ser los primeros. Mucho menos a lo que advino a ser una modernidad como la nuestra, tan conservadora y anquilosada como cualquier ancien régime, y de la que aún no sabemos si habrá próximas entregas. Tampoco tengo convicción alguna que lo que siga a este trance supere los peores motivos que nos trajeron hasta aquí. Más bien tengo sospechas que lo único que seguirá igual, en un país que cada día se parece menos, es lo que hasta ahora abona a su fracaso. Temo que las decisiones que se están tomando en este estado de híper-excepción sigan un patrón que ya conocemos: el que garantiza, a unos pocos, ganancias leoninas sobre el minino bienestar de las muchas. Sí, minino; como en ronroneante.
Esta modernidad nuestra, que generaciones completas vivieron con embeleso, tan capitalista como colonial, vino acompañada de un estado ausente. Ahora fallido. Incluso asesino. En el pecado del embeleso va la penitencia de estos días, el limbo del que luchamos por salir? Dejo a mis colegas expertos en todo tipo de infraestructura civil y verde, planificadores y urbanistas, confeccionar la larga lista de nuestras acciones y omisiones en lo que resultó ser una era muy corta de nuestra historia. Cuando llegue el día de retornar al encierro de las aulas, propongo recomenzar nuestras clases con unas jornadas colectivas de estudio y reflexión. Será de seguro una ocasión aún en penumbras, con los rastrillos y los machetes sin devolver a su sitio. Una ocasión necesaria para escucharnos unas a otros, hacer de nuevo todas las preguntas que ya antes habían sido formuladas y convocar las respuestas que aún desconocemos. Debemos invitar a quienes advirtieron alguna dimensión de tanta catástrofe y a quienes tengan cualquier propuesta para conjurarla. Aspiraría a que esta vez nos aprendiéramos de memoria los relatos que nos faltan y las explicaciones que ignoramos por tanto tiempo. Y, sobre todo, que nutriéramos el compromiso intergeneracional con el nunca jamás. Si de algo puede servirnos este periodo de oscuridad y silencio es para rematar en cada una cualquier rastro del hechizo que tuvo a tantos absortos, por tanto tiempo, sintiéndose injustificadamente exentos de cuánto pasaba en el mundo, protegidos por un progreso que era poco más que otra poderosa superchería, bendecidos por algún dios muy parroquiano, campechanamente a salvo por el tubo con el que un simpático comediante decía chupar tormentas. Ahora ni tubo, ni toldos, ni agua bendita, mucho menos luz eléctrica. A ratos solo el consuelo que alguien pueda entregar en una bolsita.
A ver si estos vientos huracanados nos dejan sin el tambaleante resguardo de tanto descascarado mito. A ver si los más jóvenes se niegan, rotundamente, a seguir repitiendo tanta vieja pamplina. Sin este intento, que puede resultar fútil, no habrá un proceso de reconstrucción que merezca ese nombre. Tampoco hay nada, absolutamente nada, más urgente que esta tarea para la que nadie tiene otro medio siglo.