Pepón Osorio, un embelequero a dos aguas
El 25 de octubre de 2013 se inauguró en el Smithsonian American Art Museum de Washington, D.C. una exposición titulada “Our America: The Latino Presence in American Art”. Estará abierta al público hasta el 2 de marzo de 2014 y durante todos esos días el pobre José Martí, a quien le tomaron prestado el título para la misma, dará vueltas y más vueltas en su tumba ya que esa “Our America” tiene poco o nada que ver con la “Nuestra América” del ensayo fundacional del prócer cubano; más aun, parece cambiar el sentido de su pensamiento. No he visto la exposición ni he leído el catálogo de la misma ya que éste no saldrá, según anuncian en la página web del museo, hasta abril. Pero he examinado el listado de artistas incluidos (fuente principal para mis comentarios aquí) y he leído las noticias sobre la apertura en la prensa y he visto los videos informativos creados para la exposición por una de sus organizadoras, E. Carmen Ramos. Por ello creo que tengo una visión amplia y justa de la exposición. Además, hace unos doce años vi otra exhibición también del Smithsonian titulada “Latino Art: Treasures from the Smithsonian”. Todo ello me lleva a postular sin titubeos que el concepto de arte latino o latinoestadounidense que este museo maneja es problemático, controvertible, errado y hasta imperialista.
Hago bien claro desde el comienzo qué entiendo por latinoestadounidense o latino para que se comprenda mi argumento y para así fundamentar mis críticas sobre las ideas que subyacen en las dos exposiciones de arte latino del Smithsonian. (Prefiero emplear el término latinoestadounidense, pero aquí uso frecuentemente latino, más popular, y que recuerda los títulos las exposiciones.) Mi definición sigue la que Frances Aparicio y Alberto Sandoval proponen en «Hibridismos culturales: la literatura y cultura de los latinos en los Estados Unidos» (2005). Latino es una persona de ascendencia latinoamericana (hay quien lo limita a hispanoamericana) nacida o criada en los Estados Unidos quien ha experimentado el impacto de la cultura dominante en ese país por ser parte de este grupo minoritario. Juzgo, pues, por algunas de las piezas que se incluyen en las exposiciones y por algunas de las declaraciones de sus organizadores y, por ello digo que el Smithsonian tiene otra definición de latino; me explico.
En la primera exposición, la de 2001 que vi en el museo de bellas artes de Orlando, Florida, y cuyo catálogo he manejado, como en esta segunda, la que hace poco abrió en Washington, se incluye una misma pieza de Pepón Osorio (Santurce, 1955) titulada “El Chandelier” (1988). Esta es una hermosa e ingeniosa obra que es muy difícil de apreciar ya que, como el título declara, debe colgarse en alto, como lo que es, una lámpara, una araña. Los afortunados que han podido verla de cerca, como es el caso de Jennifer A. González, la autora de “Pepón Osorio” (Los Angeles, UCLA, Chicano Studies Research Center Press, 2013), libro que motiva estas páginas, nos revelan que ésta esconde un complejo sistema de símbolos que no son evidentes a primera vista cuando la vemos a la distancia como hay que ver una araña. La inclusión de esta pieza de Osorio en las dos exposiciones de arte latino del Smithsonian, pieza que forma parte de la colección permanente de este museo, está más que justificada. Es que dada su trayectoria vital y su producción artística, Osorio puede ser calificado, sin lugar a dudas, como un artista latino.
Artista latino es Pepón Osorio, pero no lo es José Campeche (1751-1809), quien nació en Puerto Rico antes de que existieran los Estados Unidos y quien nunca salió de la Isla, pero cuya obra se incluye en la primera de las dos exposiciones mencionadas. Ni tampoco lo es Myrna Báez, artista boricua cuya obra queda íntimamente asociada a la Isla y no a la diáspora, pero de quien se incluye una pieza en la segunda exposición. Latino, si se quiere, podría considerarse a Lorenzo Homar quien vivió su juventud y temprana adultez en Nueva York y allí se formó como artista. Si Campeche y Báez son latinos, como postulan los curadores del Smithsonian con la inclusión de piezas suyas en estas exposiciones, entonces lo somos todos los puertorriqueños, y esta peligrosa definición podría interpretarse como un primer paso hacia la asimilación cultural. Es que hay que diferenciar entre puertorriqueño y latino, porque no son términos intercambiables en todos los casos. Campeche y Báez son puertorriqueños, pero no latinos. Pepón Osorio es latino y puertorriqueño también.
El problema está en la peligrosa flexibilidad del término latino según lo emplean los curadores del Smithsonian. (¿Habrán pensado detenidamente sobre el mismo? Parece que no ha sido así.) Pero esta problemática definición en su caso se da sólo con los artistas boricuas y la misma tiene sus orígenes en la adquisición de la magnífica colección de arte puertorriqueño de Teodoro Vidal. Desde entonces, los curadores del Smithsonian confunden puertorriqueño y latino y colocan a Campeche en la misma categoría que, por ejemplo, a Juan Sánchez. Para nosotros ésta es una confusión muy peligrosa, pero que no le quita valor estético ni moral a la obra de los verdaderos artistas latinos, ni a Campeche, por supuesto. La confusión es de los curadores del Smithsonian, no de Sánchez, ni de Osorio, ni de ninguno de los verdaderos artistas latinos.
La definición del Smithsonian de lo que es el arte latino o latinoestadounidense es errónea. Su concepto de este arte es un tema amplio, serio y muy problemático, pero no es el central de estas páginas. No sé si llegue a ver la exposición que ahora se expone en Washington y que provoca esta crítica. Sí espero leer el catálogo de la misma tan pronto salga. Entonces podré centrarme en este tema que trasciende la esfera de lo estético y se convierte en un problema plena y controvertiblemente político. (¡Lo prometo!) Pero sólo traigo a colación el mismo porque el verdadero contenido de estas páginas – la obra de Pepón Osorio según la presenta Jennifer A. González en su reciente libro – cabe definitivamente en el contexto del arte latino ya que Osorio, aunque nació en Puerto Rico, se formó como artista en Nueva York y su obra se centra en los problemas que afronta la comunidad boricua en los Estados Unidos y la latina en general.
Osorio es una figura clave en ese contexto estético latino que se va formando y cuyos parámetros aun están por definirse con precisión. Hay muchos problemas por resolver para llegar a una definición justa de esta expresión artística. Por ejemplo: ¿es latino Rafael Ferrer, artista puertorriqueño que ha vivido la mayor parte de su vida en los Estados Unidos, pero quien se distancia abiertamente de esa categoría? ¿Lo es el cubano José Bedia quien salió de Cuba ya formado? ¿Y qué hacemos con Félix González Torres, el gran artista conceptual, y con Antonio López, el magnífico ilustrador de moda? González Torres nació en Cuba, se crió en Puerto Rico y trabajó en Estados Unidos; López nació en Utuado, pero se crió y vivió en Nueva York y en París. Pero ninguno de los dos creó una obra que quepa dentro de los parámetros épicos y nacionalistas (¿machistas?) que parece definir al arte latino. A pesar de esa falta de una delimitación fija de los parámetros que definen este arte, no cabe duda de que Osorio sí es un arquetípico artista latino si partimos de la definición de este arte hoy intuida o implícita en muchos juicios sobre el mismo. Por ello no sorprende que los editores de la colección de monografías sobre este tema, en la que ya han aparecido libros sobre artistas como las chicanas Yolanda López y Carmen Lomas Garza, entre otros, inclusive Ferrer, incluyan en la misma uno sobre Osorio.
Jennifer A. González, la autora del mismo (Ojo a los despistados: ésta no es la líder del PNP del mismo nombre, quien no se interesa, que yo sepa, por la estética y menos por la obra de artistas nuestros) ya había publicado un importante texto sobre el género de la instalación. El libro sobre Osorio, como la autora misma apunta en su introducción, se basa en el capítulo que dedicó a este artista en el primero, “Subject to Display: Reframing Race in Contemporary Intallation Art” (Cambridge, MIT Press, 2008). Desafortunadamente González aquí depende demasiado de su obra anterior y por ello no toca ciertos aspectos importantes de la obra de Osorio. A pesar de ello, ofrece una buena introducción al tema.
El libro abre con un capítulo donde se presenta la temprana vida del artista: su infancia y juventud en Puerto Rico. Lo que podría verse como un acercamiento tradicional –lo es, no cabe duda de ello, y éste depende esencialmente de entrevistas a Osorio– le sirve a González para establecer un punto importante: su obra, aunque se centra en la comunidad latina en los Estados Unidos, especialmente en Nueva York, tiene sus raíces en el arte y la cultura puertorriqueña insular y, por ello, se puede ver también en ese contexto. Así, el encuentro de Osorio de niño con “El velorio” de Francisco Oller marcó el comienzo de toda su vocación. Así mismo lo declara el artista, quien también establece que la obra de Cecilia Orta (1923-2000), una artista injustísimamente ignorada en la historia de nuestro arte, también lo marcó cuando de niño vio en el jardín de la casa de la artista en Carolina piezas suyas que colocaba como su fuera una instalación. (Tenemos que difundir y valorar mejor la obra de Orta a quien Osorio recuerda como Cecilín, nombre que expresa la ternura que sentía por esa creadora un tanto excéntrica, en cuanto no forma parte de nuestro canon artístico.) Más tarde, ya instalado definitivamente en los Estados Unidos, Osorio también quedó profundamente marcado por otro artista puertorriqueño, por el poeta Clemente Soto Vélez (1905-1993) quien fue mentor de muchos jóvenes latinos en Nueva York. (Éste es un tema de importancia que también queda por estudiarse: el impacto de Soto Vélez entre los jóvenes puertorriqueños que luego formaron el núcleo de lo que me atrevería a llamar el “Neorican Renaissance”, que de muchas formas hace eco del movimiento afroamericano de principios de siglo XX, el “Harlem Renaissance”.)
Esas raíces insulares y el que la obra de Osorio se conozca bien en la Isla –por fortuna una de sus más importantes piezas, “En la barbería no se llora” (1994), está en exposición permanente en el Museo de Arte de Puerto Rico en San Juan, un lujo que pocos museos se dan con piezas tan complejas como ésta– hacen que podamos hablar de Osorio como un artista a dos aguas, un artista de acá y de allá, de Nueva York/Filadelfia y de San Juan. Recordemos también que en 2000 la Escuela de Artes Plásticas de Puerto Rico, el Museo de San Juan, el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico y el Museo de Ponce organizaron una excelente exposición de sus instalaciones, “Pepón Osorio: De puerta en puerta”, exposición que lo dio a conocer ampliamente en la Isla. Por ello, aunque para entender plenamente la obra de Osorio hay que colocarlo en el contexto del arte latinoestadounidense, su obra tiene repercusión y se entiende muy bien en nuestro contexto insular también. Hay otros artistas latinos, especialmente los chicanos, que no tienen esa flexibilidad de contextualización y en México, en el caso de los chicanos, su obra no se podría entender ni sería aceptada como parte del arte nacional. El caso de Osorio y de los artistas boricuas en los Estados Unidos es diferente y el hecho también dificulta o problematiza llegar a una definición de arte latino en nuestro caso ya que no existen unas fronteras fijas que nuestros artistas no pueden cruzar. Esas fronteras, en nuestro caso, son porosas y, por ello, Osorio cabe acá y allá, de la misma forma que Antonio Martorell, un artista esencialmente isleño, también puede verse en el ámbito del arte latino porque ha trabajado en ese contexto y se ha apropiado de ciertas claves de ese arte. Recalco: lo mismo no ocurre con artistas chicanos ni cubano-americanos: para éstos las fronteras son fijas e impenetrables.
En su libro González presta toda su atención a la obra que el artista creó a partir de la década de 1980 en Nueva York. Más allá de sus primeros capítulos que se centran en su biografía, la autora se acerca a su producción en el resto de libro de manera temática. Estudia las instalaciones de Osorio como expresión de problemas que azotan a la comunidad latina: el machismo (“En la barbería no se llora” de 1994), el sida (“El Velorio: AIDS in the Latino Community” de 1991), la violencia doméstica y social (“Scene of the Crime (Whose Crime?”) de 1993), la desarticulación de la estructura de la familia (“Badge of Honor” de 1995) y el racismo (“Las Twines” de 1998), entre otros. González no examina toda la producción de Osorio. Por ejemplo, nunca comenta una pieza que para mí es de gran importancia para la construcción del concepto de lo latino mismo, “Transboricua” (1999). Hay casos, especialmente cuando comenta “Las Twines”, en los que la autora necesitaría mucha más contextualización histórica y social, pues su entendimiento del fenómeno del racismo en nuestra cultura no le sirve para explicar algo mucho más complejo que lo que presenta en su comentario de esta pieza. En otro momento, cuando comenta “100% Boricua” (1991), una obra reveladora de la problemática de la definición de lo puertorriqueño en el contexto de la diáspora estadounidense, González dice, casi de paso, que en el gabinete que estructura la pieza, hay un “green porcelain frog” (p. 77) sin destacar lo que para un conocedor de las iconos culturales boricuas es una imagen central: un coquí, emblema de la puertorriqueñidad misma.
Un aspecto importante de la obra de Pepón Osorio que González no aborda -son muchos los que quedan sin tocar pues su obra está, por suerte, aun abierta y en plena ebullición creativa– es el de su estética neobarroca basada en el kitsch. Ya Anna Yndich (“Nuyorican Baroque: Pepón Osorio´s Chucherías”, 2001) ha estudiado muy agudamente el tema y ha relacionado esta estética neobarroca basada en el objeto rescatado con la del rascuachismo tan privilegiada por artistas chicanos. (Ojo: muy frecuentemente vemos el término escrito como “rasquachismo”, hasta entre eruditos comentaristas, pero debemos usar la ortografía más cercana a la pronunciación del término de origen mexicano que equivale a nuestro “cafre”.) Muchas de las piezas más emblemáticas de Osorio –pienso en ¨La cama¨ de 1987 y “La bicicleta” de 1985– están construidas con objetos recogidos en la basura o conseguidos de la comunidad latina en Nueva York. González, muy acertadamente, asocia esas piezas con el interés del artista por establecer un fuerte contacto con su comunidad y hasta, en algunos casos, halla marcados en ellas elementos de la santería. A esos acertados comentarios de González habría que añadir otros sobre esa estética neobarroca que se hace evidente en ciertas obras relativamente tempranas de Osorio, pero que se manifiesta todavía en su obra más reciente, como en “Ánima sola” (2008), donde se vuelve al gusto por el kitsch neobarroco y por la santería. Estas son, obviamente, constantes en la obra de Osorio y estos rasgos estéticos hacen difícil la interpretación de su obra que, como pieza construida a partir de la estética neobarroca, cubre bajo una superficie de exceso y abigarramiento múltiples posibilidades de interpretación.
La complejidad de la obra de Pepón Osorio se incrementa en el caso de sus instalaciones. Hay que recordar que este género o medio artístico es particularmente difícil para el crítico de arte ya que es relativamente reciente y porque se vale de otros medios, como la escultura, el video y hasta la narrativa. La reproducción de la instalación misma en el libro es problemática porque nunca se puede dar una imagen fiel y completa de la pieza. Por ello González tiene que recrear verbalmente las que estudia y no se puede valer exclusivamente de fotos de las mismas. Es que la instalación es una obra que hay que presenciarla físicamente ya que requiere que el observador se “instale” dentro de ella. (Pensemos en la diferencia que hay entre ver un “penetrable” del venezolano Jesús Rafael Soto y tener la inolvidable experiencia de atravesarlo.) Más aun en el caso de Osorio ya que sus instalaciones no son meramente un aparato escultórico sino el producto de una investigación social previa a la creación de la obra, investigación que la configura y hasta la determina. En algunos casos, como en “Las Twines”, la obra va precedida de una narrativa sin la cual es imposible entenderla plenamente. González, muy acertadamente, afirma que la obra de Osorio es el producto de “a dialogic process” y hay que verla como “the intersection of large-scale sculptural installation, journalism, and social work” (p. 88). Por ello, concluye, basando sus ideas en el gran artista conceptual alemán Joseph Beuys, que “Osorio´s work is also always a form of what the artist calls social architecture” (p. 91).
La complejidad de la obra de Pepón Osorio es mucho mayor de lo que a primera instancia el observador o la observadora puede percatarse. Por ello son tan útiles libros como éste de Jennifer A. González que, a pesar de sus fallas, nos ayuda a entender mejor una obra que es aparentemente sencilla, pero que, en el fondo, es de una asombrosa complejidad. Esta obra alumbra y esclarece nuestra realidad en los dos puertos a los que va y viene la guagua aérea de nuestra identidad nacional, ese acá y ese allá que son tan difíciles de definir. Por ello mismo Pepón Osorio es un artista, un embelequero, como él mismo se llama, que crea una casa de dos aguas. Es un artista latino y es también un artista puertorriqueño.