Planificación participativa: la experiencia de Mameyes
El enfoque de este artículo es mi experiencia de planificación participativa trabajando con las familias de Mameyes en Ponce después del desastre de octubre de 1985.[1] Esta experiencia es de relevancia para la planificación y el diseño urbano en la recuperación de Puerto Rico que enfrentamos en el presente y enfrentaremos en los próximos años. Actualmente, esa recuperación se vislumbra como una combinación simultánea de reconstrucción y mitigación.
Cuando la comunidad de Mameyes colapsó en un derrumbe durante la noche torrencial del 7 de octubre de 1985, fallecieron casi 100 personas. Durante varios días, nadie sabía cuántas personas habían muerto ni cuántas personas sobrevivieron, porque hasta ese momento Mameyes era una comunidad invisible al resto del mundo. No aparecía en los mapas de la cuidad, solamente una línea representaba la calle Acueducto que entraba y terminaba, desapareciendo en un espacio en blanco. Esa situación de desconocimiento era muy similar para muchas de las comunidades informales o no planificadas en Puerto Rico, comunidades edificadas por personas que construyeron sus viviendas y eventualmente su entorno y comunidad en terrenos que no les pertenecían. Independientemente de que fuera terreno privado o del gobierno, o que tuviera o no permiso, éste era en muchos casos un terreno no productivo para su propietario o no apto para la construcción de vivienda, ya sea por ubicarse en la ladera de una loma, como era el caso de Mameyes, por estar a las orillas de ríos, caños o bahías, como el Fanguito en Santurce, o por encontrarse fuera del límite oficial de la ciudad, como en el caso de La Perla, que existe fuera de la muralla en el Viejo San Juan.
En los mapas oficiales de zonificación de la segunda mitad del siglo XX, muchas de estas comunidades llevaban la letra “M” sobre su localización, que significaba “mejoramiento” o “área para mejorarse”.[2] El Gobierno de los Estados Unidos inició su programa de Renovación Urbana en 1949, un programa que buscaba volver a desarrollar sectores urbanos deteriorados, céntricos y de alta densidad, ocupados mayormente por personas y familias de bajos ingresos y pequeños negocios. Este programa conocido también como la “eliminación de arrabales”, tuvo resultados problemáticos que se cuestionaron en los Estados Unidos por personas como Jane Jacobs.[3] Dicha política pública y los fondos federales necesarios para implementarla llegaron también a Puerto Rico, impulsando así al gobierno estatal a cumplir con el nuevo programa en áreas marcadas con la “M” para la eliminación de arrabales o comunidades informales.
El caso más famoso fue la transformación de El Fanguito en Santurce, de donde se realojaron cerca de 30,000 habitantes entre 1950 y 1980[4]. El Departamento de la Vivienda era la agencia estatal encargada de la respuesta al desastre en toda la isla conocido como “Mameyes” en términos de resolver la necesidad de vivienda para las familias que perdieron sus hogares –más de 2,000 mil familias en total y una cifra oficial de 127 muertos–. Sin embargo, por la escala del trauma y la tragedia, se tomó la decisión de designar a una persona para trabajar exclusivamente con los sobrevivientes de Mameyes. Una semana después del desastre, el arquitecto Jaime Gaztambide, el entonces Secretario del Departamento de la Vivienda, me nombró como la persona a cargo debido a mi preparación como planificadora con una concentración en el campo social. La asignación me requería viajar a Ponce, comenzar a reunirme con los sobrevivientes y sus familias, conocer sus necesidades, conversar de las cosas que les agradaba de la desaparecida Mameyes y qué características les gustaría tener en una nueva comunidad.
Desde el principio, se habló con los sobrevivientes de la necesidad de realojo, porque regresar a un terreno inestable y que eventualmente sería refigurado como un cementerio era imposible. Es difícil imaginar la delicadeza necesaria para discutir sobre un futuro de una nueva vivienda y comunidad en ese momento de tragedia. Sin embargo, era entonces crucial, y todavía lo es, seguir unas normas de transparencia y honestidad al hablar de realojo con personas que viven en peligro de inundación o derrumbe. Esa ha sido la práctica del Proyecto Península de Cantera desde el 1992 y del Proyecto ENLACE del Caño Martín Peña desde el 2002.
La experiencia de Mameyes me sirvió como una oportunidad para poner en acción lo que entendía eran las mejores prácticas de lo que se conoce en inglés como “advocacy planning”, una planificación que integra la defensa de las comunidades y su participación.[5] Ésta busca involucrar desde el principio del proceso a las personas afectadas por una planificación y darles un papel de portavoces a los líderes de su comunidad. Además, fue también una oportunidad para planificar con una comunidad en su totalidad, poniendo en práctica un enfoque de la planificación integral. Hasta entonces, la práctica común con comunidades que sufrieron realojo, como El Fanguito en San Juan, era atender caso por caso, con reubicaciones en diferentes sitios, mayormente en proyectos de residenciales públicos. Esto resultaba en el rompimiento de sus nexos sociales y los lanzaba a un estilo de vida ajeno al acostumbrado.[6]
Para el gobierno estatal y municipal, dicha planificación integral fue una manera nueva de trabajar. Bajo condiciones de emergencia, se aprendió cómo atender a una comunidad informal y marginada, una comunidad cuyos residentes eran considerados por los de afuera como “invasores” y que eran vulnerables por su condición de pobreza y de ocupación de un terreno que no les pertenecía. Hay que dar crédito al Departamento de la Vivienda y otras entidades que asistieron a las familias (como la Escuela de Trabajo Social de la Universidad de Puerto Rico) y respetaron ese principio regente de trabajar con la comunidad como una totalidad. Hoy día, conocemos esto como el enfoque de desarrollo comunitario.
Todos los que trabajamos con las familias de Mameyes aprendimos de la fuerte red social que existía entre ellas. Ellas mismas habían edificado una comunidad que tenía una historia de aproximadamente 75 años de formación, con sus propias raíces culturales y un sentido de pertenencia (al igual que la mayoría de las comunidades urbanas informales).[7] Trabajar con ellos como una sola comunidad les dio un sentido de cohesión e identidad a los sobrevivientes, lo que llamamos solidaridad, aun bajo la tensión y sufrimiento de haber perdido todo, incluso miembros de sus familias.
Otra práctica que aplicamos fue reconocer su importancia y darles a los líderes de la comunidad una voz y presencia en todos los asuntos que afectarían su realojo y eventual formación de una nueva comunidad. Al inicio del trabajo con los damnificados, estuvieron refugiados en diferentes escuelas públicas ubicadas en el centro de Ponce. En cada escuela, se seleccionaron uno o dos representantes o portavoces con quienes se organizaban reuniones y se establecían las agendas a través de comunicaciones telefónicas o en persona.
Después de algunos meses, los sobrevivientes se trasladaron al inoperante Hotel Ponce Intercontinental localizado en una loma alta, con vista del mar Caribe por un lado ¡y de la comunidad destruida por otro! Allí emergió un grupo formal y organizado, el Comité Unidos por Mameyes. El liderato fue compartido entre dos personas elegidas en una gran asamblea y los dos se mantuvieron en su posición durante tres años, aunque sí hubo cambios en otras posiciones de la Junta. Su liderato y el respaldo de la comunidad eran esenciales para mantener a la comunidad con esperanza y con la seguridad de que sus necesidades serían reconocidas y respetadas. En aquel entonces, no era muy conocido o aceptado por el gobierno el hecho de que siempre existen líderes en una comunidad –que no son necesariamente los líderes políticos o comisarios de barrio– y la necesidad de trabajar con ellos. Se convirtió para mí en una lucha personal y en una experiencia clave lograr que los dos líderes, Eduardo Rivera y Andrés González, me pudieran acompañar a todas las reuniones con las agencias del gobierno que estaban involucradas en el diseño y planificación del Nuevo Mameyes, además de las reuniones de planificación e implementación de la limpieza y estabilización de la loma colapsada. Me vi obligada a asumir el rol de planificadora/defensora para convencer a las autoridades de que ellos, los líderes que representaban a las familias sobrevivientes, poseían la información necesaria para poder participar en el programa y la planificación del Nuevo Mameyes. Es decir, participar en la toma de decisiones. Además, los líderes jugaban un papel fundamental en informar a las familias sobre lo ocurrido en las reuniones.
No se puede menospreciar la importancia y la función clave de la información. La información es la base del conocimiento y es una herramienta que permite la participación efectiva de los integrantes de las comunidades. Y no solamente de las comunidades, sino también de toda la ciudadanía. “Saber es poder”, como nos recordó recientemente Carmen Dolores Hernández.[8] El trabajo con la gente de Mameyes fue en todo momento un proceso de flujo de información en dos direcciones. Era mi práctica compartir con ellos cualquier información que yo obtuviera de las agencias gubernamentales y de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés). En la actualidad, lo llamamos transparencia, y todavía el gobierno no ha logrado cumplir con su deber de compartir información.
La comunidad a su vez produjo una información clave, la de recrear quién viviría en el Nuevo Mameyes. Se trabajó durante varias semanas preparando una lista compuesta por las familias y sus miembros, recordando quiénes vivían dónde, escalinata por escalinata. Ya que el área desarrollada en la loma se había destruido en el derrumbe, y como no existían mapas disponibles de la comunidad, tuvimos que preparar un dibujo (“as built”) para ayudar a recrear visualmente la composición de la comunidad. Junto con los líderes, otros residentes y dos arquitectos que trabajaban con el Departamento de la Vivienda, los arquitectos Norma Ilia Fúster y José Álvarez, caminamos la loma destruida tomando fotos para luego preparar el mapa de lo que fue la ocupación de Mameyes.
Esta información tenía varios usos claves. En primer lugar, la misma comunidad pudo identificar a los sobrevivientes en términos de su cercanía al centro del desastre. La comunidad y sus líderes habían decidido dar la prioridad de realojo para que las primeras casas que se terminaron en el Nuevo Mameyes se destinaran a las personas que perdieron familiares y a las familias que vivían más cerca al área de desastre. De esta manera, se fueron asignando las primeras casas en el Nuevo Mameyes. Luego, moviéndose desde el centro de la loma hacia la periferia, ubicaban a los damnificados que perdieron menos.
En segundo lugar, fue de gran importancia para la comunidad conocer quiénes en la lista de personas fueron aprobadas para recibir ayuda de FEMA y qué tipo de ayuda. De esta forma, las listas sirvieron para informarle a FEMA las personas damnificadas que no recibieron ayuda por una razón u otra; ya sea porque habían perdido toda su documentación y no pudieron llenar un formulario, o por el trauma de alojarse con sus familias fuera del municipio de Ponce y no alcanzar a llenar los documentos de FEMA. Dichos formularios de FEMA eran necesarios para establecer su elegibilidad para recibir fondos y, eventualmente, una casa y solar en el Nuevo Mameyes. La comunidad tomó la iniciativa de comunicarse con esas personas que no habían sido consideradas por la agencia. De igual manera, las listas sirvieron para que la comunidad pudiera identificar e informar a FEMA sobre aquellas personas a quienes FEMA había cualificado para una vivienda nueva no siendo damnificadas, ya que habían falsificado sus circunstancias.
Un aspecto que no se discutió con las familias, aunque sí entre nosotros los planificadores y los arquitectos, fue el tipo y material de vivienda, desde una casa unifamiliar en madera u hormigón, hasta una casa unifamiliar pequeña que las familias pudieran expandir o casas en hileras en hormigón. La decisión fue tomada en La Fortaleza entre los desarrolladores y los dueños de fábricas de producción de casas prefabricadas de proceder con casas unifamiliares de hormigón. Hubo una resistencia a considerar casas de madera por varias razones, una oposición que todavía existe. Nosotros los técnicos veíamos la decisión como una oportunidad perdida de explorar soluciones más apropiadas en términos de diseño urbano.
Respetar la práctica y la política de aplicar un enfoque comunitario integral tuvo consecuencias importantes en el paso decisivo de la selección del terreno para reubicar a los damnificados con la meta de mantenerlos unidos. El Departamento de la Vivienda dio comienzo a la búsqueda de terreno. Identificar un terreno cerca del centro de Ponce, con la cabida para un desarrollo de unas 350 viviendas unifamiliares (el número estimado de familias que cualificaba para una vivienda nueva) era misión difícil. Trasladábamos a las familias en guaguas, junto con ingenieros y arquitectos, para ver todas las posibilidades. El primer terreno con cabida para todas las familias fue rechazado unánimemente, tanto por las familias como los técnicos, debido a su cercanía al río Portugués y ¡objeciones de residentes de las urbanizaciones vecinas! Finalmente, el Departamento tuvo que negociar la compra de la Finca Pico, con una cabida de 223 viviendas, para iniciar el desarrollo de las primeras casas bajo la presión de FEMA de tener que proveer viviendas dentro de un término de 90 días. Posteriormente, se adquirió otro terreno, la Finca Ferry Barrancas, con cabida para 127 viviendas. Como los miembros de la comunidad habían participado en el concepto de entrega de casas por prioridad, además de haber pasado por el proceso de conocer de primera mano el problema con los terrenos disponibles y sus características, aceptaron la necesidad de dividir a la comunidad en dos partes: los damnificados que vivían más cerca al centro del desastre serían realojados en el primer proyecto a construirse, y los que vivían más lejos se realojarían en el segundo proyecto.
Una situación que no se había anticipado era lo que significaría para las familias el beneficio de recibir el título de una casa y el título del solar a la misma vez en los nuevos proyectos. Esto fue visto desde el sector público como una política de justicia social, como un mecanismo de proveer estabilidad y equidad para familias que no las tenían antes. En un principio, las familias de Mameyes se resistieron a aceptar las viviendas por ser pequeñas y no prestaron atención al hecho de que serían dueños legales del solar. No pudieron visualizar que estaban cambiando su condición anterior de incertidumbre por falta de tenencia de terreno a una de estabilidad. Fue solamente después de recibir las orientaciones sobre las ventajas de tener el título legal del terreno y no ser susceptibles a realojo, que las familias acordaron aceptar sus nuevas viviendas con todos sus títulos en el Nuevo Mameyes. El costo de la entrega de una casa y su solar a las familias damnificadas era subvencionado por una combinación de fondos de FEMA, fondos de la Legislatura de Puerto Rico y fondos de Unidos por Puerto Rico, una entidad cívica-gubernamental.
De dicha situación, aprendí que lo más importante para las familias era su casa propia y el uso del terreno donde vivían, y no necesariamente la titularidad de ese terreno, por tratarse de una realidad que ni éstas, ni las miles de familias que construyeron sus viviendas en terrenos ajenos a ellos, habían experimentado. Esa fue la situación en 1985 cuando ocurrió el derrumbe de Mameyes. Hoy en día es diferente. Las familias y residentes de las comunidades autogestionadas (las comunidades desarrolladas fuera del sistema formal) sí entienden la importancia de la propiedad en el sentido de que, sin resolver ese aspecto, las familias están destinadas a vivir en la incertidumbre. Las mismas familias de Mameyes cambiaron su percepción. Cuando visité al Nuevo Mameyes 10 años después del desastre, les pregunté sobre los cambios en sus vidas. Entre los comentarios que recibí, algunos mencionaron: “Tenemos seguridad, esta es nuestra casa y nuestro terreno, y podemos hacer mejoras y podemos hacer inversión.”[9]
Las familias que viven en su propia vivienda pero sin título del terreno entienden por su propia experiencia que no pueden conseguir permisos para modificar o rehabilitar sus casas y tampoco se puede conseguir un préstamo bancario. Esta situación es particularmente aguda después de desastres porque afecta la posibilidad de ser elegible para recibir fondos de FEMA destinados a reparar o construir una nueva vivienda. En el presente, después del huracán María, la situación se complica aun más debido a que hay confusión o falta de claridad sobre las viviendas sin tenencia de terreno y las viviendas en condiciones de vulnerabilidad ante inundaciones, derrumbes y terremotos. Lo que nos enseñó Mameyes es la necesidad de proveer orientación y apoyo en todo momento a los damnificados, respetando y anticipando sus necesidades, todo dentro del marco de las posibilidades de cambios y realojo.
Como conclusión, en el siglo XXI Puerto Rico se enfrenta a un futuro de cambio climático, con predicciones de más desastres para los cuales tenemos que prepararnos. Todavía es pertinente, en términos de la práctica de la planificación, el diseño urbano y la búsqueda de intervención y soluciones para los afectados, una interrogante levantada por el Dr. Rafael Corrada Guerrero en 1985: “Mameyes: ¿Un desastre natural o un desastre social?”. Él plantea que el desastre ocurrió no solo por la gran cantidad de precipitación en un periodo de menos de 24 horas, sino también por la ausencia de legislación y planificación adecuadas, la falta de reglamentos de zonificación y códigos de construcción, y la falta de atención a las familias e individuos más necesitados en nuestra sociedad.[10]
Al día de hoy, seis meses después de la devastación de María, y treinta y tres años después de Mameyes, ambas preocupaciones son muy relevantes, tanto para la etapa de mitigación como la de reconstrucción. Lo que sí es indiscutible en todo el proceso es la planificación participativa de los cientos de personas y las comunidades afectadas, y el papel protagónico de los líderes comunitarios en la toma de decisiones. Todavía hay familias que no tienen título de terreno, que viven en terrenos en zonas de vulnerabilidad (ya sea por inundaciones o derrumbes), y se habrán de tomar decisiones sobre su realojo. La práctica correcta y humanitaria sería incorporar desde ahora a estas comunidades en las opciones de realojo, y asegurarse de que sus líderes participen en las discusiones a nivel municipal y también al nivel del gobierno central en la toma de decisiones pertinentes a su futuro.
Nota
Este artículo fue publicado originalmente en la Revista de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Puerto Rico, Polimorfo núm. 5, 2018.
Referencias
Corrada Guerrero, Rafael. “Los desastres naturales y la planificación”, El Reportero, 12 de noviembre de 1985a.
“Las víctimas de desastres y la planificación”, El Reportero, 19 de noviembre de 1985b.
Davidoff, Paul. «Advocacy and Social Concerns in Planning», Journal of the American Institute of Planners«, núm. 31, (1965).
Fuller Marvel, Lucilla. Listen to What They Say: Planning and Community Development in Puerto Rico. Río Piedras: La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2008.
Hernández, Carmen Dolores. “Saber es poder”, El Nuevo Día, 28 de febrero de 2018.
Icken Safa, Helen. Familias del arrabal: Un estudio sobre desarrollo y desigualdad. Río Piedras: Editorial Universidad, 1989.
Jacobs, Jane. The Death and Life of Great American Cities. New York: Random House, 1961.
Plan de Desarrollo Integral, Distrito Especial de Planificación del Caño Martín Peña, 2005.
Taller de Planificación Social, Inventario de Comunidades Urbanas Espontáneas de Puerto Rico. San Juan: Oficina de Comunidades Especiales, 2002.
Notas
[1] Para una descripción detallada de esa experiencia, ver el capítulo “The Mameyes Experience” en Fuller, 2008.
[2] Todavía en la década de los noventa, el área de la península de Cantera aparecía en blanco en los mapas de calles de la cuidad y con una “M” en los mapas de zonificación.
[3] Jacobs, 1961.
[4] Plan…, 2005, p. 11.
[5] En Puerto Rico, en la Escuela Graduada de Planificacion tuvimos el ejemplo de esta práctica con el profesor Dr. Howard Stanton, defensor de la comunidad Tokio (Fuller, 2008, pp. 122-123). Ver también el trabajo de Paul Davidoff (Fuller, 2008, p. 122, n. 165).
[6] Icken, 1989.
[7] La cantidad promedio de años de existencia de la mayoría de las 135 comunidades urbanas informales en Puerto Rico es de 70 años (Taller, 2002).
[8] Hernández, 2018.
[9] Fuller, 2008, p. 201.
[10] Corrada, 1985a y 1985b, p. 17.