Problema compartido
La universidad tiene un problema. Sus expectativas son que los estudiantes aprendan mientras que las de los estudiantes parecen ser otras. Es un problema de perspectiva. También es uno económico, sobre todo para las privadas. Los que somos parte de la estructura pensamos que ser universitario es una cosa; los estudiantes de nuevo ingreso, esperan otra.
Los que tenemos sobre 50 años, todavía recordamos cuando la universidad era para los que querían aprender y cambiar su mundo, para los que tenían la capacidad intelectual para sobrepasar la escuela superior o para los que podían pagar y venir a pasarla bien en fraternidades y sororidades. Antes de eso, la universidad era aún más exclusiva. La mayoría de la generación de nuestros padres y abuelos nunca llegó a la universidad, mucho menos a una privada.
La educación se ha visto en los siglos recientes como un recurso para la movilidad social, no solo como un proceso de formación humanística. Las carreras universitarias pagaban siempre más que los trabajos técnicos, artesanales y sin duda, el de los obreros. También tenían mayor prestigio social. Ya no es así.
Pasadas las guerras del siglo veinte, los veteranos comenzaron a tener oportunidades de estudio y adiestramiento que permitieron a jóvenes, mayormente varones de bajos ingresos, hacerse de una profesión. Pero fue particularmente después de la Segunda y la de Corea, cuando nacimos los baby boomers, que la universidad se convirtió en la ilusión de jóvenes parejas cuya máxima aspiración era tener un hijo graduado y profesional.
No contaban esas jóvenes y obedientes parejas con que sería precisamente esa universidad la que estimularía en sus hijos la rebeldía y afán por cambiar las estructuras del poder “benefactor”. A finales de los 60 e inicios de los 70, la universidad se convirtió en el crisol donde se cocinaría una generación consciente de la desigualdad y capaz de enfrentarse a la autoridad, a su manera. Irónicamente, esos jóvenes que se enfrentaban a un presidente como Johnson, por la Guerra de Vietnam, también se beneficiaban de recursos del plan del incomprendido mandatario que soñaba con una “gran sociedad” y asignaba fondos para ampliar la base educativa del país.
Para finales de los setenta, las ayudas federales para la educación universitaria comenzaron a abrir las puertas a miles de jóvenes de recursos económicos limitados a la posibilidad de una carrera universitaria. La universidad del Estado siempre fue la más selectiva en cuanto a calidad académica de los que ingresan. Por eso, muchos se quedaban afuera. Los egresados de colegios privados que no optaban por estudiar fuera de la Isla, con logros académicos y recursos económicos, entraban con facilidad.
La mayoría de los jóvenes, sin embargo, dependía de la ayuda económica para entrar a una privada, si la pública no los admitía. Para entonces, la BEOG abría un mundo de posibilidades para la expansión de centros privados de estudio, más allá de los recintos emblemáticos, tanto públicos como privados. Crece así la universidad para atender una multitud con dinero en la mano y ganas de progreso económico.
Algunos le llamaron la democratización de la enseñanza universitaria. También fue un proceso de comercialización. Sería la época de los colegios regionales y siempre nos acordaremos de la controversial frase de Ismael Rodríguez Bou sobre los “chinchales educativos”, representando así el desprecio del sistema universitario público hacia el privado en expansión. Si bien crecieron los grandes sistemas privados, también fue la época del surgimiento de infinidad de colegios técnicos, academias de carreras cortas y todo aquel ofrecimiento que pudiera cualificar para la bonanza de ayudas federales.
La burbuja creada por las becas para la “democratización” de la educación universitaria convirtió la experiencia de aprendizaje en un producto utilitario, donde el afán era conseguir un papel que te certificara capaz de buscar empleo. Crecía la demanda de empleos para graduados, pero la oferta no. Mientras, las universidades que habían crecido, sobre todo las privadas que no están subsidiadas directamente por el gobierno sino a través de la beca que recibe el alumno, necesitaban seguir aumentando matrícula para cubrir los altos costos de operación.
El alumno ahora era el cliente y se sustituían los orientadores en el proceso de reclutamiento con especialistas en mercadeo, capaces de mantener un flujo continuo de entrada, alimentando ilusiones de movilidad social, creando posibilidades de participación en la economía, pero a la vez, reduciendo los cursos humanísticos para hacer más atractiva la oferta.
Y entonces la economía se estancó. Miles de graduados se mecen entre el desempleo, la desesperanza y el subempleo. Y el manejador del barril de fondos federales se dio cuenta de los muchos que vivían de la beca en Puerto Rico, matriculándose y dándose de baja, extendiendo el periodo de ayuda al máximo para sobrevivir con el reembolso.
Habíamos perdido el uso de la universidad para aprender a ser Humanos. Y ahora la perdíamos para lograr un empleo. Ya el diploma no garantizaba nada y nos empezaba a costar cada vez más. Los currículos se habían adaptado a crear empleados, que ahora no conseguían empleos.
Mientras, los profesores seguíamos con la ilusión de que cada semestre nos llegarían jóvenes con ganas de aprender. Y a pesar de enfrentar la incertidumbre de la baja de matrícula, que significa baja en presupuesto, que significa riesgo de perder empleo, y de escuchar hasta la saciedad la urgencia de la retención, manteníamos la esperanza de que podemos cambiar vidas.
Los educadores todavía pensamos que la universidad es para aprender a ser Humano. Pero a los clientes que llegan, no les interesa ese cuento. No llegan con una orientación académica profunda ni meditada. Llegan con el anzuelo de la beca, aderezado por ganas de pasarla bien, con poco norte, y menos compromiso. Llegan ilusionados por el cine y la televisión que glorifican carreras en una realidad mediática muy ajena a la calle.
Muchos de los universitarios de hoy llegan al recinto porque les ofrecieron una beca debido a su nivel de ingresos, no por sus méritos académicos. Los resultados en pruebas de admisión, cada vez son más bajos, pero las universidades le buscan la vuelta para ayudarle a entrar y darle la oportunidad de una educación. La matrícula es necesaria para la operación fiscal. Hasta la pública ahora se anuncia.
Pocas voces se atreven a expresarse como lo hizo en su momento el profesor Antonio Fernós a quien el Dr. Eduardo Seda Bonilla cita en uno de sus trabajos diciendo: “Hay miles de graduados muy mal educados y pobremente instruidos… Hemos en efecto retrocedido, a un mundo donde se desprecia el talento, y se prefiere lo burdo, chabacano, grosero, estridente y degenerante”.
El profesor se ha convertido en el especialista de customer service para retener al alumno en el aula. Un alumno que cada vez busca mayor comodidad, y requiere mayor esfuerzo para comprender lo esencial, dado que no le gusta leer, no tiene dinero para libros de texto y carece de información para el contexto. Su tiempo libre no es para estudiar y es creativo al dar excusas.
El típico universitario ha dejado de preocuparse por aprender Humanidades. Cada día se da más cuenta que las materias que mastica no le garantizan empleo. El part time que le paga carro y celular es su prioridad sobre las tareas. La universidad es para socializar, pero no en el término sociológico, sino en el junte con el corillo y la búsqueda de pareja.
La realidad es que el nuevo alumno tiene unos problemas que no eran típicos de nuestra generación. Enfrenta otras presiones económicas con nuevas expectativas sociales creadas artificialmente, problemas de salud mental y de violencia familiar, cuido de padres y abuelos incapacitados o desempleados o condiciones personales de salud que limitan sus ejecutorias, sin contar una gran cantidad de embarazos no planificados. Lo que tenemos en el salón es una muestra representativa de una sociedad en crisis.
Eso nos lleva de nuevo al problema de la universidad. Seguimos con un modelo educativo enfocado en la formación profesional, limitando la formación humanística, incapaz de enfrentar creativamente los problemas personales y sociales. Resulta que somos menos pertinentes que nunca para el nuevo cliente sin rumbo pero con altas e irreales expectativas económicas.
Estamos formando consumidores en vez de ciudadanos. Estamos atendiendo clientes que cada vez reclaman más a su favor y menos compromiso con lo que la sociedad espera de ellos. Tenemos ante nosotros una generación que no se ve con futuro, que busca soluciones mágicas y gratificaciones instantáneas ante la desesperación de su desigual realidad. Pero es a la vez una generación sensible, que como fuimos en nuestro momento los baby boomers, son soñadores y esperan algo mejor, aunque no tengan idea de qué.
El reto es hacernos pertinentes, pero no esperando que ellos se ajusten a nuestros estilos, sino negociando, conciliando, comprendiendo para llegar a una convergencia que nos permita superar los abismos generacionales y ver un camino compartido.
Los profesores esperamos que ellos aprendan. Los estudiantes esperan pasarla cómodo y divertido. No siempre ambas expectativas pueden conciliarse. Hay que hacer entender los propósitos para los que existe una universidad de manera que quien quiera venir a esta, tenga claro qué esperar. Bastantes expectativas inútiles les vende la publicidad. La universidad es otra cosa. Para pasarlo fácil, hay otras opciones.