Procerato y revisionismo
El revisionismo histórico es un proceso periódico en el cual las “verdades” generalmente aceptadas se revisan, se cuestionan y se retan, con la intención de sustentar y establecer una nueva interpretación de hechos y personajes. Es benigno si se fundamenta en investigación rigurosa, nueva evidencia, datos previamente soslayados, o reinterpretaciones bien documentadas del contexto e intenciones de sus protagonistas, entre otras. Pero debe cuidarse de no aplicar al pasado los prejuicios del presente, ni de hilar un guión novelesco no cabalmente comprobado, llevándose enredado tanto a la verdad como al mito.
Luego de cuatro siglos de subordinación al régimen colonial español, los historiadores de la primera mitad del siglo 20 llenaron las carencias de nuestra historia nacional con las engrandecidas ejecutorias de los líderes de la curva entre los siglos 19 y 20. La institucionalidad saturó las calles con sus apellidos y poco faltó que los colocaran en estatuas con briosos corceles y blandiendo un sable. Ante un colosal déficit de héroes nacionales, creamos un “paraíso perdido” de virtud política, no del todo cierto.
En esencia, estos líderes reaccionaron como mejor pudieron a una grave y perturbadora coyuntura política y social sobre la cual tuvieron muy poco control. Una ruptura creada por la transición entre dos metrópolis coloniales contrastantes: una decadente que implantó un férreo y corrupto régimen con la excusa de prevenir la sedición; y otra emergente que llegó a la isla para atender intereses geopolíticos y económicos más amplios, sin un plan preciso de qué hacer con su nueva colonia.
Las contradicciones y quebrantos de Luis Muñoz Rivera, José Celso Barbosa y sus contemporáneos aún permean nuestra cultura política. Aun cuando queramos ubicarlos en un pedestal, son la estela del medioambiente político del caciquismo y el patronazgo político de la España de la Restauración. Esas prácticas fueron sus referentes políticos; y los aplicaron tan pronto lograron su proverbial “turno en el poder”.
Los españoles acapararon la administración pública en Puerto Rico con pocos escrúpulos y gran corrupción. Su fronte era un gremio de favoritos que imponían contribuciones y repartían tierras baldías sin equidad; dilapidaban los ingresos lícitos e ilícitos de las aduanas; y desviaban pagos y fondos públicos, resultando en desfalcos, peculados, malversaciones, sobornos, concusiones, fraudes y otras irregularidades. La burocracia permeaba expedienteo, mala contabilidad, excesiva empleomanía, ineptitud crasa, nombramientos fuera de procedimiento, nepotismo y remuneración desigual. Pero estos mismos burócratas y sus favores eran los agenciaban los votos en las elecciones para asegurar los escaños e intereses de sus benefactores.
Desde los albores del Siglo 19 se propuso sanear la administración pública del País y abrirla a los “naturales del país”. Pero no fue hasta la República Española (1873-1874) que se abrieron oportunidades para la participación de los puertorriqueños en la administración pública. Aunque la República fue un oasis fugaz, creó conciencia y voluntad para reformar la administración pública de Puerto Rico.
Los partidos monárquicos españoles mantuvieron un tenaz control sobre la administración pública local. Como respuesta, el incipiente autonomismo adquirió un fuerte matiz republicano y antimonárquico que los distanció de los partidos monárquicos que se turnaban el poder en España. El cisma de 1897 entre Barbosa y Muñoz Rivera en el seno del Partido Autonomista se ha justificado por la renuencia de Barbosa y de sus correligionarios autonomistas “puros” y pro-republicanos a aceptar el pacto propuesto por Muñoz Rivera con un partido español monárquico. Pero hubo más que eso.
Nuestra historiografía ha sido muy parca sobre las ejecutorias de los partidos y movimientos políticos conservadores –los incondicionales– y cómo lograron acceso y control de los puestos públicos locales hasta crear su propio sistema caciquista. Ante la dejadez de las autoridades españolas, esta nueva burocracia criolla incondicional movió sus poderosos tentáculos para proteger sus intereses y señorear los asuntos del País.
En mi disertación postulo que el abarcador control y poder local del cacique mayor, Don Pablo Ubarri y Capetillo, constituyó una “autonomía de facto” donde los conservadores controlaron la vida de la colonia, protegiendo tanto los intereses españoles como los suyos propios. A poco, también penetraron el reducido ámbito electoral local, amañando listas de electores, promoviendo la violencia en eventos electorales, y arrestando y amedrentando a sus opositores. No se puede analizar el procerato liberal tiene que tomar en cuenta cómo reaccionaron e imitaron muchas de las prácticas políticas caciquistas de los incondicionales.
Fuimos un calco del caciquismo español. Algunos historiadores españoles han señalado a Mateo Práxedes Sagasta –gestor de la Carta Autonómica de 1897– como un político al que no impulsaban ideas ni programas ya que su política personal estaba basada en que un cargo público era sinónimo de repartir favores, donde gobernar consistía en encontrar puestos para el mayor número de personas posibles y mantener dóciles a los restantes. El caciquismo puertorriqueño, aún tan vigente en nuestra cultura política, era el cuño antillano del enraizado caciquismo peninsular.
Sin puestos no hay paraíso. Retórica e ideología a un lado, la estrategia principal de los autonomistas era acceder y controlar los puestos públicos, las listas electorales y las cuotas de impuestos, como por décadas lo habían hecho los incondicionales. No es extraño que Mariano Abril, una de las voces más elocuentes del autonomismo, señale como consigna del autonomismo la “guerra a la burocracia y al caciquismo”. Una guerra no para eliminarlo, sino para crear un sistema caciquista propio, presumiblemente mejor que el anterior. La ocupación de la administración pública –tanto de jure (por ley y gobierno electo) como de facto (ocupando los cargos públicos)– fue táctica vital del autonomismo puertorriqueño de finales del Siglo 19 para acceder al poder.
Por tanto, la resonante pugna entre Muñoz Rivera y Barbosa debe verse menos en términos ideológicos y más en el contexto de esta fijación por los puestos públicos. La afiliación de Muñoz Rivera a un partido monárquico para lograr la autonomía fue una hábil y pragmática táctica posibilista para vencer y reemplazar al caciquismo incondicional. Muñoz Rivera fue acusado de pretender ser el sucesor de Ubarri, y fue muy claro al señalar que una vez en el poder “influirán todos nuestros amigos, cada uno en su esfera de acción, en su órbita, en su distrito”. Con la autonomía, su caciquismo “benigno” agenció el histórico nombramiento de más de 1,100 puertorriqueños a puestos públicos, incluyendo el 70 por ciento de los alcaldes, muchos de los cuales permanecieron en sus puestos luego del cambio de régimen. Al lograr el añejo objetivo de ocupar los puestos públicos del País, en 1898, Muñoz Rivera emergió como el nuevo e indiscutible cacique mayor.
La pugna ideológica entre Muñoz Rivera y Barbosa fue secundaria a su batalla campal por los puestos, presupuestos e influencias del Régimen Autonómico de 1898. Ni siquiera la mediación del gobernador español pudo reparar la incapacidad de ponerse de acuerdo en cómo repartirse entre ambos partidos la administración del país, aun cuando el afán de los españoles era enfrentar la inminente invasión estadounidense con un gobierno local unitario en apariencia.
Esta disputa llevó a Barbosa y a sus seguidores a asumir un agrio antagonismo contra Muñoz Rivera que trascendió el régimen autonómico y continuó bajo los estadounidenses. Con las flamantes insignias de los partidos Federal Americano y el Republicano Puertorriqueño, y aún con programas casi idénticos, Muñoz y Barbosa siguieron riñendo por el control de las alcaldías y los concejales de los ayuntamientos.
Podemos glorificar las virtudes de nuestros próceres o reprochar agriamente sus defectos y carencias. Pero el problema no son ellos, seguimos siendo nosotros. Exaltar sus defectos y sus errores no resuelve el problema mayor e inminente: luego de más de un siglo de régimen estadounidense y más de sesenta años de gobierno propio, la rémora del caciquismo aún corroe nuestra administración pública y la confianza del pueblo en sus instituciones públicas.