Ruido
“Ella le pidió, que la llevara al fin del mundo…” –Joaquín Sabina
Ruido, ruido, mucho ruido, la ínsula se nos abarrota de ruido. Esa es mi observación etnográfica de los últimos años, tal vez precipitada por mi incursión rápida y certera en la vejez (claramente respaldada por la tarjetita de AARP) o, quizá, porque es una verdad evidente. O sonora. Yo no recuerdo al país tan ruidoso como en estos días. Tal vez se trata de una ilusión auditiva, pues, si busco bien en la memoria, me encuentro con los recuerdos de ensordecedoras caravanas políticas (a las que volveré en un par de líneas) de cuando era adolescente y de los conciertos de rock. He reflexionado sobre esto y pienso (no tengo muchos datos, lo admito) que la tecnología de la amplificación de sonido no estaba tan adelantada, o entonces era demasiado cara como para que cualquiera la tuviera a su alcance. Tardaría unos años la democratización de los amplificadores y la universalización del ruido en nuestro entorno. Ese ruido también dependió de la creación de ese aparato detestable: la guagua Van con una enorme bocina en la capota, a la que algunos, de esa otra persuasión, le llaman “la tumbacocos”. Una tecnología impresionante, con su equipo de generación eléctrica, altoparlantes, amplificadores, equipos electrónicos diversos y un enorme poder de emanación de sonido en todas las direcciones posibles. Cada tumbacocos (nombre con que se le conoce también en otros países) tiene su mecanismo de reproducción de mensajes, música y jingles que corre por sí solo, aunque están preparadas para que alguien, en esa cabina aislada, inserte sus propias palabras a través de un micrófono.Esos aparatos, que pueden ser costosísimos (vi uno en San Juan, impresionante, que desplazaba gente y vehículos con toda su parafernalia y sonoridad), han reemplazado en el mundo de la publicidad al pequeño empresario local que en su auto viejo montaba unos altoparlantes e iba anunciando diversas cosas, incluso brindándonos la nota luctuosa. Cuando vivía en San Germán, escuchaba la voz de Cayito anunciando con pena el fallecimiento de algún vecino de barrios distantes al pueblo, o en mejores días “el jueeeego de hoy… Atléticos contra Piratas del Quebradillas… el jueeeego de hoy…”. Cosa que me parecía simpática y hasta folclórica, pero moderna si lo comparo con la melodía de la flauta del amolador de tijeras que por las calles, en su carretón, o en bicicleta, brindaba los servicios de ese antiguo oficio sobre una piedra de esmeril o una correa de cuero. Ya me he puesto nostálgico, y me he remitido a casi medio siglo en el tiempo. A la verdad que, pensándolo bien, el sonido (por no hablar de ruido, pero en eso estoy ¿no?) ha ido en incremento, del amolador de tijeras a los revendones de verduras con altoparlantes, y de ahí pasando a la guagüita de helados Nevada o Payco.
Pero vuelvo a mi realidad. Últimamente, la tierra en la que vivo se me despierta a címbalo limpio, y con cencerros. Nada en contra del marcador de la clave, o de los címbalos y timbales wagnerianos, pero una cosa es la música agradable, el plácido cacarear de las gallinas o el trino (bucólicamente clichoso) de los pájaros, y otra las bocinas de los autos, el radio de la esquina, el camión de la basura descargando en enorme contenedor frente a mi casa, o el radio en mi auto, con la noticia altisonante, o la retahíla, en ocasiones odiosas, de preguntas retóricas de Rubén Sánchez. (A pesar de ello, no me lo pierdo, que conste.)
“Ruido de abogados, ruido compartido, ruido envenenado, demasiado ruido..” –Joaquín Sabina
Sí, lo admito, es posible que algo también haya sucedido en mi psique que ya no puedo soportar la mentira, el argumento falaz y procaz de compañeros de trabajo taimados armados de discursos leguleyos o los argumentos y narrativas de los guaynabitos de todos los partidos, que me saben a ruido. Sí, porque el ruido también tiene sabor… es… ¿cómo decirlo?… una sensación asquerosa en la boca. Ese es el ruido que nos duele, aunque a veces venga cargado de silencio, en voz baja, con el cuchicheo del chisme y la difamación… ese, el ruido pesado y violento del que escribe el poeta de Úbeda. Ese ruido es el que más me enferma, el que no puedo quitarme de la cabeza.
“No hay nada más difícil que vivir sin ti, sufriendo en la espera de verte llegar…” –Marco Antonio Solís.
También existe el ruido de verdad, el sonoro, el que dispara los decibeles, el que contamina nuestro entorno rural y urbano. Vivo en una urbanización en ruta a un barrio que una vez fue rural, en un municipio del noreste. Desde allí, desde ese entorno en el que permea un silencio agreste la mayor parte del tiempo, la paz sonora se ha ido quebrando con los episodios de estruendo y alboroto. Veamos, el cafetín de la esquina comenzó como una operación familiar simpática que en ocasiones tenía música en vivo hasta las diez de la noche. Unos boleritos clásicos, y una que otra guaracha y merengue, seguidos de las bachatas de rigor. Hasta que un día descubrieron una máquina infernal: una caja de kareoke (KTV) conectado a unos amplificadores poderosos. Hay un embrujo en eso del kareoke que, mezclado con licor, empuja a la gente a una barahúnda desquiciante y ridícula. Lo admito, me han dado ganas de salir y llegar hasta allí para agarrar el micrófono y cantar algo de Felipe Pirela (aunque no estoy seguro si lo tienen en el repertorio), pero la prudencia se apodera de mí y me quedo en la casa sufriendo la estridencia repugnante de un borrachín corpulento y pelón (lo observo desde mi casa) repitiendo, ad-nauseam, con el coro de los fieles parroquianos, a las tres de la madrugada, la frase: “No hay nada más difícil que vivir sin ti”. Es en esas horas, en las que espero a mi Loló, en las que no tengo otro remedio que escuchar la gritería de kareokeros beodos desde la sala de mi casa. Estoy seguro de que los dueños del local (y los parroquianos) violan varias ordenanzas municipales, y un par de reglas de convivencia vecinal. Mi único consuelo es que no tengo mi casa pegada al cafetín y, por lo menos, los domingos están silenciados.
“Mucho, mucho ruido, tanto, tanto ruido…” –Joaquín Sabina
Es diciembre de 2011, y han coincidido sobre esta geografía que habito dos prácticas culturales estridentes: las parrandas multitudinarias y las parrandas políticas, largas, ruidosas, con varias camionetas y sus altoparlantes, con mensajes diferentes: Pipo, Pote, Papo, Papito, Pepote; todos quieren ser nuestros amigos, nuestros alcaldes, nuestros representantes y en todos podemos confiar. Los comerciantes exitosos, con deseos de aportar a la vida de la polis (en el mejor sentido aristotélico) o con intenciones de guisar más allá de lo que guisan ahora, entran en esa vorágine de vanes, camionetas super-modernas, las tumbacocos, que son la cabeza de playa de las avanzadas, poderosos artefactos de ruido que tienen que subvencionar con sus holgados bolsillos, operados por voluntarios a quienes hay que ofrecerle algo “si ganamos” porque al final de esa sinuosa carretera de Jagüey Alto (o de cualquier barrio de la isla) tiene que haber un tesoro que nos está esperando frente a Covadonga.
El alcalde (que en mi pueblo perdió las primarias) también nos felicita en las Navidades y otras efemérides, a las cinco y seis de la mañana, con parrandas, serenatas, cohetes, fuegos artificiales y a son de Diana. Tal vez la música es bonita, agradable, pero viene potenciada por los amplificadores para alcanzar un radio respetable, a cambio de un emborujo de sonidos irreconocibles, que uno descifra por palabras y frases claves como “Felicidades”, “Madres”, “Padres”, “Familia” y “tu alcalde.” Ni los “incumbentes” ni los aspirantes lo saben porque nunca han estado en el lado de acá, pero nosotros, quienes somos el objeto de sus sonidos, no entendemos un carajo de lo que dicen. La amplificación distorsiona el mensaje hasta hacerlo irreconocible. La sirena de la guagua que viene detrás añade bulla que se mezcla con las palabras, la música y el estribillo del tercer vehículo, y forman una mezcolanza sonora que se altera aún más con el jolgorio de la gente y sus banderas, los four-tracks y los carros y las motoras de mofles alterados. En fin, es una masa densa de estridencia cuyos sonidos quedan como partículas irreconocibles en el aire y la distancia; una mogolla de decibeles que no nos dice nada. No sabemos si es Pote, o Pito, o Berti, a menos que veamos el flamante arte publicitario que cubre los vehículos con lo colores de los partidos y la cara más blanca, joven, honesta que una foto pudo captar.
Pero el ruido más ofensivo viene del cachín cachín del dinero que se derrocha, en una economía fracasada, donde los municipios son máquinas de endeudarse para la obra y el vacilón. Y así empiezan los aspirantes, derrochando ruido y dinero con el fin de servir(se).
¿Dije vacilón? Hay momentos de gran urgencia que desatendemos con un gran desparpajo. Las ambulancias corren desesperadamente con enfermos, infartados y accidentados, a la velocidad que les permiten sus vetustos vehículos. La gente que va en los suyos, frente de ellas, no se percata de la urgencia porque sus sirenas casi son inaudibles. Claro, algunos llevamos la marcha fúnebre de Sigfried, otros al Grupo Aventura a full swing, y la sirena es indistinguible de los oboes y los fagotes, en uno, o de la guitarra eléctrica, los güiros y las tamboras, en el otro. Pero hay momentos en que la urgencia se hace sentir con toda su fuerza avasalladora. Esos vehículos de auxilio van a una velocidad impresionante por autopistas, carreteras y hasta en las calles urbanas del centro de nuestras ciudades. Su luminaria es potente y variopinta, y sus sirenas son poderosas y penetran el cono del silencio maxwellsmartiano que son nuestros autos. Ante tal premura, nos salimos del medio y les damos paso a esas veloces máquinas para percatarnos, por lo poco que captamos del celaje, que se trata de cervezas, licores, pases amarillos y fiestas universitarias.
De lo otro, de lo evidente, (¡caramba!, debo decir: lo patentemente sonoro; pues no tenemos un adverbio para lo que se manifiesta en el sonido, como dato, como constatable) no quiero hablar; es decir, de la pirotecnia. Ya Angie Vázquez nos ha revelado los envases y las mechas de “La sociedad petardo”, donde ha reconstruido un entorno navideño que evoca a Kosovo, a Gaza, o a cualquier bombardeo en Vietnam, o cualquier otro lugar donde la guerra es o ha sido el ruido cotidiano.1 Perros, gatos, loros, parajitos de diverso plumaje y habilidades canoras, viejos, jóvenes, niños, adultos, todas y todos nos vemos atizados por la detonación constante, a cualquier hora, por la razón o la sinrazón que sea. Desde noviembre empezamos la barahúnda (lo mismo hacían los vikingos en Escandinavia, pero todavía sin pólvora). Si mi memoria no me falla, un día 3 de noviembre de 2011 (una coincidencia feliz, aunque el estallido este año será un día seis), un vecino de la loma frente al estadio decidió que en ese justo momento comenzaba el petardeo. Y así, como disparados por una señal interna, salieron todos los terroristas del silencio, y no dudo que alguno hiciera estallar algún contenedor de gas, o el plastique que tenían para una mejor ocasión, con el fin de ver quién la hacía más grande.
Mientras los años me hacen más taciturno, mientras recurro más al silencio y a la meditación, mientras velo por los pasos y la salud de mi anciana y sabia madre, le huyo al ruido y a sus consecuencias. También tiene que ver con la preocupación de ir perdiendo la audición. Hay palabras que no escucho (¿será adrede?) y susurros que se me escapan. Y no puede ser. No es que sea un ser execrable y aburrido que huye de la batahola. A ciertos vacilones hay que entregarse, y la música hay que escucharla duro en ocasiones; ya sea: Wagner, El Gran Combo de Puerto Rico, o Sabina. Pero nuestro entorno se vuelve cada día en un infierno sonoro que preocupa a nuestros especialistas en salud pública. En la calle, en nuestras casas, en nuestros autos, somos víctimas de un ruido pernicioso.((No estoy solo, ¿me oyeron? Los indignados del ruido están organizados en una coalición y tienen una página: http://www.menosruidopuertorico.org/)) En los lugares públicos también. En ocasiones queremos compartir con amistades, pero la música del lugar combinada con el esfuerzo de la gente por escucharse, hace imposible cualquier conversación. Así las cosas, se hace difícil compartir confidencias en público o decir una frase que valga la pena. Habrá que “buscar barcos”, por la ruta de “todas las olas del mar”, habrá que ir “al fin del mundo,” para alejarnos del ruido –del estrepitoso- y también del ruido “mentiroso”, del “entremetido”, y del “escandaloso”.
*Agradezco a Cynthia Maldonado Arroyo sus comentarios editoriales y de contenido.