Soltería recalcitrante
Y cantaré solo, caminaré solo y solo continuaré.
—Claudio Baglioni
En Going Solo, Klinenberg plantea que la elección de permanecer soltero y vivir solo –lo que él denomina singleton y que en español significa tanto “un individuo que no es parte de un grupo” como “una persona soltera”– constituye uno de los cambios más radicales experimentados a partir del siglo XX por las sociedades de países como Francia, Alemania, el Reino Unido y los Estados Unidos. Actualmente, Brasil, China e India son algunos de los países que están experimentando el crecimiento más rápido en los hogares de una sola persona (10). Klinenberg explica que en los Estados Unidos “más del 50% de los adultos son solteros y 31 millones de ellos –aproximadamente uno de cada siete adultos– viven solos” (y esta cifra excluye los 8 millones que viven voluntaria e involuntariamente en instituciones sociales grupales como las cárceles y los asilos de ancianos) (5). De acuerdo con el sociólogo, el aumento en este tipo de vida de soltería o de vivir a solas está directamente relacionado a “la riqueza generada por el desarrollo económico y la seguridad social proporcionada por los gobiernos modernos que buscan facilitar el bienestar de sus poblaciones” (10). Además de la prosperidad económica y la seguridad social, Klinenberg propone que el aumento extraordinario en la elección de permanecer sin pareja y vivir a solas es parte del cambio cultural que Émile Durkheim llamó “el culto al individuo” (11). Este fenómeno está ligado íntimamente con la transición de sociedades basadas en comunidades rurales tradicionales a sociedades organizadas alrededor de ciudades industriales modernas.
Otra manera de entender esta transición es por medio del surgimiento y la hegemonía del capitalismo en nuestro mundo. Es interesante notar que el capitalismo no solo proveyó las bases para la vida de soltería y el vivir a solas, sino también para la constitución de nuevas identidades sexuales. En “Capitalism and Gay Identity”, el historiador John D’Emilio sostiene que “dos aspectos del capitalismo –el trabajo asalariado y la producción de mercancías– crearon las condiciones sociales necesarias que hicieron posible el surgimiento de las identidades gay y lesbiana” (3). El éxodo masivo fuera de los núcleos familiares y la congregación en centros urbanos e industriales en busca de trabajo asalariado le permitió a muchos hombres y mujeres establecer conexiones y comunidades basadas en sus deseos eróticos, los cuales pasaron a ser parte integral de sus (nuevas) identidades culturales. D’Emilio afirma que “el capitalismo socavó la base material de la familia nuclear mediante la eliminación de su función económica” la cual, irónicamente, “consolidó los lazos entre los miembros de la familia” (11). Al mismo tiempo, “con el fin de seguir reproduciéndose, el capitalismo consagró a la familia como fuente de amor, afecto, y seguridad emocional, así como el lugar donde se satisface nuestra necesidad de relaciones humanas estables e íntimas” (11). Como resultado, la familia tradicional en su función como una institución básica dentro de la sociedad capitalista adquiere una carga emotiva intensamente exagerada. Esta valoración le sirve de base a D’Emilio para sostener que los gays y las lesbianas hayan “tenido que crear, para su supervivencia, redes de apoyo que no dependen de los lazos de sangre o del apoyo del estado, sino que se eligen libremente” y para el beneficio de sus miembros (14).
Los proyectos intelectuales de Klinenberg y D’Emilio nos dejan ver la relación histórica que existe entre la consolidación del capitalismo industrial y la aparición de identidades y estilos de vida que han perturbado el orden familiar tradicional (lo que hoy en día entenderíamos fundamentalmente como la parte central de la heteronormatividad). Aunque las transformaciones económicas son claves, hay otros factores que también han impactado la vida de individuos solteros o que viven solos. Klinenberg nos recuerda que “el culto al individuo” también se nutrió de otros cambios sociales como el creciente estatus social y político de las mujeres, la revolución en las comunicaciones, el desarrollo urbano masivo que en muchos países ha permitido el crecimiento de una vida social abundante, así como el hecho de que la gente está viviendo mucho más tiempo que en cualquier otra época de nuestra historia (13–17). En su sección sobre la revolución en las comunicaciones, Klinenberg destaca el teléfono y la internet como medios activos que ayudan tanto en la vivencia de los placeres sociales como en la interconexión con otras personas. Quisiera dedicar el resto de esta columna a otros dos medios a los que Klinenberg le presta mucha atención: el cine y la televisión. A través de cuatro ejemplos idiosincrásicos, quisiera plantear algunas ideas sobre cómo la soltería ha sido representada en estos.
Según críticos como David Bordwell, Kristen Thompson y Janet Staiger, la constitución de la pareja heterosexual se convirtió en uno de los elementos narrativos básicos dentro de lo que se conoce como el estilo clásico del cine de Hollywood. De esta forma, el romance heterosexual –ya sea como parte de la trama principal o la secundaria– funge como uno de los ejes narrativos fundamentales no solo en las películas hollywoodenses convencionales, sino también en todas aquellas que han sido influenciadas por las mismas por décadas. La hegemonía de este modelo hace difícil romper con la fuerza de esta tradición; sin embargo, la misma ha encontrado grandes retos en manifestaciones alternativas como en el cine de arte europeo. Ejemplos de esto son el neorrealismo italiano, la nueva ola francesa o el nuevo cine alemán, y los trabajos de directores como Michelangelo Antonioni, Pier Paolo Pasolini, Reiner Werner Fassbinder, Agnès Varda y Chantal Ackerman, entre muchos otros.
Ocasionalmente, el mismo Hollywood ha provisto otro tipo de opciones a la constitución de la pareja heterosexual, aunque estas tienden a ser más excepción que regla. Un ejemplo interesante lo es My Best Friend’s Wedding (1997), dirigida por el australiano P.J. Hogan. En este filme, Julia Roberts interpreta a Julianne, una mujer ambiciosa con un plan vil: malograrle la boda a su mejor amigo del cual ella está enamorada. La película no solo reta las expectativas del público al darle a Roberts un papel que va en contra del tipo de la chica buena que la hizo famosa, sino también porque al final de la misma ella no logra conquistar al hombre que desea. Aunque se constituye una pareja heterosexual romántica, Michael (Dermot Mulroney) y Kimmy (Cameron Díaz) al final de la película, el público sabe que la misma no es perfecta. Kimmy aparenta ser más sumisa de lo que realmente es, ya que tiene planes de seguir con sus estudios aun cuando le ha dicho a Michael que ella va a abandonar su carrera. Más sugestivo aún es cómo Julianne termina “emparejada” con George (Rupert Everett), su editor y buen amigo quien es gay.
En un gesto paródico del final feliz, Julianne y George se convierten en una unidad alternativa a la pareja romántica donde “tal vez no habrá matrimonio. Tal vez no habrá sexo. Pero por Dios, ¡habrá baile!”
En contraste, la resolución refrescante (y potencialmente problemática para el personaje de Julianne ya que sus deseos eróticos son anulados) en el filme de Hogan se presentaba como una pesadilla macabra en Looking for Mr. Goodbar de 1977. (Dir. Richard Brooks). Este film es increíblemente fascinante e irresistible aunque tenga uno de los finales más aterradores que haya visto. La interpretación sublime de Diane Keaton en el papel de Theresa le confiere un nivel de energía e intensidad a la película que logra cautivar emocionalmente la atención total del público por 136 minutos. Esta actuación feroz logra transmitir vivamente las vicisitudes de una mujer soltera que busca vivir su vida de acuerdo con las metas personales y profesionales que se ha trazado.
Desafortunadamente para Theresa, sus sueños y deseos contradicen los parámetros trazados por el patriarcado, el cual toma forma por medio de la figura de su padre (católico descendiente de irlandeses), así como los hombres que quieren poseerla y dominarla (su profesor universitario, un rufián, un trabajador social). Ella quiere vivir una vida independiente y sin restricciones, donde pueda disfrutar de diferentes tipos de placeres y aventuras a la misma vez que hace un buen trabajo como maestra de niños sordos. Como la trama demuestra dolorosamente, es muy difícil y arriesgado transgredir el patriarcado y la heteronormatividad, sobre todo para mujeres solteras con vidas sexuales activas. Por un lado, el final horrífico de esta película me hace pensar mucho en el testimonio valiente que mi gran amiga Iliana García hiciese aquí en 80grados, sobre todo su idea de que es “necesario considerar que una mujer que viva sola es presa fácil y que la sociedad la penalice por ello.” No obstante, y aunque parezca contradictorio e irónico, la secuencia final no logra borrar las dos horas anteriores donde hemos sido testigos de cómo Theresa descubre lo valioso y gratificante que es afirmarse en la postura de ser una mujer soltera con una vida independiente.
En nuestro mundo contemporáneo hipermediado, creamos maneras muy particulares tanto de definir nuestra vida diaria, como para determinar simbólicamente el significado de lo que llamamos nuestro hogar. No nos debe sorprender que la televisión se convierta en un marco de referencia vital dentro de la construcción de lo que denominamos cotidiano y familiar. Ver programas de televisión transmitidos en sindicación o redifusión –o sea, las series televisivas que se adquieren y utilizan, entre otras cosas, para rellenar los espacios menos competitivos entre los horarios diurnos, centrales y de medianoche– sirve para crear un ritual que provee de un marco de continuidad y estabilidad a la vida diaria. Me impresiona darme cuenta de que dos series que veo diariamente en redifusión giran en torno a un grupo de cuatro personajes solteros: en Seinfeld (1990-1998) no están en pareja por convicción, y en The Golden Girls (1985-1992); por divorcio y viudez. Obviamente, hay una gran diferencia entre ambas series, sobre todo por lo cínico que es el mundo de Jerry (Jerry Seinfeld), Elaine (Julia Louis-Dreyfus), George (Jason Alexander) y Kramer (Michael Richards) en comparación a cuán honesto y sentimental es el entorno de Dorothy (Bea Arthur), Blanche (Rue McClanahan), Rose (Betty White) y Sophia (Estelle Getty).
De cierta manera, Seinfeld ejemplifica una tendencia relativamente reciente en la historia de muchas sociedades contemporáneas. Klinenberg explica que esta tendencia se entiende como “una nueva etapa de la vida que los sociólogos llaman segunda adolescencia. Este período de desarrollo prolongado hacia la adultez es cada vez más común en los países ricos” (29 – 30). Estas personas “retrasan tanto el matrimonio como tener hijos y pasan años teniendo relaciones sexuales casuales o saliendo en citas, ya que a menudo permanecen escépticos de que una relación íntima puede durar para siempre” (30). Estas ideas salen a relucir en el episodio “The Engagement,” donde Kramer le explica convincentemente a Jerry cuáles son las trampas del matrimonio.
La insolencia, indiferencia e irreverencia de los treintipicones neoyorquinos –llevada a su máximo extremo en el episodio final cuando los cuatro amigos son encontrados culpables por no respetar la “ley del buen samaritano” y enviados a la cárcel por un año– es muy diferente al ambiente lleno de cariño y solidaridad que rodea a las cuatro mujeres en The Golden Girls. En muchos sentidos, la fascinación y el encanto de esta serie tienen que ver con las actuaciones excelentes de Bea Arthur, Rue McClanahan, Betty White y Estelle Getty. Al mismo tiempo, la representación tan entrañable y carismática de estos personajes femeninos provee una perspectiva particular y atractiva de la tercera etapa de la vida, la cual suele ser ignorada frecuentemente por la cultura popular. Además, The Golden Girls reta las nociones tradicionales de cómo, con el paso de los años, tanto la soltería así como la vida sexual activa pierden el caché y el atractivo que tienen durante otras etapas de la vida (¡y esto fue mucho antes de la disponibilidad del sildenafilo, mejor conocido como Viagra!). De esta forma, The Golden Girls propone un modelo de vida sugerente, donde la soltería o el no estar casado no tiene que ser equiparado con la soledad. Por lo tanto, es posible elegir conscientemente la postura de estar solo –así como de vivir solo– en nuestro mundo sin que esto signifique que nuestro día a día esté lleno de pesar y melancolía por la ausencia de lo que la heteronormatividad ha tipificado como una vida plena y satisfactoria: las instituciones del matrimonio y la familia nuclear.
Bibliografía
Bordwell, David, Kristin Thompson and Janet Staiger. The Classical Hollywood Cinema: Film Style and Mode of Production to 1960. New York: Columbia UP, 1985.
D’Emilio, John. “Capitalism and Gay Identity.” Making Trouble: Essays on Gay History, Politics, and the University. New York: Routledge, 1992. 3 – 16.
Klinenberg, Erik. Going Solo: The Extraordinary Rise and Surprising Appeal of Living Alone. New York: Penguin P, 2012.