Memorias II: Un ocelote saltó en el Village
Calentaba pegajoso el verano de 1967 y el cemento de Washington Square exudaba un vaporizo malsano, mezcla de cerveza y orines de la noche anterior, incrementado por la aglomeración de hippies que degustaban joints de marifucha en rituales sonreídos al son de Let it be; pushers de drogas, activistas políticos contra la guerra de Vietnam, sísteres y bróderes prietos, con sus afrotes Black Panther, en lucha armada por el Black Power (Off the pig!) y otros más comedidos (NAACP) por los derechos civiles y la igualdad de su negritud; quemas de sostenedores por la igualdad de la mujer y de draft cards contra el servicio militar obligatorio, blancos del SDS repartiendo volantes, Hare Krishnas anaranjados y coco-pelados cantando su letanía; músicos, mimos, teatreros, … y la pobre fuente, su débil garúa sin un ápice de viento, no conseguía mitigar ese caldo de humanidad que se cocía a fuego lento a su alrededor bajo el sol cenital.
Acababa de sacar mi M.A. en Inglés con concentración en Literatura Dramática y había sido aceptado en el programa de doctorado del Departamento de Literatura Comparada bajo la batuta del Dr. Clemens. Tenía escoger el tema para mi tesis de doctorado y el Dr. Clemens me había asignado al Dr. Piñeiro, cubano exilado, como asesor de tesis. Su oficina refrigerada iba a ser un oasis en el Sahara de cemento en que la New York University se convertía todos los veranos. Apreté el paso. Crucé Washington Square East y seguí por Washington Place hasta el Brown Building.
―Mire Tejera. Se pronuncia con j, como Méjico, Tejas, ¿no? Aunque se escriba con x… ―me dijo Piñeiro, simpático con su pintoresco acento cubiche―. En Cuba tenemos un Tejera braga’o: estuvo en la Guerra de la Restauración Dominicana, en el Grito de Lares. Después de la derrota de Lares se fue con Betances a Venezuela y peleó al lado de Monagas contra el golpe de Guzmán Blanco en la Tercera Compañía de Rifleros ―lo hirieron, cayó preso―, estuvo en la Comuna de París, fue íntimo de Martí y de Betances, enlace entre ambos en el triángulo Nueva York, La Habana, Paris; poeta, ensayista, francmasón, fundador del primer Partido Socialista Cubano, en fin Tejera, un prócer de Cuba. ¿Será que queda algo suyo?
―Sí, profesor, era mi tío abuelo, hermano de abuelo Alberto…
―Entonces usted tiene sangre cubana…mire que chiquitico es este mundo…a ver Tejera: sé que usted quiere trabajar un tema alemán: que si Brecht, Piscator y el teatro político en la República de Weimar durante la Revolución Espartacista, 1919, según leo aquí en su hoja, pero en la Academia también hay que ser práctico, caballero: lo que interesa es sacar su Ph.D. ―rápido y sin dolor―conseguirse una buena cátedra; y luego, ya instalado y ganando un buen pucho de verdes, usted se dedica a “sus alemanes”. Ya que usted está en literatura dramática y teatro, le voy a dar un consejo: métase en el teatro latinoamericano; es un tema inexplorado que ni yo, ni nadie puede cuestionarle nada, porque nadie sabe un carajo del tema y entonces cuando vaya a defender su tesis, usted cubanea y listo…
―Pero yo me he preparado en alemán…―interrumpí, pero no me dejó avanzar…
―Ya lo sé: aquí lo veo en su hoja ―me interrumpió Piñeiro, con su labia persuasiva― Germanística, Geschichte der Deutsche Sprache con el Profesor Fowkes; pero concédame una gracia Tejera: ¿usted conoce Historia del teatro contemporáneo de Juan Guerrero Zamora?
―No ―le respondí un poco mosca, porque me desviaba de mi tema. Él se dio cuenta y sonrió.
―No coja lucha, Tejera… escuche: es una obra maestra en cuatro volúmenes hermosos, llenos de fotografías. Además le va a servir bastante para sus alemanes: hay expresionistas y épicos pa’tirar pa’rriba: Wedekind, Kaiser, los hermanos Čapek, Brecht, Piscator, Kurt Weill, Lotte Lenya, Paul Dessau, Helene Weigel, el Berliner Ensemble; no le digo más. Es un lujo, mi socio. Guerrero es una lumbrera; hoy día es el que más sabe sobre el teatro mundial. ¿Y sabe lo que confiesa sobre el teatro latinoamericano al final del cuarto tomo?
―No ―dije escueto; ya su diálogo socrático me tenía un güevo músico y el otro solfeando.
―Pues Guerrero Zamora confiesa que sabe muy poco sobre el teatro contemporáneo en América Latina y que es un territorio virgen a ser explorado, pero que él ―por sus compromisos con Televisión Española― no iba a ser quien tuviese el placer de escribir una Historia del teatro contemporáneo en América Latina y viajarse el continente entero investigando, conociendo y escribiendo, con una Guggenheim o una Ford, pero que iba a tirar un anzuelo a ver si algún joven lo mordía y se regalaba ese festín que él no iría a darse: y el anzuelo es un catálogo de obras de teatro de América Latina que él leyó o supo de ellas por fuentes secundarias. Y usted, Tejera ―añadió―, me va a prometer que va a posponer su decisión sobre los alemanes hasta que le dé una mordida al anzuelo del gallego y lea ese último capítulo. Hay varios ejemplares en la biblioteca.
***
Como la rigidez nunca fue un trazo fuerte en mi hechura espiritual, y Piñeiro me había caído bien por campechano, desandé Washington Place, corté la esquina sureste de Washington Square por la sombrita de la arboleda y caí en la Elmer Holmes Bobst Library contigua al Loeb Student Center ―también refrigerada― y a pesar de ser una mierda de biblioteca en esa época, ahí estaban, en la sección de consultas, los cuatro tomazos de Juan Guerrero Zamora.
Mentiría si digo que me fui directo a las últimas páginas Tomo IV. Primero me di un tour por el Tomo II directo al periodo de entre-guerras y me deleité con varios afiches del estreno de R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) de Karel Čapek en marzo del ’21 en Praga, obra que introduce la palabra robot en el léxico mundial; afiches preciosos del estreno de la trilogía de Georg Kaiser: Die Koral, Gas I, Gas II trilogía formidable que anticipa ―en 1917― el apocalipsis final por causa de la explosión de la fábrica de gas que contamina la atmósfera del planeta; dibujos anti-autoritarios de Georg Grosz y fotos de arte y diseño del Bauhaus que ilustraban una época de explosión de arte de vanguardia y revolución en Europa Central como reacción a la matanza de la Gran Guerra, coproducción siniestra entre la banca (los Rothchild, et al) y los fabricantes de armas europeos (los Krupp, et al).
Pero como la persecución implacable de objetivos también era un factor clave de mi ecuación espiritual, al ver que tenía un banquete esperándome en el Tomo II, me fui tranquilo al aperitivo ―creía yo― del Tomo IV.
Como ya sabemos que me va a saltar un ocelote de esas páginas y no va a haber sorpresa en el salto en sí, sino en el ¿cómo saltó el ocelote?, conforme a la técnica del Verfremdung (distanciamiento, alienación) de Brecht, les cuento que al catálogo le seguía una breve disquisición sobre la falta de un texto que englobara la historia del teatro en la región in toto ―ya que lo que existía, cuando existía, era mexicano, brasileño, argentino, cubano, etc., por lo tanto fragmentado, atomizado, balcanizado, como contaba Jorge Abelardo Ramos sobre nuestros pueblos en su célebre Historia de la Nación Latinoamericana.
El formato del catálogo era alfabético por el apellido del autor, seguido del país, título de la obra, número de actos, el año y una sinopsis de una o dos oraciones. Fui hojeando curioso, posando la mirada levemente sobre algunos autores hasta que en la cuarta página:
Cuadra, Pablo Antonio, Nicaragua, Por los caminos van los campesinos, 1 acto, 1937.
Pieza sobre el General Augusto C. Sandino de Nicaragua que venció a los marines yanquis en una guerra de guerrillas entre 1927 y 1933.
Y saltó Sandino, el ocelote. Podía haber escrito jaguar, puma, pero como verán más adelante, Sandino era pequeño de estatura, pensé que le cuadraba mejor el ocelote; igual de fiero, pero más ágil y elusivo. Al leer ese fascículo del catálogo se me revolcaron muchos sentimientos encontrados. ¡Qué bueno que alguien venció a los hijos de puta! Pero, ¿cómo va a ser? En Puerto Rico desde chiquitos nos enseñan que los yanquis son invencibles, que han ganado todas las guerras (estamos en 1967; faltan seis meses para la Ofensiva Tet y ocho años para el triunfo rotundo del pueblo vietnamita el 30 de abril del 1975) y la derrota aparatosa de la maquinaria de guerra del Imperio. Y mucho menos vencidos por un generalito de una de esas republiquitas bananeras. Pero ¿y si fuese verdad? Sería un palo para la lucha por la independencia de Puerto Rico: si un centroamericano —como nosotros (especialmente en esa época siempre nos echaban juntos: «Centroamérica y el Caribe»)— le había ganado una guerra a nuestros invasores, también podíamos ganarla nosotros y ser libres, finalmente.
Enarbolar esa figura, su ejemplo, como el paradigma vencedor para la lucha por nuestra primera independencia y por la segunda de América Latina, neo-colonizada por Roosevelt desde la Segunda Guerra Mundial con el cuento de la Defensa Hemisférica contra Hitler y sus socios del Eje, iba a ser un símbolo poderoso, podría darle el ethos triunfador que le faltaba a nuestra lucha. Me entusiasmé con el poder de propaganda que una figura victoriosa como ese tal general Sandino pudiera tener en el discurso contra la dominación de mi país por el enemigo común.
De dos zancadas llegué hasta el tarjetero y abrí la gaveta de la “S” (estamos en 1967: no hay computadoras, celulares, escáners, ni ninguna de la parafernalia electrónica de hoy día). Mis dedos saltaron rápido S…Sa…San… Sand…Sanders…no había ningún Sandino. ¡Ufff! Me asaltó el derrotismo colonial: no existe, es mentira…¡qué pena!
Mi Alter Ego Libertario ―crítico y contestatario― se opuso violento a ese lamento borincano paralizante de mi Ego Colonial. ¡No! Esta biblioteca es una mierda, arranca pa’ la 42, al New York Public Library. Agarré el F, me bajé en la 42nd – Bryant Park. Subí los escalones de tres en tres, le mostré mi aidí de la biblioteca al guardia palito y pasé el molinete. El tarjetero era cien veces mayor. La “S” tenía diez gavetas. Encontré la “San-Sao” y repetí el procedimiento. Nada…Mi Ego Colonial levantó el dedo y le apuntó a mi Alter Ego Libertario y le dijo en el idioma del invasor: I told you so; too good to be true…
Y bajé de uno en uno los escalones, lentamente, desilusionado, y me metí en el boquete del subway de la Sexta Avenida, me agarré el “F” de vuelta hasta West Fourth y caminé cabizbajo ponderando la razón por la cual el tal general Sandino no aparecía ni en pintura. Al llegar a Bleecker y West Broadway —donde yo vivía— también llegué a la triste conclusión de que como era una obra de teatro, seguramente el personaje era ficción e igualmente su victoria sobre los yanquis, pero mi intuición femenina me decía que something was rotten in Denmark…
***
Sólo me tomó un par de días sacudir la desilusión ―nunca tuve mucha vocación para la tristeza― y volver al Tomo IV y a mi rutina, que no era fácil, pero a los 25 años uno se come la Tierra y la Luna y se queda mirando con hambre hacia Marte, Venus y Mercurio. Trabajaba de 10AM a 6PM, con una hora de almuerzo; iba a clases de 6PM a 9PM; cenaba con Irma de 9 a 10PM y jangueábamos un ratito; me echaba un turno de taxi del Houston Street Garage de 10pm a 4AM; dormía de 430AM a 930AM, desayunaba con Irma y Linette y de nuevo se repetía la rutina, menos sábado y domingo. Los sábados me colocaba a Linette en la mochila guatemalteca de bebé, que Carmen Crain, una amiga guatemalteca que trabajaba conmigo, nos había regalado y me iba a la librería de Massa a pescar libros. Linette dormía apaciblemente casi todo el trayecto y a la vuelta me sentaba con ella en un banco de Washington Square y le daba su comida o el biberón de acuerdo a la hora del regreso.
Había llegado a NYC a fines de mayo de 1964 después de graduarme del CAAM en Humanidades. Estaba la Feria Mundial en pleno apogeo en Queens y aquella bola del mundo gigantesca que se veía por la ventana del taxi en movimiento fue una de las primeras imágenes de NYC que retuve en la memoria. Mis bróderes gay de Mayagüez Edgardo (Eggie) Bayrón, Juan Báez, Rafi Rodríguez Abeilléz y Roli Yáñez lo habían arreglado todo: estaba admitido a NYU con beca Martin Luther King, apartamento en Washington Square Village y trabajo para mí y para Irma en el mismo edificio 5 Washington Square North: Irma en Admissions con Edgardo, bajo Mr. Conroy, y yo en Graduate Recording bajo Mrs. Cohane. Tan pronto tuve un colchón y una cunita llegaron, a fines de julio, Irma con Linette, nuestra bebita de tres meses: preciosa, apacible y curiosa.
Me entusiasmé con el tema del teatro latinoamericano para mi tesis y empecé por estudiar el teatro en la Revolución Mexicana. Las obras de Ricardo Flores Magón ―anarquista, dínamo ideológico de la Revolución Mexicana― Tierra y Libertad y Víctimas y verdugos eran puestas en escena para los años ’20 en Villa Cecilia en Tampico ―donde vivían la mayor parte de los obreros del petróleo― para levantar la conciencia y apoyar a los trabajadores del Sindicato Revolucionario Mexicano de los Trabajadores Petroleros en huelga contra la Huasteca Petroleum del billonario gringo Doheny.
Las obras eran montadas por la rama de teatro de la Casa del Obrero Mundial, los llamados Hermanos Rojos, afiliados a la anarco-sindicalista CGT.
Según seguía el pulseo entre el gobierno mexicano y las compañías gringas por el control de la riqueza petrolera del subsuelo mexicano, acompañó esa lucha, a lo largo de la década de los 30, el tesón del teatro revolucionario entre los obreros. El Grupo Ahora, conformado principalmente por Juan Bustillo Oro y Mauricio Magdaleno, montó Pánuco 137 de Magdaleno con técnicas épicas de Piscator (la editorial Cenit de Madrid había publicado en 1930 El Teatro político de Piscator y sus técnicas por fin llegaron a toda América: masas de actores, proyecciones de cine, clisés, fuego, humo, altoparlantes, música) en el teatro al aire libre de la Cancha Peralta en Pánuco, Veracruz, iluminada por cientos de antorchas erguidas por los actores que representaban las masas trabajadoras en lucha contra los monopolios gringos y el gobierno corrupto y entreguista de Calles y su Maximato (Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez). Masas de Bustillo Oro, concientizaba y agitaba las masas sindicales, obra profética sobre el futuro nefasto de México: sometimiento a los designios del gobierno gringo, corrupción, dictadura disfrazada del PRI, rama judicial vendida a las élites intermediarias del imperialismo ―también con montaje épico. En Trópico, Magdaleno azotaba las compañías de chicle gringas que masacraban a los pueblos mayas de Chiapas que protestaban contra las condiciones miserables de trabajo. En fin, el tema no excluía a “mis alemanes” aunque fuese de raspón por su influencia en ese teatro de lucha, y ya me conformaba.
A la hora de almuerzo salía de mi trabajo y me iba a las librerías de libros usados de la 4ta Avenida (Book Row) a curiosear y los fines de semana llegaba hasta la librería de Massa en la 23, la mayor y más completa librería en español en Nueva York, y ahí fui ―con el catálogo de Guerrero Zamora en la mano― cazando poco a poco algunos textos de teatro latinoamericano como el de Magaña Esquivel sobre el teatro mexicano, para ir dándole cabeza a la tesis.
El día 9 de octubre de 1967, mientras celebrábamos mi cumpleaños en el APT 14K de 3 Washington Square Village, recibimos por WBAI una noticia devastadora: el Che había sido capturado y ejecutado en Bolivia.
Al principio creí que era una campaña de desinformación de la CIA para desmoralizar a los movimientos de liberación nacional en Asia, África y América Latina. Pero a las pocas semanas Fidel confirmó la muerte del guerrillero heroico y cayó una depresión monumental como un sudario prieto sobre nosotros.
El Che era el héroe indiscutible de nuestra generación combativa; el Hombre Nuevo nuestro norte y costó mucho levantar cabeza después de ese coñazo. Pero ni la tristeza, ni la rabia consiguieron aplacar mi curiosidad por saber la causa de la derrota del Che en Bolivia y abandoné temporeramente mi investigación y redirigí mi curiosidad hacia la guerra de guerrillas, las luchas de liberación nacional contra las metrópolis coloniales y su contrainsurgencia en el Tercer Mundo.
Me ausenté de la librería de Massa y regresé a la 4ta Avenida a rebuscar en las tablillas. Ese día maravilloso salí corriendo a la hora de almuerzo me fui a Strand en la 12 y Broadway, a la vuelta de la esquina de la 4ta Avenida, y en el laberinto de anaqueles encontré el Small Wars Manual del Marine Corps y manuales de supervivencia, de explosivos, de contrainsurgencia, de técnicas de interrogatorio (tortura) de la Escuela Francesa (desarrollada en Vietnam y Argelia) de Massu (el famoso “Mathieu” de la peli La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo), Ausseresses, Bigeard, Trinquier, Galula, et al, así como monografías de las clases que habían impartido en Fort Benning y en la School of the Americas (SOA) en Panamá desde 1961 para oficiales de contrainsurgencia e inteligencia gringos y latinoamericanos que importaban de nuestros países para lavarles el cerebro con el rollo de la Guerra Fría y el Anti-Komunismo, con K como lo había definido Juan José Arévalo en su famoso libro.
Me iba quedando pasmado con la información que surgía de aquellas páginas y que echaba sal en las heridas todavía abiertas de Guatemala en el ’54, del Congo en el ’60/61, de Kennedy en el ’63, de Brasil en el ’64, de Santo Domingo e Indonesia ahí cerquitita en abril y septiembre del ’65 respectivamente y se me reveló la mano negra de los hermanitos Dulles. Más grande aún ―y más positivo― fue el pasme cuando mis dedos espulgaban los lomos de los libros en inglés sobre América Latina y uno amarillito llamó mi atención y lo halé: Banana Gold de Carleton Beals, Philadelphia, Lippincot, 1932.
Apenas abrí el índice me saltó de nuevo el ocelote: era un relato del viaje de Beals al campamento de Sandino en Nicaragua en febrero de 1928 para realizar la primera y única entrevista con el general para The Nation. Había referencias al New York Times, a The Nation, a Harper’s, a The New Republic que me sacaban del callejón sin salida donde me había dejado tirado y maltrecho la biblioteca de la 42 y me abrían una autopista de posibilidades de investigación.
Salté y bailé entre risas de felicidad abrazado al libro amarillo y azul y la gente me miraba como si fuese un orate, pero yo no estaba ahí en la librería Strand, sino en el interior de mi psiquis. Mi Alter Ego Libertario tenía acorralado a mi Ego Colonial abura’o a golpes contra las sogas y con un dedo en su cara le decía: “Te vas pa’l carajo de aquí; y no te liquido ahora mismo porque eres la clave para entender a mi gente sometida en el futuro, cuando los güevos se pongan a peseta. Te voy a meter en un calabozo oscuro como los hijueputas metieron a don Pedro y a los nacionalistas para que dejes ese jodido lamento borincano, el fokin ay bendito y el derrotismo y aprendas a seguir a tu corazón valiente y no a tu barriga esmayá, canto ‘e comemierda”.
Pagué los tres pesos del libro y salí subrepticiamente como quien había encontrado un tesoro y no quería que los destellos que el oro de Banana Gold emitía dentro de mi mochila llamaran la atención de los otros cazadores de libros que merodeaban dentro de la Strand. Cuando salí loco de contento con mi cargamento a la calle 12 me azotó en viento frío de noviembre…y el hambre. Sólo me restaba media hora de almuerzo. Me fui al tranco del Marahuaka hasta la Quinta Avenida y calle 8, frente a One Fifth Avenue, donde Lionel tenía su carrito Sabrett con los mejores hot dogs de la ciudad, frente por frente al Arco, a la vuelta de la esquina de mi trabajo en 5 Washington Square North.
Le pedí dos: estaba partí’o por el medio de hambre. La aventura intelectual, la epifanía espiritual del hallazgo y el triunfo me dieron un hambre del carajo. Como era cliente fijo de Lionel el diálogo era escueto:
—Same as always?
—Yep
Y me preparaba rápido y con esmero dos con sauerkraut, relish de pickle e inyección masiva de mostaza, un Yoo-hoo de botella y me pasaba el pote de sal. Siempre movía su cabeza en negación, impresionado con la cantidad de sal que yo polvoreaba sobre los perros calientes.
—You gonna get gall stones, Diego
—Don’t worry. Bro…
Me senté en el murito del jardín de 2 Fifth Avenue al lado del banco de teléfonos públicos de la esquina y le entré al primer hot dog y al libro con cuidado de no mancharlo de mostaza. Me fui al índice y me salté como treinta capítulos que contaban el viaje de Beals ―del D.F. hasta Danlí, la Perla del Sur de Honduras, el umbral de Las Segovias de Nicaragua y del campamento de Sandino― y me fui directamente a conocer a Sandino en el capítulo XLI. La narración de Beals era novelística, de prosa fluida y clara; rica en detalles, en nuances culturales y políticas, definitivamente un gringo del lado de acá. Me cayó súper bien. Ahí estaba el ocelote:
“Sandino era de baja estatura, tal vez no mida más de cinco pies. En aquella mañana de nuestra entrevista vestía traje nuevo de color kaki casi negro, y botas altas de montar brillantemente lustradas. Llevaba anudado al cuello un pañuelo de seda rojinegro. Su sombrero Stetson de alas anchas y encarrujadas echado un poco sobre la frente. De cuando en cuando, mientras conversábamos, echábase bastante atrás el sombrero y daba tironcitos a la silla hacia adelante.
Este gesto dejaba ver su pelo negro y lacio y una frente despejada. Su cara es enjuta desde las sienes hasta la recia base posterior de la mandíbula que se aguza con firmeza hacia el mentón. Sus cejas se curvan con regularidad sobre unos ojos líquidos en los que no se ven pupilas, de tan negros; ojos de intensa y expresiva vivacidad, y de refracción a la luz. Sandino no tiene ningún vicio, y sí un claro sentido de la justicia, y ojos siempre atentos al bienestar del más humilde soldado.”
Ahí estaba en vivo y a todo color el vencedor de los yanquis, retratado por un yanqui cabal que se oponía la política intervencionista del gobierno de Coolidge y había pasado la zarza y el guayacán para llegar hasta el supuesto bandido y comprobar que en realidad Sandino era un patriota que peleaba con las armas en la mano contra la invasión de una potencia extranjera en su país. Cualquier similitud con los nacionalistas en Puerto Rico es mera coincidencia.
En la introducción Beals contaba que los artículos originales habían sido publicados en The Nation en el volumen 126 correspondiente a febrero-abril de 1928 y mencionaba dos que habían tenido gran repercusión hasta entre la prensa corporativa: On the trail of Sandino y The bandit is a patriot debatidos en editoriales, op/eds de un tal senador Borah y cartas de los lectores en el New York Times en las cuales Beals defendió sus posiciones y rebatió acusaciones de bolchevismo de parte del Secretario de Estado Kellog. La cosa se había puesto caliente y mi deseo más fervoroso era irme corriendo al NYT y a The Nation a ver todo eso en microfilm. La zambullida en el texto de Beals fue tal que casi se me pasan los quince minutos que me restaban para regresar a mi trabajo y al darme cuenta salí a las millas sin despedirme de Lionel con los dos hot dogs atragantados.
Mientras corría por Washington Square North fragué mi plan. Llegué directo a la oficina de Mrs. Clara Cohane, la irlandesa jefa de la oficina de Graduate Recording, donde trabajaba, con quien tenía buenas migas por causa de nuestras mutuas luchas y mi sangre irlandesa por parte de madre: ella sabía que yo era independentista y yo sabía que ella era IRA all the way.
Yo le había contado cómo don Pedro en 1916 a raíz de la Easter Rising en Dublin había defendido a Collins y De Valera hasta la muerte en los duros debates en Harvard contra los ingleses y los gringos oligárquicos que apoyaban la corona inglesa y su derecho de dominar a Irlanda y ella quedó fascinada conmigo y yo con ella. Se parecía mucho a mi tía Belén Barnés, menuda, sonreída, empolvada y olorosa a lavanda. Sin mucho preámbulo ―porque ya venía tarde para el trabajo― le pregunté si ella sabía algo sobre el general Sandino de Nicaragua. Nada. Entonces le conté de mi descubrimiento y de la necesidad imperiosa de yo ir mañana mismo al New York Times y a The Nation para ver qué otras cosas encontraba, que la curiosidad me carcomía y que necesitaba que ella me diera el día libre y me lo contara como sick day para que no me descontaran el día de mi sueldo.
―Con una condición ―me dijo.
―Seguro ―le respondí.
―Que me lo cuentes todo ―me dijo y sonrió bondadosa como titi Bebe.
***
Esa madrugada tuve suerte con el taxi, pues me tocaron dos viajes a Kennedy y en las largas esperas en la fila ―para no volver a Manhattan vacío― devoré Banana Gold y sentí una identificación total con la defensa de la soberanía de Nicaragua que Sandino hacía ―preclaro― en la entrevista con Beals. Me fascinó conocer a través de su prosa al general Manuel María Girón Ruano, guatemalteco, al coronel Colindres, al capitán Ortez y al capitán Altamirano, al coronel J. Santos Rivera que traía un mensaje de Sandino enrollado en la batería de su flashlight y a la Teresa Villatoro, amante de Sandino, quien le regala a Beals dos cajetillas de Camel que ella le había quitado a un marine muerto―; en fin conocer del entorno humano e histórico alrededor de este guerrillero vencedor de Nicaragua, predecesor desconocido del Che.
Mientras surcaba en mi taxi las calles desiertas de la ciudad en la madrugada, mi mente volaba sobre el paisaje insólito de lagos y volcanes de Nicaragua, por esa Nueva Segovia de picos afilados como lanzas vestidas de blanco, niebla que Beals describía con tanta alma y detalle. Dentro de la euforia que el “descubrimiento” me causaba surgían preguntas por un tubo y siete llaves. ¿Cuándo habían invadido los yanquis? ¿Por qué? ¿De dónde surgía Sandino? ¿De dónde salía el ethos para enfrentar la invasión? ¿Cómo había organizado su ejército? ¿De dónde sacaba armas y municiones? ¿Cómo era la fortaleza de El Chipote que acababa de abandonar y había dejado a los yanquis peleando una semana contra una multitud de monigotes de paja con una astucia clásica de Sun Tzu? ¿Qué batallas había ganado? ¿Cuáles había perdido? ¿Y esa Teresa, su amante? ¿Y esa Blanquita, su esposa, que recibe a Beals con un cafecito recién colado a las tres de la madrugada en San Rafael del Norte?
Y esas mujeres y niños de los campamentos, ¿cómo habían llegado a sus filas? Había mucho que averiguar y cuando mi imaginación fue juntando las viñetas de Carleton Beals me di cuenta que Sandino, más que historia, era una película de un héroe mítico nuestro olvidado en libros y periódicos polvorientos que el enemigo consiguió ocultar muchas décadas, ma non troppo. De sacudir el polvo y des-olvidarlo me iba a encargar yo, empezando mañana por la mañana en la sala de microfilm de la hemeroteca del NYT en 229 West 43rd.
***
Me recibió Miss Curtis, una señora sesentona, como si hubiese sido cortada por la misma tijera que Mrs. Cohane: bonita, irlandesa, bien vestida, empolvada, simpática y discretamente perfumada. Después del rutinario rollito burocrático, colocó sobre la mesa un índice temático voluminoso correspondiente a la “S” y encontré la primera mención a Sandino en el microfilm correspondiente a julio de 1927. Miss Curtis me recomendó que me llevara los seis microfilms permitidos (julio-diciembre 1927) a la cabina para no tener que estar yendo y viniendo y poder concentrarme en la tarea. Enhebré el rollo de microfilm en el visor con destreza ―recordando claramente cómo el Viejo me había enseñado a enhebrar el proyector Apollo de 8mm que la Vieja me había traído de Nueva York cuando yo tenía seis años― y apareció la primera página del NYT del 1ro de julio de 1927. La época se asomó por la pantalla luminosa del microfilm: Lindbergh celebrado en San Francisco/Sacco y Vanzetti a punto de ser freídos en la silla eléctrica/Al Capone disputa territorios con Bugs Moran en Chicago/La Prohibición se mantiene afirma Carrie the Hatchet/Entrevista con Coco Chanel sobre el atuendo de la mujer moderna.
Corregí rápido el desvío y miré las notas que había sacado del índice y me fui directo al 18 de julio a ver una nota de AP (Associated Press) sobre el ataque de un “rebel chief” a los marines en la ciudad de Ocotal. Era una nota triunfalista. Se destacaba la victoria rotunda de los 38 marines comandados por el capitán G. D. Hatfield
y los 49 guardias nacionales comandados por el teniente Darnall sobre 400 bandidos comandados “por un tal Sandino que se hace llamar general”. La aviación se había destacado al defender a los marines y los guardias sitiados por los sandinistas en sus respectivos cuarteles. El mayor Ross E. “Rusty” Rowell acababa de inventar el bombardeo
en picada con sus seis De Havilland DH-4B del Observation Squadron VO1 M para destrozar a los rebeldes con ráfagas de proa al lanzarse en picada sobre el enemigo, soltarle una bomba de 17 libras y una segunda ráfaga de balas .30 de la Lewis giratoria de popa al reganar altura para repetir el patrón.
Según el reportaje, los marines sufrieron un muerto y un herido; los guardias nacionales tres heridos y cuatro capturados y los rebeldes 300 muertos.
“Unjú, sí Pepe…”, dije yo para mis adentros al darme cuenta que la manipulación del body count ―que acá en 1967 era consuetudinaria con las cifras de los muertos en Vietnam en los periódicos y telediarios―; esa tradición al parecer se remontaba a Sandino y Nicaragua. Claro ellos siempre son los cheches ―los Rambos, podemos decir desde hoy día―; tres de esos cheches cowboys se cargan güele mil indios en las pelis de indios y vaqueros que nos arrempujaron desde chiquitos, con la contrariedad colonial que todos mis amigos se identificaban con los cowboys y sólo mi hermano Cheo y yo nos identificábamos con los indios.
Y ese no era el único paralelo que encontré entre Vietnam y Nicaragua mientras me adentraba en los microfilms del segundo semestre de 1927.
La guerra contra Sandino en Nicaragua ―al igual que la de Vietnam― no había sido declarada por el Congreso y era llamada por sus críticos la guerrita privada del Presidente Calvin Coolidge y su Secretario de Estado Frank B. Kellogg.
Sí, Kellogg el del Premio Nobel de la Paz, el del Pacto Kellogg-Briand, que prohibía la guerra como método de resolver conflictos internacionales, ja, ja, ja ―cualquier similaridad con Obama en nuestros tiempos es pura coincidencia― donde quedaba patente cómo los blancos gringos y los blancos europeos ―como los noruegos del Nobel― se metían embustes entre ellos y a nosotros los pueblos coloniales, a través de la fábrica de embustes de Hollywood.
Pero ahí no quedaba el paralelo y en la medida en que avanzaba el 1927 descubrí que esa guerra ―al igual que la nuestra de entonces en Vietnam― tenía opositores fervorosos en el Senado, en la Cámara; entre las iglesias, los sindicatos, los wobblies, el Anti-Imperialist League, el American Civil Liberties Union, el NAACP y los grupos comunitarios de minorías y emigrantes. El grupo de opositores políticos era liderado por el Senador Borah, (R-Idaho). Renegado del GOP, lo llamaban Coolidge y Kellogg, Chairman del Comité de Relaciones Exterior del Senado bajo cuyas narices el dúo dinámico le había pasado como un strike su guerrita ilegal en Nicaragua. Y eso lo había dejado furibundo y sin piedad.
Desde 1925 Borah venía criticando en la revista Forum la política abusadora del GOP en su brillante artículo The fetish of force. Lo secundaban muchos legisladores demócratas y republicanos que incluían a La Follette, Norris, King, Wheeler y muchos más ―(al igual que los nuestros hoy día (1967): Fullbright, Bobby Kennedy, Gene McCarthy, George Mc Govern, Bella Azbug, Ron Dellums, Andy Young)― que no paraban de denunciar la ilegalidad e inmoralidad de esa guerra abusadora contra una república hermana saqueada por los pulpos de Wall Street, socios del dúo dinámico Coolidge-Kellogg. Los artistas estaban liderados por el célebre humorista y actor Will Rogers y por Mary Pickford, Douglas Fairbanks y Charlie Chaplin, estrellas del incipiente Hollywood; al igual que los de nuestra época: Jane Fonda, Donna Reed, Muhamad Ali, Charlton Heston, Gregory Peck y Burt Lancaster.
Mi quijada se caía más y más con cada paralelo que aparecía. Encontré un anuncio del Hands off Nicaragua Comittee, convocando una marcha de primavera por la Quinta Avenida con mitin protagonizado por el Senador Borah, Will Rogers y Mary Pickford en Union Square en la 14. Y otras marchas y mítines con la presencia de Sócrates, el hermano de Sandino, en Nueva York, Chicago, Philadelphia y Washington, D.C.
Nosotros habíamos marchado el 15 de abril 1967 desde Central Park por la Quinta hasta las Naciones Unidas para demandar el cese de la agresión contra el pueblo vietnamita. Hacía menos de un mes, el 21 de octubre, habíamos marchado más de 100 mil militantes sobre el Pentágono en Washington junto a Joan Báez, Angela Davis, Coretta King, Martin Luther King, Norman Mailer, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Jerry Rubin, Abbie Hoffman, Jane Fonda, Tom Hayden y muchas otras lumbreras del movimiento opositor.
Anda pa’l cará’, la historia se repetía. ¿Serán brutos? Meten las patas hoy en Vietnam igualito que 30 años atrás en Nicaragua.
No. Nada d’eso.
Eso es otro de los embustes y disfraces que ellos quieren que creamos para confundir. Se ven menos peligrosos brutitos que siniestros como son en la realidad y cuando te vienes a dar cuenta tienes su puñal clavado hasta el ñu en la espalda. Juan Bosch (depuesto por ellos el 25 de septiembre de 1963 e invadida la República Dominicana en abril del ‘65) los había desenmascarado hacía apenas un año (1966) con su libro revelador: Pentagonismo, sustituto del imperialismo.
Trataba sobre la promiscuidad entre los militares y los fabricantes de armas buscando expandir sus mercados y ganancias a través de guerras y guerritas alrededor del globo con la excusa del anti-Komunismo; y cuando cayó el muro de Berlín, ya en nuestra época, y se acabó el kuko del komunismo, demoraron una década en reestrategizar la Doctrina de Santa Fe e inventarse el New World Order, el 9/11 y el bushismo (Senior y Junior): guerras preventivas contra el terrorismo: lo que en este Siglo XXI ya es pan comido: Palestina, Irak, Afganistán, Libia, Somalia, Yemen, etc., etc., etc.
Al adentrarme más y más en los microfilms del ’27 la película se ponía mejor. Después de las derrotas de Ocotal y San Fernando, Sandino finge su entierro ―con su sombrero inconfundible sobre el ataúd― y gana tiempo para desaparecer en las sínsoras de El Chipote y con la ayuda Girón Ruano cambia de táctica, reinventa la guerrilla y la pone a prueba en El Zapotillal, donde derriban el primer avión y ejecutan a los pilotos, y luego La Conchita, Guanacastillo, Las Cruces, etc. y comienzan a cobrarse las mutilaciones de los yanquis: decapitaciones y corte de orejas (tal cual Vietnam) que motivan a los sandinistas a inventar cortes a machete sofisticados
(corte de chaleco, de cumbo, de cigarro, etc.) que dejan a los yanquis gritando del terrible dolor del hierro hendiendo la carne hasta el hueso y la imperiosa necesidad de la morfina a la cual se hacen adictos. Es el tiempo del jazz y la morfina; la Prohibición y las flappers: los rugientes años veinte (the roaring 20’s) que desembocan en la gran depresión apenas dos años más tarde. El 1ro de julio en su primer manifiesto desde la mina de oro de San Albino ―propiedad de un yanqui, que los marines no pudieron proteger por más que se reventaran la garganta gritando que estaban en Nicaragua sólo para proteger vidas y propiedades americanas― Sandino los tenía calados:
“Venid gleba de morfinómanos, venid a asesinarnos a nuestra propia tierra, que yo os espero a pie firme al frente de mis patriotas soldados sin importarme el número de vosotros; pero tened presente que cuando esto suceda, con la destrucción de vuestra grandeza trepidará el Capitolio de Washington, enrojeciendo con nuestra sangre la esfera blanca que corona vuestra famosa White House, antro donde maquináis vuestros crímenes”.
La película se ponía cada vez mejor y me era imposible anticipar que el martes iba mejorar superlativamente.
Los martes llegaban a la banca de revistas y periódicos extranjeros en la mera punta del triángulo de Times Square dos revistas argelinas en francés Jeune Afrique y Africasia donde sus editores y articulistas informaban del acontecer de las luchas independentistas de África y Asia y del desarrollo de los programas de descolonización estrictamente supervisados por la ONU en los nuevos países libres y soberanos que acababan de libertarse de sus metrópolis.
Yo iba todos los martes religiosamente después del trabajo a comprar las revistas junto a mi amigo anarquista cuáquero escocés Andrew Wheeler (trabajaba con Irma en Admissions); y luego a leer y comentarlas en un café griego a la vuelta de la esquina. Ese día frío de fin de noviembre me dio un frisson epique que me estremeció hasta la médula al leer ―en la minúscula sección que Africasia le dedicaba a América Latina― que el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de Nicaragua acababa de sufrir un revés en Pancasán, donde habían caído muchos compañeros y los sobrevivientes se habían desaparecido en el corazón de la montaña para acumular fuerzas, reorganizarse y retomar la ofensiva contra la Guardia Nacional de Somoza.
¡¡Anda pa’l carajo!!
Los Sandinistas continuaban peleando contra los esbirros del último marine que los yanquis habían dejado en Nicaragua: Anastasio (Tacho) Somoza García, ahijado político de Roosevelt, quien ante las críticas decía: “Yo sé que es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.”
La lucha de Sandino y su pueblo había trasvasado su generación y sus descendientes seguían combatiendo en toda Nicaragua contra el heredero de la dinastía de dictadores impuesta por los gringos en Nicaragua: Anastasio (Tachito) Somoza Debayle, con su cara de demente siniestro.
La película cada día se ponía mejor, ¡sí!
Ahora: ¿cómo rayos se hacen las películas?
***
(continuará)
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