Un pájaro sobrevuela el río. La calma es la catástrofe de Ángel Darío Carrero.
Antes de morir, aquejado por la enfermedad, Ángel Darío Carrero (Puerto Rico 1966-2015) escribió y revisó los poemas que componen su libro póstumo, La calma es la catástrofe (2023).[1] Acompañados por varios de sus dibujos, que aquí no comparto,[2] podría decirse que la brevedad de estos textos recoge la intensidad y el sentido del aliento de quien reconocía el límite de su vida en esta tierra.[3] En un mundo que transita entre el azoro, la mentira y el simulacro, el encuentro con sus palabras es bálsamo y refugio. Se traduce en un acontecimiento que potencia la instancia de intimación con la escritura de esta experiencia poética.
no entiendo
esta fatiga
de los materiales
del cuerpo
no es para entender (23).
Los poemas no sólo hablan del padecimiento real del cuerpo. Hablan, también, de lo que se transforma hacia la posteridad en la palabra y en la incrustación de los trazos dibujados en la página. No es extraño que, Eduardo Lalo, en una nota-poema que antecede al libro, amorosamente juegue con el nombre del poeta, Darío, y la imagen del río que se ofrece como una voz que ha de ser escuchada. “En el río consumado / permaneces / Darío // Escucho” (6). El río, cuerpo de agua del mito y la vida, es imagen fundamental: Heráclito, las coplas de Manrique, Julia de Burgos, el Río volcado (1968) de Ribera Chevremont, etc. Este río de la memoria que canta, permanece y se renueva, y que, para Carrero, puede ser el mar que no lo traiciona (20), es obsequio para quien lee y aprende a seguir, mirando y escuchando, la dirección de su flujo. Sea que continúe en su cauce o derive en afluentes, sus aguas desembocan hacia la certeza de un exacto porvenir y hacia la inaudita incertidumbre de la contingencia ubicada entre la catástrofe del cuerpo y la calma de la palabra.
lucho
el muro es alto
no puedo
empujarlo
tampoco saltarlo
escucho humildemente
lo que canta
al otro lado (27).
Aquí, como sucede en sus otros libros (La llama del agua, 2001; Perseguido por la luz, 2008), estos brevísimos poemas tienden al verso mínimo que a veces se quiebra y divide, distribuyéndose su imagen textual en la superficie de la página. El gesto no es meramente vocación de lenguaje fragmentado ni es sólo la búsqueda de un decir que desobedezca al orden habitual de los versos. En cambio, sus poemas “expresan […] un ahondamiento en la experiencia humana, [y] una constante preocupación por la escritura misma” (“Sensei”). Justamente, en esta escritura se escucha y espera con paciencia: “los pelícanos / perfectos clavadistas / sobrevuelan largamente en el silencio / contemplan el movimiento de la vida / trazan la línea directa hacia la presa verbal…” (22). La forma de estos poemas –su brevedad, precisión y quiebre– devela intersticios en el espacio, el lenguaje y la vida. Propone pensar la fragilidad del cuerpo y el límite que la mortalidad supone en la experiencia de la voz que escribe y habla.
Me he reducido
al tamaño
de los insectos
que iluminan
la noche
con sus miedos (10).
Dado que el aliento vital decae, la necesaria paciencia del silencio de la escritura en estos poemas supone una intensidad distinta. Se expresa, sobre todo, ante la proximidad de la muerte. Siempre como designio de lo vivo, la evidencia del padecimiento, la vuelve horizonte ineludible. Es lo que, latente y sin opción, tiene que contenerse en la urgencia para que el poema no se trunque. Con esto se impulsa a las escasas fuerzas a escribir y revisar aquello que, como forma poética, testimoniaría la transformación de la escritura y del cuerpo acechados por la enfermedad y el tiempo. Ante la inminencia, dice: “una parte de mí ha muerto ya / la otra calla” (18). De ello proviene la claridad que reconoce: “cercano al precipicio / la noche irrumpe / para deshacer / el nudo de los milagros” (13).
El libro, además, contiene una nota de la artista Consuelo Gotay, quien diseñara la edición, titulada, “En su memoria”. Indica aquí que la publicación de estos poemas permitió unir la escritura y los dibujos de Carrero en un solo libro. Los dibujos, de color vino y trazos de intensidad, dirección y grosor variado que acompañan a los poemas, muestran: rostros casi humanos, cuerpos incompletos y dobles, ojos que miran y que a veces se niegan a mirarse, figuras espiralizadas enredándose, esperando o en contemplación, formas indefinidas y curvas, seres zoomórficos como pájaros o como ángeles con manchas de leopardo o jaguar. Los dibujos, que parecen flotar en la página, son una y otra cosa: inaprensibles y evidentes en su confusión; con formas circulares; con líneas cuyo flujo hace pensar en el agua; con figuras que parecen bocas abiertas y cuyas tiernas sonrisas fueran las de seres que se inclinan en un gesto amoroso hacia el exterior. Gotay también comenta que la idea de Carrero era publicar estos poemas (y los dibujos) a modo de regalo para quienes estuvieron cerca de él en su enfermedad. Se trata de un libro que se obsequia en agradecimiento. Hay que pensar que las obsequias o exequias son una manera de honrar la memoria de una persona que ha fallecido. Solo que aquí es ésta quien ofrece y da “el río / en la luz entregada a la noche” (Lalo 6) a quienes, por ahora, permanecemos en esta orilla.
La suma del encuentro entre el dibujo y los poemas en tanto que obsequias fúnebres y regalo de amistad, recuerda una hermosa tradición practicada en Japón en la que se escribía un poema poco antes de morir.[4] (Lalo lo observa en su texto, “Sensei”). A su vez, remite al legado de la gran tradición poética náhuatl, “in xochitl in cuicatl” (la flor y el canto), donde meditaciones sobre la muerte, la poesía y la amistad son comunes.[5] La asociación que hago obedece también al sentido que evocan las líneas y las palabras. Tanto la escritura japonesa como el sistema pictográfico de los códices náhuatl, suponen formas en las que lo pictórico y lo conceptual se aúnan. La escritura es imagen dibujada y el dibujo escribe. Carrero hace algo similar mediante la comunión de una y otra en la espacialidad de la página, pero sin que ello implique reciprocidad entre ambas. Aun así, en uno de los poemas se prefiere “adquirir el don / de la ceguera” (19) para no ver o verse, como tal vez sucede en algunos de los dibujos que contienen figuras con ojos (8, 12, 14, 19, 21). Los dibujos de pájaros o figuras aladas (8, 10, 12, 22, 23, y un cuervo en la 25) con ojos en forma de espiral, son otro llamativo ejemplo de esta vinculación. “The evidence suggests […] that the ancient Japanese believe that the dead turned into birds, or perhaps that birds carried them to another world. […] Many death poems reflect these beliefs” (Japanese… 34). ¿Es esto lo que quiere indicar la cercanía de sus poemas de muerte y las imágenes de los pájaros, cuyos ojos no permiten asegurar si miran, descansan o esperan?
El dibujo final del libro muestra una figura que parece ser humana. Su rostro está posicionado hacia el exterior de la página. Sus ojos, ya no espirales, son líneas de mínima expresión, como así lo son su nariz y su boca. El pelo, largo, le sobresale, lo que le da un aspecto animal, mientras que sus piernas y sus pies están trazados con líneas curvas. Lo que me intriga son sus manos. Con el torso ligeramente echado hacia atrás, el pecho oscurecido y los brazos unidos al cuerpo, sus manos apenas se extienden abiertas como si con dificultad recibieran y ofrecieran. ¿Qué quieren dar y qué esperan recibir? Pienso, por ejemplo, en estas palabras de un ensayo de Carrero: “Tan pronto pude contemplarme como otro, me sentí perseguido por la luz. […] Tal vez la aspiración secreta de toda mi poesía sea la de callar para revelar, ser una huella muda que muestre el paso de esa luz” (Lo que canta… 28). En la antología que contiene estas palabras se muestra como otro en una foto tomada por Adál Maldonado. Cuando se le ve ahí con ánimo y lleno de vida, sabiendo que ya no está, hay que agradecerle por el regalo de su obra. Como si fuera un amigo que regresa, su trabajo es una invitación a escuchar la calma y la catástrofe del río que se obsequia, aprender lo que canta el pájaro poeta de este y del otro lado, dejarse perseguir por la luz. Todavía y siempre nos quedan sus palabras.
Bibliografía
Carrero, Ángel Darío. La calma es la catástrofe. Custodia Franciscana del Caribe, 2023.
—. Lo que canta al otro lado. Antología poética (2001-2005). Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2016.
Díaz, Francisco Javier. “La calma es la catástrofe”. El Nuevo Día. 26 de marzo de 2023. https://www.pressreader.com/puerto-rico/el-nuevo-dia1/20230326/281694029031714
Lalo, Eduardo. “Darío”. La calma es la catástrofe. Custodia Franciscana del Caribe, 2023. P. 6.
—. “Sensei”. 80grados. Prensa sin prisa. 18 de marzo de 2016. https://www.80grados.net/sensei/.
Iwasaki, Fernando. “El lugar de las revelaciones”. Lo que canta al otro lado. Antología poética (2001-2005) de Ángel Darío Carrero. Instituto de Cultura Puertorriqueña, 2016. Pp. 9-16.
Gotay, Consuelo. “En su memoria”. La calma es la catástrofe. Custodia Franciscana del Caribe, 2023. P. 7.
Japanese Death Poems. Written by Zen Monks and haiku Poets on the Verge of Death. Introducción y comentarios de Yoel Hoffmann. Charles E. Tuttle Company, 1986.
La tinta negra y roja. Antología de poesía náhuatl. Edición bilingüe de Miguel León Portilla. Ediciones Era, 2012.
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[1] Los poemas que componen este libro primero aparecieron en la antología Lo que canta al otro lado (2016). Entre una y otra edición, hay algunas modificaciones en el orden de los textos y en los poemas propiamente. No es este el momento para hacer una comparación de estos cambios, pero sería algo a considerar en un trabajo con otro enfoque y de otra extensión.
[2] Ha sido muy difícil contactar a quienes podrían haberme otorgado el permiso para compartir o reproducir los dibujos de Carrero en esta nota. Por otro lado, el formato digital en el que se publica este comentario, tal vez no le hubiera hecho justicia a la belleza artística del diseño del libro como pieza de arte. En este sentido, tengo la sospecha de que la calidad de los dibujos reproducidos digitalmente, no habría dado cuenta de su fuerza expresiva ni de la extraña delicadeza que hay en sus líneas.
[3] Explica Fr. Eddie Caro Morales: “Ángel Darío era obsesivo editando sus textos y en el lecho de muerte, casi ciego, donde no se podía casi ni mover, todavía tenía cabeza para editar. Yo le amplié los textos y él me daba instrucciones de qué hacer. Estuvo editando los textos hasta antes de morir” (Díaz).
[4] Ver en la bibliografía Japanese Death Poems (1986).
[5] Ver en la bibliografía La tinta negra y roja. Antología de poesía náhuatl (2012).