Una profecía cómica
«Asombrado por el desafío del Tercer Mundo a la ciencia electrónica del Primero, molesto porque el detector de seguridad no detectó la materia infanda, el capitán o chofer de la guagua aérea reclama la identificación del dueño o la dueña de la pareja de jueyes». La guagua aérea, Luis Rafael Sánchez
“Bajo la arena compacta y agria del manglar,
los cangrejos en sus mónadas
sus negras bocas abren” Día antes, Juan Carlos Quintero Herencia
Hay algo en la carcajada, esa potenciación alevosa de la risa, que se ríe hasta de la sociología. La gran carcajada, la que hace juntillas con el sublime absurdo de la vida, es un arma que desarma. Cuando, en La guagua aérea, (uno de los textos más populares de la literatura puertorriqueña) el narrador, a medio camino entre la elocuencia del ensayo y la modestia de la crónica, describe lo que tienen en común los pasajeros de ese mítico vuelo quiquiriquí, Puerto Rico es ya más que una mera geografía, e incluso más que un campo de estudio, es una raza cómica:
“Carcajadas llamativas por el placer y la ferocidad que las transportan. El placer, no hay más que verlo, expresa una automática convergencia. La ferocidad, no hay más que mirarlo, trasluce inolvidables resentimientos.”
Risa nerviosa y feroz, se diría, válvula de escape para la ansiedad del viaje, del que intuye que su destino no es la llegada sino el viaje mismo, la economía del tránsito diaspórico. Hay, cómo negarlo, una vulgaridad exhibicionista y grotesca en la carcajada. Embarazosa, dirán algunos. La carcajada es barroca, tercermundista, resentida, colonial, colonizada, la carcajada es puertorra, parece decirnos Sánchez. Úsese sin discreción, parece añadir.
La guagua aérea está escrito con el rigor esquemático y maniqueísta del Western. Los puertorros son los buenos, los indios, los que se ríen. Los gringos (la azafata aterrorizada por dos jueyes que se escapan por el avión y el piloto que trata de identificar al delincuente que los dejó escapar) son los vaqueros, incapaces de reír. La risa les es ajena.
Y en medio de ese claroscuro originario están los jueyes. Entre el miedo que detona la irreverencia y el miedo que se escuda en la ley, dos jueyes. Dos jueyes desperdigados en el interior de un avión en movimiento, en tránsito, son una imagen doble, gemela, del “hampón tofete y buscabullas” ¿Quién está más asustado, en el fondo? ¿Quién se escuda entre el miedo, la risa y la ley? ¿Los pasajeros? ¿Los tripulantes? ¿Los jueyes? He ahí un extraordinario acertijo. El movimiento de los jueyes pareciera debilitar la direccionalidad progresista de la nave, reducirla, chiquitearla, convertirla de repente en zizagueo, en vacilón, ponerla a sudar, ningunearla, tornarla en ritual pre-histórico, en danza macabra.
¿De qué cueva habrán salido?
El ataque a las torres gemelas es el evento mediático de nuestros tiempos. De cierto modo el evento y su reproducción son ya lo mismo. Nada se ha retratado ni filmado más. De ese percance no queda prácticamente nada que imaginar. En cambio, de la escena del interior de los cuatro aviones en movimiento, convertidos en proyectiles mortales, ¿qué puede decirse? El teatro de ese interior permanece mudo, reticente, misteriosamente elidido de la escena del espectáculo mediático.
Hoy, casi treinta años después de la publicación de La guagua aérea y a una década de aquel 11 de septiembre, quizás no esté demás decir que haya algo profético y promisorio en la carcajada de La guagua aérea, algo más determinante, incluso, que la tan elogiada elocuencia de Sánchez, que a veces, hay que decirlo, le cierra el paso a la ferocidad de la literatura. La profecía, aclaremos, no adivina el futuro. Más bien anuncia una falla reiterada, repite una vez más, en otro registro, el fracaso, la deuda incumplida del pasado, de esa parte balbuciente del pasado que era su futuro.
Y acaso de algún modo hoy, en estos tiempos tan tristes y macabros, el interior de esa nave reducida a guagua con ese piloto rebajado a chofer sea una teatralización posible de la inminencia de lo inimaginable: dos jueyes jaquetones salidos de alguna cueva del manglar, desperdigados por la libre a lo largo de un avión, y una carcajada grande, legión, aérea, omnívora, entregada a las fauces de sus presentimientos.