Vivir para sobrevivirla
Literatura de catástrofes
Pocos desastres naturales han sido tan alegóricamente privilegiados como los huracanes, en ese campo que podríamos llamar de la literatura de las catástrofes. El cubano Fernando Ortiz, por ejemplo, consideraba a Rubén Darío “el gran poeta de la América de huracanes”. Y, aunque estos meteoros atmosféricos provocaran, una y otra vez, destrozos mayores en todo el Caribe, la gran literatura de la región les confirió un lugar de primacía. “Huracán, huracán, / venir te siento, y en un soplo abrasado / respiro entusiasmado / del Señor de los aires el aliento…”, escribió José María Heredia en su afamado poema a la tempestad.
En Puerto Rico, Luis Lloréns Torres también otorgó al ciclón una función creadora de nuestras naciones antillanas, afirmando que “tal vez las hijas de un ciclón somos”. Su discípulo Luis Palés Matos nos ofreció la síntesis mayor de toda esa visión en sus poemas épicos sobre el mar y los huracanes del Caribe, que chocan siempre con los sueños perennes de libertad de la región entera. Loco huracán del trópico, que “rasga con uñas de ráfagas cortantes / la camisa de fuerza que le ponen las nubes”. Y aunque Palés nos legó ensayos críticos importantes sobre la cultura afroantillana y el medioambiente tropical, fue René Marqués, en su novela La víspera del hombre, quien consagraría el lugar de la temática de los huracanes en la prosa caribeña.
Lloréns Torres y Palés Matos vivieron durante uno de los contagios más terribles en la historia moderna de la humanidad: la epidemia de gripe de 1918. Esta tuvo un efecto devastador en Puerto Rico, en que, según el informe del gobernador Arthur Yager al Departamento de Guerra de Estados Unidos, murieron 11,000 personas. Pero no conozco, ni en la lírica de Lloréns ni la de Palés, ninguna creación que aborde este tema de manera central. La salvedad sería quizás la segunda versión del poema Mulata-Antilla, en que Palés enumera “las pestes”, junto a los ciclones y las codicias, como uno de los obstáculos siempre presentes de la lucha libertaria en el Caribe.
De nuevo, no es fácil despertar la musa con el tema de las epidemias. Aunque, para ser justos, sí hay en la historia del Caribe un episodio en que estas parecen haber estado del lado de la “libertad cantando en las Antillas”. Me refiero al papel de la fiebre amarilla en la Revolución Haitiana, dado su efecto desigual y devastador sobre las tropas francesas. De 35,000 soldados franceses que Napoleón envío a Haití en 1802, casi la mitad murió de fiebre amarilla. Tres mil murieron de otras enfermedades tropicales. Hay quienes arguyen que Toussaint Louverture hizo de los repetidos brotes de fiebre amarilla entre las tropas francesas un elemento fundamental de su estrategia militar. Fuera de la situación anómala de la fiebre amarilla en Haití en 1791-1804, es el huracán el que tiene un papel dominante en la lírica caribeña de los desastres. Solo él se muestra como unidad indisoluble de muerte y vida en la poseía de Heredia, Lloréns y Palés. No puede ser de otro modo, pues, con ello, estos autores recogen en la oda moderna un componente enigmático fundamental de la gran cultura originaria de la América entera.
El huracán es muerte; el huracán es vida. En los climas tropicales y tórridos, nos dice Fernando Ortiz,” el dios de los huracanes es el más importante y temedero, porque de su benevolencia dependen las lluvias y los vientos de los equinoccios, que las traen y las retiran, así como por su iracundia se producen los cataclismos más pavorosos”. No ha faltado, así, entre los estudios del tema, quienes hayan afirmado que estadísticamente el Caribe ha tenido más ciclones beneficiosos que catastróficos y perniciosos. De hecho, incluso la física moderna ha venido a confirmar que los ciclones del Caribe no son, como afirmara Shakespeare “meras tempestades” creadas por espíritus malignos, sino procesos que contienen una estructura dual, animales coherentes en medio del caos atmosférico del planeta. O, para decirlo en las palabras del meteorólogo Emmanuel Kerry: eventos pocos predecibles que ayudan a estabilizar el clima tropical, apuntalando la atmósfera en las altas latitudes. Esta simple ley de los huracanes, particularmente en su expresión espiroidea y sentido levógiro, era parte integral de la cosmogonía de los pueblos originarios de las Antillas.
Las epidemias y la literatura
Mas, si en el caso de los huracanes podemos aludir con facilidad a la dualidad de muerte y vida, no ocurre así cuando se trata de una situación de epidemia como la que vive el mundo entero. Aquí nuestras palabras y sentimientos se adujan en el cerrado espacio de la angustia, esperando como velas enrolladas la llegada de un nuevo soplo de viento. La distancia entre vivir y sobrevivir se desvanece y la mitología se vuelve oscura, como en la visita de Odiseo al mundo de los Hades en la Odisea o, aún más cercana en el tiempo, en la tradición oral de los pueblos originarios de la América del Norte. La palabra pide ingenio, verdadero realismo mágico, si de lo que se trata es de destacar destellos y sueños de humanidad en medio de este tipo de crisis.
En el marco de este traspasar del vivir en el sobrevivir, y viceversa, no pueden dejar de mencionarse eventos de la nueva cotidianidad que parecen hechos del material mismo del cual se nutre la gran literatura universal. Gente humilde que toma en sus manos ayudar al prójimo, arriesgando la vida misma; los hijos e hijas de la clase trabajadora en las ramas esenciales, que laboran en condiciones marcadas por la carencia de equipo de protección; las profesiones médicas, cuyos representantes han hecho honor al juramento de Hipócrates, no pocas veces ofrendando sus vidas, para mencionar algunas, y hasta la naturaleza retomando el espacio que le corresponde, como el caso de la yegua que se fue nadando de la isla de Puerto Rico hacia un islote.
Del otro lado están, los sectores más adinerados, de cuya cotidianidad en el “aislamiento” nos habla muy poco la prensa; pues se trata de individuos que se habían aislado de la sociedad desde hace mucho tiempo, encerrándose desde hace décadas en sus mansiones de lujo y barrios exclusivos. Gigantesca ironía esta que el COVID-19 llegara a Estados Unidos no de los barrios pobres de China o América del Sur, sino de los viajeros, sin duda privilegiados, que llegaban de Europa por los canales del turismo y comercio establecidos. ¿No son estos los elementos constitutivos de una gran obra literaria acerca del vivir y el sobrevivir en los tiempos del COVID-19?
Mas, ¿qué ocurrió en el fatídico año de 1918 en Puerto Rico? En un pueblo tan centrado en los lazos familiares como el nuestro, hay que imaginar las extraordinarias historias de sufrimiento, heroísmo y sacrificio de nuestra gente. Los estudios hablan de un grado de paralelismo con la situación actual en la isla: la llegada de un barco extranjero con personas portadoras de la gripe, cierre de escuelas, aislamiento social, problemas presupuestarios, falta de respuesta del gobierno federal, escasez de personal médico y de abastecimientos medicinales, desnutrición, muertes y esfuerzos comunitarios gigantescos. Todo, acompañado de los efectos de un terremoto que causó devastación en la región del oeste en octubre de 1918. Sin embargo, ese momento de lucha tan intensa por sobrevivir, de afirmación humana, que sepamos, no parece haber encontrado mucho eco en las expresiones culturales, la música y la literatura imaginativa de nuestro pueblo; o al menos, si se dieron, sus manifestaciones son poco conocidas.
Vivir para sobrevivirla, es la ley de vida que se impone. Mas, es importante no olvidar que, para la inmensa mayoría de la población del planeta, la dialéctica arriesgada del vivir para sobrevivir, es un asunto de todos los días, sea en Palestina, los escenarios de guerra que se multiplican o las calles duras de las urbes del imperio o de la sufrida Haití. Cuando pase la crisis actual, como todos esperamos, la dinámica “vivir para sobrevivir” seguirá presente por otros caminos. He ahí los elementos constitutivos de esa gran epopeya que vive la humanidad desde hace rato, y que merece ser transcrita a la palabra escrita y, ante todo, revelarse en la acción transformadora del mundo.